¿Dónde estaba Gwen?
Leslie decidió que no era el momento de pensar en eso. No estaba en condiciones de resolver aquel rompecabezas.
Tenía que llamar por teléfono. Ese era el siguiente paso y no otro, era imprescindible que lo consiguiera.
El teléfono estaba en el despacho. La cuestión era si podía arriesgarse a salir del salón, donde se sentía más o menos segura por el momento. ¿Lograría recorrer rápidamente el pasillo y parapetarse en el despacho para hacer esa llamada? Si se topaba con Dave en el intento, estaba perdida. No quería engañarse: Dave no podía dejarla con vida, representaba un gran peligro para él. Estaba obligado a eliminarla y no cabía ninguna duda de que estaría dispuesto a hacerlo sin titubear. Leslie no alcanzaba a comprenderlo, pero tenía la seguridad de que Dave estaba entregado a un juego arriesgado en el que podía perderlo o ganarlo todo, que sin duda llevaba mucho tiempo planeándolo y había ponderado hasta la última de las consecuencias. Y ahora que jugaba con ventaja, no estaría dispuesto a abandonar. Era un tipo peligroso, cruel y amoral. Sus continuas mentiras no eran más que la punta del iceberg. La única alternativa para Leslie era quedarse en aquella habitación con la esperanza de que apareciera alguien para ayudarla, pero no tenía ni idea de cuándo sucedería eso o incluso si podía albergar alguna esperanza de que ocurriera. ¿Qué haría Valerie Almond al ver que, a pesar de lo acordado, Leslie no aparecía por la pizzería, cuando debería haber llegado desde hacía rato? Probablemente intentaría llamarla por teléfono, pero eso no funcionaría. Tal vez se alarmaría y acudiría a Prince of Wales Terrace, aunque sería en vano. ¿Se preocuparía entonces? ¿Y se le ocurriría ir hasta la granja de los Beckett?
Los Brankley se habían marchado, y Leslie no sabía qué había sido de Gwen. Todo eso reducía a la mínima expresión sus esperanzas de recibir ayuda, del mismo modo que también eran mínimas las posibilidades de que Chad sobreviviera. No hacía falta ser médico para darse cuenta de que al anciano le quedaba poco tiempo. No sobreviviría a aquella noche si no ingresaba cuanto antes en un hospital.
Leslie fue hacia la puerta e hizo girar la llave sin hacer ruido. La abrió muy despacio, conteniendo el aliento. Casi esperaba encontrarse frente a frente con Dave, pero el pasillo estaba iluminado y vacío. No oyó ni un solo ruido en toda la casa.
O está fuera o está agazapado en alguna parte esperando a que cometa algún error, pensó Leslie.
Tenía el corazón acelerado y oía en las sienes la pulsación de la sangre. Nunca antes había experimentado esa sensación de miedo tan genuina. Sabía lo que era pasar miedo antes de un examen, el miedo a la soledad, el miedo previo a una conversación desagradable, a la consulta del dentista, al momento de su divorcio. Miles de miedos, pero el que estaba sintiendo en esos momentos era el miedo a morir, algo nuevo para ella. Era la primera vez que sentía ese miedo y que experimentaba sus síntomas físicos extremos: sudaba, no paraba de sudar por todos los poros del cuerpo; le zumbaban los oídos; la boca se le había secado de repente; era incapaz de tragar. Sin embargo, se armó de coraje y anduvo a hurtadillas por el pasillo. En esa parte de la casa, como en el salón, el suelo era de baldosas de piedra, lo que le permitió moverse sin hacer ruido.
Eran solo unos pocos metros, tres o cuatro, tal vez. A Leslie esa distancia se le hizo interminable y el minuto que tardó en recorrerla le pareció una eternidad. A cada segundo esperaba que una mano se posara en su hombro, que una voz se dirigiera a ella. Pero no sucedió nada. Nada interrumpió el silencio que reinaba en la casa.
Llegó al despacho y entró en él. Todo seguía igual: la lámpara de mesa encendida y el leve zumbido del ordenador.
Rápida como un rayo, Leslie cerró la puerta y se quedó de piedra al comprobar que no había ninguna llave metida en el cerrojo.
Reunió todo su coraje y volvió a abrir la puerta para ver si estaba metida en la parte de fuera, pero tampoco la encontró allí. Estaba convencida de que podría cerrar el despacho con llave, pero daba igual, no tenía más remedio que llamar por teléfono desde allí, aunque no pudiera cerrar la puerta, tan rápido como fuera posible, rezando para que nadie la sorprendiera en el intento. Descolgó el auricular.
—Yo en tu lugar no lo haría —dijo una voz tras ella—. Más bien volvería a colgar enseguida y me daría la vuelta poco a poco.
Leslie se echó a temblar. Debido al miedo y al espanto, pero debido a la sorpresa también.
Se dio la vuelta con los ojos como platos, desconcertada. La que estaba en la puerta era Gwen.
Sujetaba un revólver con el que apuntaba a su amiga. Y en sus manos no había la más mínima inquietud, sino calma y seguridad.
La expresión de su rostro era la de una demente.
Qué bien se está otra vez en casa, pensó Jennifer. La vivienda olía a cerrado tras dos semanas de ausencia, pero Jennifer había abierto todas las ventanas para que el aire fresco de otoño ventilara las habitaciones. Colin se estaba peleando con una montaña de correo que la vecina se había esmerado en recoger del buzón y que había dejado apilada sobre la mesa del comedor. Cal y Wotan ya habían comido y estaban tendidos plácidamente sobre la manta que tenían en su rincón preferido del salón. La tele estaba puesta con el volumen bajo, de fondo.
¿Qué haré mañana?, se preguntó Jennifer. Estaba frente a la puerta abierta de la cocina mirando hacia fuera, hacia el jardín que estaba a oscuras, desde el que le llegaba el olor al follaje otoñal, a humedad y a hierba marchita. Le gustaba el otoño, le encantaban aquellas tardes crepusculares, que anocheciera tan pronto, un presagio de que se acercaba la Navidad. Los frecuentes paseos con Cal y Wotan por los campos brumosos, para regresar luego a un hogar confortable, al crepitar de la chimenea y a las velas de las ventanas. La calidez interior que se derivaba de esa atmósfera siempre la había hecho sentir bien. Sin embargo, tenía que haber algo más en su vida. La comunicación con otras personas. El estrés, los disgustos, pero también los momentos felices que surgían en compañía de los otros. Compartir la vida, era eso lo que necesitaba. Lo que tenía que hacer a partir de entonces.
Es decir, conseguir un empleo. Eso era lo primero. Ese sería el punto de partida para todo lo demás. Buscaría en los periódicos. Tal vez incluso pondría un anuncio. Al fin y al cabo, seguía siendo profesora, había estudiado filología inglesa y románica. Podía ofrecerse para dar clases de repaso. Era posible, además, que en Leeds también hubiera una institución como la Friarage School de Scarborough, en la que se impartieran cursos de idiomas para adultos. Le gustaría dar clases de francés dos o tres veces por semana, quizá incluso podría entablar nuevas amistades.
Pensar en la Friarage School hizo que se acordase de Dave Tanner. Seguía dándole vueltas a algo desde el trayecto de vuelta desde Staintondale hasta Leeds, pero había estado tan atribulada consigo misma y con sus planes de futuro que no se había preocupado más por aquella cuestión.
Sin embargo, en ese momento le sobrevino una imagen de esa misma tarde: cuando Gwen y ella volvieron de la ciudad, encontraron a Dave Tanner sentado con Colin en el salón de la granja de los Beckett. Intercambiaron unas palabras intrascendentes, y a continuación Jennifer fue arriba enseguida porque quería estar a solas con Colin y contarle lo que había estado pensando y planeando. No se interesó entonces por nada más.
Jennifer cerró la puerta de la cocina y entró en el comedor, donde Colin estaba examinando con la frente arrugada unos papeles oficiales.
—Son las cuotas de nuestro plan de pensiones —empezó a decir él, pero ella lo interrumpió.
—Colin, ¿qué quería Tanner? ¿Por qué ha venido a la granja? Parecíais muy absortos ahí sentados, frente a la chimenea…
—Al final el tío ha entrado en razón —dijo Colin sin apartar la mirada de la carta que tenía en las manos—. Quiero decir que la idea de casarse con Gwen… Bueno, no le gusta a nadie. La cosa pintaba muy mal…
Jennifer notó que se le erizaba el vello de los brazos, aunque todavía no alcanzaba a comprender por qué.
—¿Y? —preguntó.
—Quería decírselo —respondió Colin—. Y como es natural, se sentía incómodo, el pobre. Pero bueno, creo que le vino bien poder hablar un rato mientras esperaba a que llegara.
—¿Qué? —preguntó Jennifer—. ¿Qué quería decirle? ¿Y a quién? ¿A Gwen?
—Pues claro, a Gwen. ¿A quién sino? —replicó Colin, que entretanto había alzado ya la mirada—. Quería contarle que no le veía sentido a planear un futuro en común y que lo mejor sería seguir caminos distintos a partir de ahora. O algo así. Creo que era lo más sensato. Él no veía en Gwen al amor de su vida, y ella estaba construyendo castillos en el aire que al final se habían derrumbado.
El hormigueo que Jennifer sentía en los brazos se volvió más intenso.
—Díos mío —dijo en voz baja.
—Mejor un final amargo que una amargura sin fin —dijo Colin—. Será duro para Gwen, pero ¿no crees que ya lo presentía desde hacía algún tiempo? Tampoco es que sea insensible. No creo que este desenlace sea una sorpresa para ella.
—Pero el momento decisivo siempre es… Jennifer dejó la frase inacabada. La sensación de angustia que se apoderó de ella amenazaba con superarla en cualquier momento.
Tranquila, se dijo a sí misma, tal vez solo sean fantasmas lo que ves.
—Creo que voy a llamar a Gwen un momento —dijo ella.
Colin la contradijo.
—Pues yo creo que debería superarlo sola. No podrás protegerla siempre.
—En una situación como esta, todo el mundo necesita a alguien —replicó Jennifer.
Cogió el teléfono inalámbrico de la base de carga que estaba en la mesa del comedor y marcó el número de la granja de los Beckett. Esperó hecha un manojo de nervios, pero nadie descolgó el auricular al otro lado de la línea.
Volvió a llamar, pero otra vez sin éxito.
—Qué raro. Debería haber alguien en la casa. Como mínimo, Chad. Pero Gwen también, de hecho.
—Ya conoces a Chad, es un solitario extravagante. Seguro que simplemente no le apetece coger el teléfono. Y Gwen debe de estar llorando a moco tendido.
—Pero podría coger el teléfono de todos modos.
—Tranquila, lo superará aunque tú no estés allí. Tiene que hacerlo. Al fin y al cabo no puedes estar siempre ayudándola.
—Tengo un mal presentimiento.
—Tampoco es que Gwen se tome la vida tan a pecho. Es una frágil plantita, pero por sus venas corre la sangre de los campesinos del lugar. Es fuerte, lo superará.
—Ojalá pudiera estar allí —dijo Jennifer, muy intranquila.
—¿Para qué?
—Para asegurarme de que todo va bien.
—¿Qué tendría que ir mal?
La mirada de Jennifer se perdió por detrás de Colin, en una ventana abierta.
—Si Dave le ha dicho que quería cortar…
—La vida continuará para Gwen de todos modos —dijo Colin con impaciencia—. Jennifer, todos hemos pasado por situaciones como esta a lo largo de la vida. Pensamos que se acaba el mundo y luego comprobamos que no, que sigue girando tan estable y firme como siempre. Gwen también se dará cuenta de ello.
Jennifer siguió hablando sin mirar a su marido.
—Es que no es Gwen quien me preocupa —dijo lentamente.
Colin frunció la frente.
—¿Entonces?
Jennifer se volvió hacia Colin y este vio que estaba pálida como un cadáver.
—Quien me preocupa es Dave Tanner —dijo ella.
El teléfono sonó en varias ocasiones, pero cuando Leslie tuvo el acto reflejo de mover la mano al oírlo por primera vez, Gwen se lo impidió.
—¡No! ¡Deja el auricular donde está! ¡No hay nadie en casa!
Estaban una frente a la otra en la pequeña habitación, Leslie junto al escritorio y Gwen, en la puerta. La lámpara del techo estaba encendida y el ordenador seguía emitiendo su zumbido constante. Habría sido una situación de lo más corriente, dos mujeres en un despacho al final de un día cualquiera, de no haber sido porque una de las mujeres tenía un revólver en la mano y apuntaba con él a la otra mujer.
Esto es una pesadilla, pensó Leslie, una pesadilla absurda.
Intentaba entender qué había sucedido, pero le pasaba como cuando alguien pierde el hilo de una conversación y de repente se encuentra frente a un giro inesperado que no consigue comprender. Era como si Gwen, esa Gwen que sujetaba un revólver, hubiera caído del cielo de golpe, se hubiera plantado en la escena y alguien tuviera que gritar «¡corten!», un director invisible al que el argumento se le había escapado de las manos y tuviera que hacerse con el control de la situación otra vez. Pero nadie gritaba «¡corten!», nadie intervenía. Leslie intentó desesperadamente encontrar una explicación para lo que había ocurrido.
—Gwen, ¿qué te pasa? —le preguntó tras los primeros segundos de reacción.
Gwen recibió la pregunta con una sonrisa.
—¿Qué quieres que me pase? Que he tomado las riendas de mi vida. Estoy haciendo lo que todos me aconsejabais que hiciera.
—¿Lo que nosotros te hemos aconsejado?
—¿Qué estabas haciendo por aquí? —quiso saber Gwen—. ¿Has venido a buscar a Dave? Te gusta, ¿verdad? Es guapo. ¿Pensabas que podrías arrastrarlo hasta tu cama ahora que ya no me quiere a mí? ¿Para que llene ese espacio que lleva tanto tiempo vacío?
Leslie seguía sin comprender nada. Oír cómo mencionaba a Dave le recordó las palabras que Chad había balbuceado con gran esfuerzo.
—Gwen, tu padre me ha advertido acerca de Dave. Es peligroso. Lo ha herido de gravedad. Ha… —No continuó hablando porque en ese momento empezó a comprenderlo todo—. ¿Has sido tú quien ha disparado a tu padre? —preguntó.
Gwen respondió de nuevo con una sonrisa, una de esas sonrisas enajenadas que nada tenían que ver con la alegría.
—¡Eres lista, Leslie! ¡Siempre lo has sido! ¡Leslie, la más lista de la clase! Has acertado de lleno. He disparado a mi padre, sí. Y si te ha hablado de Dave, lo más probable es que quisiera advertirte que podría necesitar tu ayuda. Está tendido en la playa, con una bala en el cuerpo. Las cosas se pondrán difíciles para él cuando mañana por la mañana vuelva a subir la marea. Pero ese ya no es mi problema.
Antes de que Leslie pudiera encajar esas palabras, el teléfono volvió a sonar, pero a aquellas alturas ya había perdido toda esperanza de que Gwen pudiera hacer un buen uso del arma de fuego que sujetaba, por lo que decidió adaptarse a la orden de su antigua amiga y no acercó las manos al teléfono. Cuando el aparato volvió a quedar en silencio al cabo de un momento, sus dedos no volvieron a crisparse.