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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (18 page)

Como no tenía de qué vivir le busqué un trabajo. Era duro encontrar trabajo para un poeta en España.

Por fin un vizconde, alto funcionario del Ministerio de Relaciones, se interesó por el caso y me respondió que sí, que estaba de acuerdo, que había leído los versos de Miguel, que lo admiraba, y que éste indicara qué puesto deseaba para extenderle el nombramiento. Alborozado dije al poeta:

—Miguel Hernández, al fin tienes un destino. El vizconde te coloca. Serás un alto empleado. Dime qué trabajo deseas ejecutar para que decreten tu nombramiento.

Miguel se quedó pensativo. Su cara de grandes arrugas prematuras se cubrió con un velo de cavilaciones. Pasaron las horas y sólo por la tarde me contestó. Con ojos brillantes del que ha encontrado la solución de su vida, me dijo:

—¿No podría el vizconde encomendarme un rebaño de cabras por aquí cerca de Madrid?

El recuerdo de Miguel Hernández no puede escapárseme de las raíces del corazón. El canto de los ruiseñores levantinos, sus torres de sonido erigidas entre las oscuridad y los azahares, eran para él presencia obsesiva, y eran parte del material de su sangre, de su poesía terrenal y silvestre en la que se juntaban todos los excesos del color, del perfume y de la voz del Levante español, con la abundancia y la fragancia de una poderosa y masculina juventud.

Su rostro era el rostro de España. Cortado por la luz, arrugado como una sementera, con algo rotundo de pan y de tierra. Sus ojos quemantes, ardiendo dentro de esa superficie quemada y endurecida al viento, eran dos rayos de fuerza y de ternura.

Los elementos mismos de la poesía los vi salir de sus palabras, pero alterados ahora por una nueva magnitud, por un resplandor salvaje, por el milagro de la sangre vieja transformada en un hijo. En mis años de poeta, y de poeta errante, puedo afirmar que la vida no me ha dado contemplar un fenómeno igual de vocación y de eléctrica sabiduría verbal.

«Caballo verde»

Con Federico y Alberti, que vivía cerca de mi casa en un ático sobre una arboleda, la arboleda perdida, con el escultor Alberto, panadero de Toledo que por entonces ya era maestro de la escultura abstracta, con Altolaguirre y Bergamín; con el gran poeta Luis Cemuda, con Vicen Aleixandre, poeta de dimensión ilimitada, con el arquitecto Luis Lacasa, con todos ellos en un solo grupo, o en varios, nos veíamos diariamente en casas y cafés.

De la Castellana o de la cervecería de Correos viajábamos hasta mi casa, la casa de las flores, en el barrio de Arguelles. Desde el segundo piso de uno de los grandes autobuses que mi compatriota, el gran Cotapos, llamaba «bombardones», descendíamos en grupos bulliciosos a comer, beber y cantar. Recuerdo entre los jóvenes compañeros de poesía y alegría a Arturo Serrano Plaja, poeta; a José Caballero, pintor de deslumbrante talento y gracia; a Antonio Aparicio, que llegó de Andalucía directamente a mi casa; y a tantos otros que ya no están o que ya no son, pero cuya fraternidad me falta vivamente como parte de mi cuerpo o substancia de mi alma.

¡Aquel Madrid! Nos íbamos con Maruja Mallo, la pintora gallega, por los barrios bajos buscando las casas donde venden esparto y esteras, buscando las calles de los toneleros, de los cordeleros, de todas las materias secas de España, materias que trenzan y agarrotan su corazón. España es seca y pedregosa, y le pega el sol vertical sacando chispas de la llanura, construyendo castillos de luz con la polvareda. Los únicos verdaderos ríos de España son sus poetas; Quevedo con sus aguas verdes y profundas, de espuma negra; Calderón, con sus sílabas que cantan; los cristalinos Argensolas; Góngora, río de rubíes.

Vi a Valle Inclán una sola vez. Muy delgado, con su interminable barba blanca, me pareció que salía de entre las hojas de sus propios libros, aprensado por ellas, con un color de página amarilla.

A Ramón Gómez de la Sema lo conocí en su cripta de Pombo, y luego lo vi en su casa. Nunca puedo olvidar la voz estentórea de Ramón, dirigiendo, desde su sitio en el café, la conversación y la risa, los pensamientos y el humo. Ramón Gómez de la Sema es para mí uno de los más grandes escritores de nuestra lengua, y su genio tiene de la abigarrada grandeza de Quevedo y Picasso. Cualquier página de Ramón Gómez de la Sema escudriña como un hurón en lo físico y en lo metafísico, en la verdad y en el espectro, y lo que sabe y ha escrito sobre España no lo ha dicho nadie sino él. Ha sido el acumulador de un universo secreto. Ha cambiado la sintaxis del idioma con sus propias manos, dejándolo impregnado con sus huellas digitales que nadie puede borrar.

A don Antonio Machado lo vi varias veces sentado en su café con su traje negro de notario, muy callado y discreto, dulce y severo como árbol viejo de España. Por cierto que el maldiciente Juan Ramón Jiménez, viejo niño diabólico de la poesía, decía de él, de don Antonio, que éste iba siempre lleno de cenizas y que en los bolsillos sólo guardaba colillas.

Juan Ramón Jiménez, poeta de gran esplendor, fue el encargado de hacerme conocer la legendaria envidia española. Este poeta que no necesitaba envidiar a nadie puesto que su obra es un gran resplandor que comienza con la oscuridad del siglo, vivía como un falso ermitaño, zahiriendo desde su escondite a cuanto creía que le daba sombra.

Los jóvenes García Lorca, Alberti, así como Jorge Guillén y Pedro Salinas eran perseguidos tenazmente por Juan Ramón, un demonio barbudo que cada día lanzaba su saeta contra éste o aquél.

Contra mí escribía todas las semanas en unos acaracolados comentarios que publicaba domingo a domingo en el diario El Sol. Pero yo opté por vivir y dejarlo vivir. Nunca contesté nada. No respondí —ni respondo— las agresiones literarias.

El poeta Manuel Altolaguirre, que tenía una imprenta y vocación de imprentero, llegó un día por mi casa y me contó que iba a publicar una hermosa revista de poesía, con la representación de lo más alto y lo mejor de España.

—Hay una sola persona que puede dirigirla —me dijo—. Y esa persona eres tú.

Yo había sido un épico inventor de revistas que pronto las dejé o me dejaron. En 1925 fundé una tal Caballo de Bastos. Era el tiempo en que escribíamos sin puntuación y descubríamos Dublín a través de las calles de Joyce. Humberto Díaz Casanueva usaba entonces un suéter con cuello de tortuga, gran audacia para un poeta de la época. Su poesía era bella e inmaculada, como ha seguido siéndolo per sécula.

Rosamel del Valle se vestía enteramente de negro, de sombrero a zapatos, como debían vestirse los poetas. A estos dos compañeros próceres los recuerdo como colaboradores activos. Olvido a otros. Pero aquel galope de nuestro caballo sacudió la época.

—Sí, Manoli. Acepto la dirección de la revista. Manuel Altolaguirre era un impresor glorioso cuyas propias manos enriquecían las cajas con estupendos caracteres bodónicos. Manolito hacía honor a la poesía, con la suya y con sus manos de arcángel trabajador. El tradujo e imprimió con belleza singular el Adonais de Shelley, elegía a la muerte de John Keats. Imprimió también la Fábula del Genil, de Pedro Espinosa. Cuánto fulgor despedían las estrofas áureas y esmaltinas del poema en aquella majestuosa tipografía que destacaba las palabras como si estuvieran fundiéndose de nuevo en el crisol.

De mi Caballo Verde salieron a la calle cinco números primorosos, de indudable belleza. Me gustaba ver a Manolito, siempre lleno de risa y de sonrisa, levantar los tipos, colocarlos en las cajas y luego accionar con el pie la pequeña prensa tarjetera. A veces se llevaba los ejemplares de la edición en el coche-cuna de su hija Paloma. Los transeúntes lo piropeaban:

—¡Qué papá tan admirable! ¡Atravesar el endiablado tráfico con esa criatura!

La criatura era la Poesía que iba de viaje con su Caballo Verde. La revista publicó el primer nuevo poema de Miguel Hernández y, naturalmente, los de Federico, Cemuda, Aleixandre, Guillén (el bueno: el español). Juan Ramón Jiménez, neurótico, novecentista, seguía lanzándome dardos dominicales. A Rafael Alberti no le gustó el título:

—¿Por qué va a ser verde el caballo? Caballo Rojo, debería llamarse.

No le cambié el color. Pero Rafael y yo no nos peleamos por eso. Nunca nos peleamos por nada. Hay bastante sitio en el mundo para caballos y poetas de todos los colores del arco iris.

El sexto número de Caballo Verde se quedó en la calle Viriato sin compaginar ni coser. Estaba dedicado a Julio Herrera y Reissig —segundo Lautréamont de Montevideo— y los textos que en su homenaje escribieron los poetas españoles, se pasmaron ahí con su belleza, sin gestación ni destino. La revista debía aparecer el 19 de julio de 1936, pero aquel día se llenó de pólvora la calle. Un general desconocido, llamado Francisco Franco, se había rebelado contra la República en su guarnición de África.

El crimen fue en Granada

Justamente cuando escribo estas líneas, la España oficial celebra muchos —¡tantos!— años de insurrección cumplida. En este momento, en Madrid, el Caudillo vestido de oro y azul, rodeado por la guardia mora, junto al embajador norteamericano, al de Inglaterra y a varios más, pasa revista a las tropas.

Unas tropas compuestas, en su mayoría, de muchachos que no conocieron aquella guerra.

Yo sí la conocí. ¡Un millón de españoles muertos! ¡Un millón de exilados! Parecería que jamás se borraría de la conciencia humana esa espina sangrante. Sin embargo, los muchachos que ahora desfilan frente a la guardia mora, ignoran tal vez la verdad de esa historia tremenda.

Todo empezó para mí la noche del 19 de julio de 1936. Un chileno simpático y aventurero, llamado Bobby Deglané, era empresario de catch-as-can en el gran circo Price de Madrid. Le manifesté mis reservas sobre la seriedad de ese «deporte», y él me convenció de que fuera al circo, junto con García Lorca, a verificar la autenticidad del espectáculo. Convencí a Federico y quedamos en encontrarnos allí a una hora convenida. Pasaríamos el rato viendo las truculencias del Troglodita Enmascarado, del Estrangulador Abisinio y del Orangután Siniestro.

Federico faltó a la cita. Ya iba camino de su muerte. Ya nunca más nos vimos. Su cita era con otros estranguladores. Y de ese modo la guerra de España, que cambió mi poesía, comenzó para mí con la desaparición de un poeta.

¡Qué poeta! Nunca he visto reunidos como en él la gracia y el genio, el corazón alado y la cascada cristalina. Federico García Lorca era el duende derrochador, la alegría centrífuga que recogía en su seno e irradiaba como un planeta la felicidad de vivir. Ingenuo y comediante, cósmico y provinciano, músico singular, espléndido mimo, espantadizo y supersticioso, radiante y gentil, era una especie de resumen de las edades de España, del florecimiento popular; un producto arábigo-andaluz que iluminaba y perfumaba como un jazminero toda la escena de aquella España, ¡ay de mí!, desaparecida.

A mí me seducía el gran poder metafórico de García Lorca y me interesaba todo cuanto escribía. Por su parte, él me pedía a veces que le leyera mis últimos poemas y, a media lectura, me interrumpía a voces:

«¡No sigas, no sigas, que me influencias!».

En el teatro y en el silencio, en la multitud y en el decoro, era un multiplicador e la hermosura. Nunca vi un tipo con tanta magia en las manos, nunca tuve un hermano más alegre. Reía, cantaba, musicaba, saltaba, inventaba, chisporroteaba. Pobrecillo, tenía todos los dones del mundo, y así como fue un trabajador de oro, un abejón colmenar de la gran poesía, era un manirroto de su ingenio.

—Escucha —me decía, tomándome de un brazo—, ¿ves esa ventana? ¿No la hallas chorpatélica?

—¿Y qué significa chorpatélico?

—Yo tampoco lo sé, pero hay que darse cuenta de lo que es o no es chorpatélico. De otra manera uno está perdido. Mira ese perro, ¡qué chorpatélico es!

O me contaba que en un colegio de niños de corta edad, en Granada, le invitaron a una conmemoración del Quijote, y que cuando llegó a las aulas, todos los niños cantaron bajo la dirección de la directora:

Siempre siempre será celebrado desde el uno hasta el otro confín este libro que fue comentado por don F. Rodríguez Marín.

Una vez dicté yo una conferencia sobre García Lorca, años después de su muerte, y uno del público me preguntó:

¿Por qué dice usted en la «Oda a Federico» que por él «pintan de azul los hospitales»?

—Mire, compañero —le respondí—, hacerle preguntas de ese tipo a un poeta es como preguntarle la edad a las mujeres. La poesía no es una materia estática, sino una corriente fluida que muchas veces se escapa de las manos del propio creador. Su materia prima está hecha de elementos que son y al mismo tiempo no son, de cosas existentes e inexistentes. De todos modos, trataré de responderle con sinceridad.

Para mí el color azul es el más bello de los colores. Tiene la implicación del espacio humano, como la bóveda celeste, hacia la libertad y la alegría. La presencia de Federico, su magia personal, imponían una atmósfera de júbilo a su alrededor. Mi verso probablemente quiere decir que incluso los hospitales, incluso la tristeza de los hospitales, podían transformarse bajo el hechizo de su influencia y verse convertidos de pronto en bellos edificios azules.

Federico tuvo un preconocimiento de su muerte. Una vez que volvía de una gira teatral me llamó para contarme un suceso muy extraño. Con los artistas de «La Barraca» había llegado a un lejanísimo pueblo de Castilla y acamparon en los aledaños. Fatigado por las preocupaciones del viaje, Federico no dormía. Al amanecer se levantó y salió a vagar solo por los alrededores. Ha cía frío, ese frío de cuchillo que Castilla tiene reservado al viajero, al intruso. La niebla se desprendía en masas blancas y todo lo convertía a su dimensión fantasmagórica.

Una gran verja de fierro oxidado. Estatuas y columnas rotas, caídas entre la hojarasca. En la puerta de un viejo dominio se detuvo. Era la entrada al extenso parque de una finca feudal. El abandono, la hora y el frío hacían la soledad más penetrante. Federico se sintió de pronto agobiado por lo que saldría de aquel amanecer, por algo confuso que allí tenía que suceder. Se sentó en un capitel caído.

Un cordero pequeñito llegó a ramonear las yerbas entre las ruinas y su aparición era como un pequeño ángel de niebla que humanizaba de pronto la soledad, cayendo como un pétalo de ternura sobre la soledad del paraje. El poeta se sintió acompañado.

De pronto, una piara de cerdos entró también al recinto. Eran cuatro o cinco bestias oscuras, cerdos negros semisalvajes con hambre cerril y pezuñas de piedra.

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