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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (13 page)

He leído en algunos ensayos sobre poesía que mi permanencia en Extremo Oriente influye en determinados aspectos de mi obra, especialmente en
Residencia en la tierra
. En verdad, mis únicos versos de aquel tiempo fueron los de
Residencia en la tierra
, pero, sin atreverme a sostenerlo en forma tajante, digo que me parece equivocado eso de la influencia.

Todo el esoterismo filosófico de los países orientales, confrontado con la vida real, se revelaba como un subproducto de la inquietud, de la neurosis, de la desorientación y del oportunismo occidentales; es decir, de la crisis de principios del capitalismo. En la India no había por aquellos años muchos sitios para las contemplaciones del ombligo profundo. Una vida de brutales exigencias materiales, una condición colonial cimentada en la más acendrada abyección, miles de muertos cada día, de cólera, de viruela, de fiebres y de hambre, organizaciones feudales desequilibradas por su inmensa población y su pobreza industrial, imprimían a la vida una gran ferocidad en la que los reflejos místicos desaparecían.

Casi siempre los núcleos teosóficos eran dirigidos por aventureros occidentales, sin faltar americanos del Norte y del Sur. No cabe duda que entre ellos había gente de buena fe, pero la generalidad explotaba un mercado barato donde se vendían, al por mayor, amuletos y fetiches exóticos, envueltos en pacotilla metafísica. Esa gente se llenaba la boca con el Dharma y el Yoga.

Les encantaba la gimnasia religiosa impregnada de vacío y palabrería.

Por tales razones, el Oriente me impresionó como una grande y desventurada familia humana, sin destinar sitio en mi conciencia para sus ritos ni para sus dioses. No creo, pues, que mi poesía de entonces haya reflejado otra cosa que la soledad de un forastero trasplantado a un mundo violento y extraño.

Recuerdo a uno de aquellos turistas del ocultismo, vegetariano y conferenciante. Era un tipo pequeñito, de mediana edad, calva reluciente y total, clarísimos ojos azules, mirada penetrante y cínica, de apellido Powers. Venía de Norteamérica, de California, profesaba la religión budista, y sus conferencias concluían siempre con la siguiente prescripción dietética: «Como lo decía Rockefeller, aliméntese con una naranja al día».

Este Powers me cayó simpático por su alegre frescura. Hablaba español. Después de sus conferencias nos íbamos a devorar juntos grandes panzadas de cordero asado (khebab) con cebolla. Era un budista teológico, no sé si legítimo o ilegítimo, con una voracidad más auténtica que el contenido de sus conferencias.

Pronto se prendó primero de una muchacha mestiza, enamorada de su smoking y de sus teorías, una señorita anémica, de mirada doliente, que lo creía un dios, un viviente Buda. Así comienzan las religiones.

Al cabo de algunos meses de ese amor me vino a buscar un día para que presenciara un nuevo casamiento suyo. En su motocicleta, que le proporcionaba una firma comercial a la cual servía como vendedor de refrigeradoras, dejamos velozmente atrás bosques, monasterios y arrozales. Llegamos por fin a una pequeña aldea de construcción china y habitantes chinos. Recibieron a Powers con cohetes y música, mientras la novia jovencita permanecía sentada, maquillada de blanco como un ídolo, en una silla más alta que las otras. Al compás de la música tomamos limonadas de todos colores. En ningún momento se dirigieron la palabra Powers y su nueva esposa.

Regresamos a la ciudad. Powers me explicó que en ese rito sólo la novia se casaba. Las ceremonias continuarían sin necesidad de que él estuviera presente. Más tarde regresaría a vivir con ella.

—¿Se da usted cuenta de que está practicando la poligamia? —le pregunté.

—Mi otra esposa lo sabe y estará muy contenta —respondió—. En esa afirmación suya había tanta verdad como en su historia de la naranja cada día. Una vez que llegamos a su casa, la casa de su primera mujer, hallamos a ésta, una mestiza doliente, agonizando con su taza de veneno en el velador y una carta de despedida. Su cuerpo moreno, totalmente desnudo, estaba inmóvil bajo el mosquitero. Duró varias horas su agonía.

Acompañé a Powers, a pesar de que comenzaba a sentirlo repulsivo, porque sufría evidentemente. El cínico que llevaba por dentro se le había desmoronado. Acudí con él a la ceremonia funeral. En la ribera de un río colocamos el ataúd barato sobre un altillo de leña. Powers aplicó fuego a las chamizas con un fósforo, murmurando frases rituales en sánscrito.

Unos cuantos musicantes vestidos con túnicas anaranjadas salmodiaban o soplaban tristísimos instrumentos. La leña se apagaba a medio consumir y era preciso reavivar la candela con los fósforos. El río corría indiferente dentro de sus márgenes. El cielo azul eterno del Oriente demostraba también una absoluta impasibilidad, un infinito desamor hacia aquel triste funeral solitario de una pobre abandonada.

Mi vida oficial funcionaba una sola vez cada tres meses, cuando arribaba un barco de Calcuta que transportaba parafina sólida y grandes cajas de té para Chile. Afiebradamente debía timbrar y firmar documentos. Luego vendrían otros tres meses de inacción, de contemplación ermitaña de mercados y templos. Esta es la época más dolorosa de mi poesía.

La calle era mi religión. La calle birmana, la ciudad china con sus teatros al aire libre y sus dragones de papel y sus espléndidas linternas. La calle hindú, la más humilde, con sus templos que eran el negocio de una casta, y la gente pobre prosternada afuera en el barro. Los mercados donde las hojas de betel se levantaban en pirámides verdes como montañas de malaquita. Las pajarerías, los sitios de venta de fieras y pájaros salvajes. Las calles ensortijadas por las que transitaban las birmanas cimbreantes con un largo cigarro en la boca. Todo eso me absorbía y me iba sumergiendo poco a poco en el sortilegio de la vida real.

Las castas tenían clasificada la población india como en un coliseo paralelepípedo de galerías superpuestas en cuyo tope se sentaban los dioses. Los ingleses mantenían a su vez su escalafón de castas que iba desde el pequeño empleado de tienda, pasaba por los profesionales e intelectuales, seguía con los exportadores, y culminaba con la azotea del aparato en la cual se sentaban cómodamente los aristócratas del Civil Service y los banqueros del empire.

Estos dos mundos no se tocaban. La gente del país no podía entrar a los sitios destinados a los ingleses, y los ingleses vivían ausentes de la palpitación del país. Tal situación me trajo dificultades. Mis amigos británicos me vieron en un vehículo denominado gharry, cochecito especializado en rodantes y efímeras citas galantes, y me advirtieron amablemente que un cónsul como yo no debía usar esos vehículos por ningún motivo. También me intimaron que no debía sentarme en un restaurant persa, sitio lleno de vida donde yo tomaba el mejor té del mundo en pequeñas tazas transparentes. Estas fueron las últimas amonestaciones. Después dejaron de saludarme.

Yo me sentí feliz con el boicot. Aquellos europeos prejuiciosos no eran muy interesantes que digamos y, a fin de cuentas, yo no había venido a Oriente a convivir con colonizadores transeúntes, sino con el antiguo espíritu de aquel mundo, con aquella grande y desventurada familia humana. Me adentré tanto en el alma y la vida de esa gente, que me enamoré de una nativa. Se vestía como una inglesa y su nombre de calle era Josie Bliss. Pero en la intimidad de su casa, que pronto compartí, se despojaba de tales prendas y de tal nombre para usar su deslumbrante sarong y su recóndito nombre binnano.

Tango del viudo

Tuve dificultades en mi vida privada. La dulce Josie Bliss fue reconcentrándose y apasionándose hasta enfermar de celos. De no ser por eso, tal vez yo hubiera continuado indefinidamente junto a ella.

Sentía ternura hacia sus pies desnudos, hacia las blancas flores que brillaban sobre su cabellera oscura.

Pero su temperamento la conducía hasta un paroxismo salvaje. Tenía celos y aversión a las cartas que me llegaban de lejos; escondía mis telegramas sin abrirlos; miraba con rencor el aire que yo respiraba.

A veces me despertó una luz, un fantasma que se movía detrás del mosquitero. Era ella, vestida de blanco, blandiendo su largo y afilado cuchillo indígena. Era ella paseando horas enteras alrededor de mi cama sin decidirse a matarme. «Cuando te mueras se acabarán mis temores», me decía. Al día siguiente celebraba misteriosos ritos en resguardo a mi fidelidad.

Acabaría por matarme. Por suerte, recibí un mensaje oficial que me participaba mi traslado a Ceilán.

Preparé mi viaje en secreto, y un día, abandonando mi ropa y mis libros, salí de la casa como de costumbre y subí al barco que me llevaría lejos.

Dejaba a Josie Bliss, especie de pantera birmana, con el más grande dolor. Apenas comenzó el barco a sacudirse en las olas del golfo de Bengala, me puse a escribir el poema «Tango del viudo», trágico trozo de mi poesía destinado a la mujer que perdí y me perdió porque en su sangre crepitaba sin descanso el volcán de la cólera. ¡Qué noche tan grande, qué tierra tan sola!

El opio

…Había calles enteras dedicadas al opio… Sobre bajas tarimas se extendían los fumadores… Eran los verdaderos lugares religiosos de la India… No tenían ningún lujo, ni tapicerías, ni cojines de seda… Todo era tablas sin pintar, pipas de bambú y almohadas de loa china… Flotaba un aire de decoro y austeridad que no existía en los templos… Los hombres adormecidos no hacían movimiento ni ruido… Fumé una pipa… No era nada… Era un humo caliginoso, tibio y lechoso… Fumé cuatro pipas y estuve cinco días enfermo, con náuseas que me venían desde la espina dorsal, que me bajaban del cerebro… Y un odio al sol, a la existencia… El castigo del opio… Pero aquello no podía ser todo… Tanto se había dicho, tanto se había escrito, tanto se había hurgado en los maletines y en las maletas, tratando de atrapar en las aduanas el veneno, el famoso veneno sagrado… Había que vencer el asco… Debía conocer el opio, saber el opio, para dar mi testimonio… Fumé muchas pipas, hasta que conocí… No hay sueños, no hay imágenes, no hay paroxismo… Hay un debilitamiento melódico, como si una nota infinitamente suave se prolongara en la atmósfera… Un desvanecimiento, una oquedad dentro de uno… Cualquier movimiento, del codo, de la nuca, cualquier sonido lejano de carruaje, un bocinazo o un grito callejero, entran a formar parte de un todo, de una reposante delicia… Comprendí por qué los peones de plantación, los jornaleros, los rickshamen que tiran y tiran del ricksha todo el día, se quedaban allí de pronto, oscurecidos, inmóviles… El opio no era el paraíso de los exotistas que me habían pintado, sino la escapatoria de los explotados… Todos aquellos del fumadero eran pobres diablos… No había ningún cojín bordado, ningún indicio de la menor riqueza… Nada brillaba en el recinto, ni siquiera los semicerrados ojos de los fumadores… ¿Descansaban, dormían?…

Nunca lo supe… Nadie hablaba… Nadie hablaba nunca… No había muebles, alfombras, nada… Sobre las tarimas gastadas, suavísimas de tanto tacto humano, se veían unas pequeñas almohadas de madera…

Nada más, sino el silencio y el aroma del opio, extrañamente repulsivo y poderoso… Sin duda existía allí un camino hacia el aniquilamiento… El opio de los magnates, de los colonizadores, se destinaba a los colonizados… Los fumaderos tenían a la puerta su expendio autorizado, su número y su patente… En el interior reinaba un gran silencio opaco, una inacción que amortiguaba la desdicha y endulzaba el cansancio… Un silencio caliginoso, sedimento de muchos sueños truncos que hallaban su remanso…

Aquellos que soñaban con los ojos entrecerrados estaban viviendo una hora sumergidos debajo del mar, una noche entera en una colina, gozando de un reposo sutil y deleitoso…

Después de entonces no volví a los fumaderos… Ya sabía… Ya conocía… Ya había palpado algo inasible… remotamente escondido detrás del humo…

Ceilán

Ceilán, la más bella isla grande del mundo, tenía hacia 1929 la misma estructura colonial que Birmania y la India. Los ingleses se encastillaban en sus barrios y en sus clubs, rodeados por una inmensa muchedumbre de músicos, alfareros, tejedores, esclavos de plantaciones, monjes vestidos de amarillo e inmensos dioses tallados en las montañas de piedra.

Entre los ingleses vestidos de smoking todas las noches, y los hindúes inalcanzables en su fabulosa inmensidad, yo no podía elegir sino la soledad, y de ese modo aquella época ha sido la más solitaria de mi vida. Pero la recuerdo igualmente como la más luminosa, como si un relámpago de fulgor extraordinario se hubiera detenido en mi ventana para iluminar mi destino por dentro y por fuera.

Me fui a vivir a un pequeño bungalow, recién edificado en el suburbio de Wellawatha, junto al mar.

Era una zona despoblada y el oleaje rompía contra los arrecifes. De noche crecía la música marina.

Por la mañana, el milagro de aquella naturaleza recién lavada me sobrecogía. Desde temprano estaba yo con los pescadores. Las embarcaciones provistas de larguísimos flotadores parecían arañas del mar. Los hombres extraían peces de violentos colores, peces como pájaros de la selva infinita, unos de oscuro azul fosforescente como intenso terciopelo vivo, otros en forma de globo punzante que se desinflaba hasta convertirse en una pobre bolsita de espinas.

Contemplaba con horror la masacre de las alhajas del mar. El pescado se vendía en pedazos a la pobre población. El machete de los sacrificadores cortaba en trozos aquella materia divina de la profundidad para transformarla en sangrienta mercadería.

Andando por la costa llegaba al baño de los elefantes. Acompañado por mi perro no podía equivocarme. Del agua tranquila surgía un inmóvil hongo gris, que luego se convertía en serpiente, después en inmensa cabeza, por último en montaña con colmillos. Ningún país del mundo tenía ni tiene tantos elefantes trabajando en los caminos. Resultaba asombroso verlos ahora —lejos del circo o de las barras del jardín zoológico—, cruzando con su carga de madera de un lado a otro, como laboriosos y grandes jornaleros.

Mis únicas compañías fueron mi perro y mi mangosta. Esta, recién salida de la selva, creció a mi lado, dormía en mi cama y comía en mi mesa. Nadie puede imaginarse la ternura de una mangosta. Mi pequeño animalito conocía cada minuto de mi existencia, se paseaba por mis papeles y corría detrás de mí todo el día. Se enrollaba entre mi hombro y mi cabeza a la hora de la siesta y dormía allí con el sueño sobresaltado y eléctrico de los animales salvajes.

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