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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (16 page)

—¿Sabes su dirección? ¿Conoces su teléfono? —le pregunté.

—Sí —me respondió—. Pero tengo miedo de que me detengan. Me amenazaron con encerrarme en un calabozo.

—No tienes nada que perder. Anda a ver a ese hombre que ha pensado en ti sin conocerte. Le debes por lo menos algunas palabras. ¿Qué pueden importarte ya los policías holandeses? Véngate de ellos.

Anda a ver a tu chino. Toma tus precauciones, burla a tus humilladores y te sentirás mejor. Me parece que así te irás de este país más contenta.

Aquella noche, tarde, regresó mi amiga. Había ido a ver a su admirador por correspondencia. Me contó la entrevista. El hombre era un oriental afrancesado y letrado. Hablaba con naturalidad el francés.

Estaba casado, según las normas de la honorable matrimonialidad china, y se aburría muchísimo.

El pretendiente amarillo había preparado, para la novia blanca que le llegaba de Occidente, un bungalow con jardín, rejillas antimosquitos, muebles Luis XIV, y una gran cama que fue puesta a prueba aquella noche. El dueño de la casa le fue mostrando melancólicamente los pequeños refinamientos que guardaba para ella, los tenedores y cuchillos de plata (él sólo comía con palillos), el bar con bebidas europeas, el refrigerador colmado de frutas.

Luego se detuvo ante un gran baúl herméticamente cerrado. Extrajo una pequeña llave de su pantalón, abrió aquel cofre y mostró a los ojos de Kruzi el más extraño de los tesoros: centenares de calzones femeninos, sutiles pantaletas, mínimas bragas. Intimas prendas de mujer, por centenares o millares, colmaban aquel mueble santicado por el ácido aroma del sándalo. Allí estaban reunidas todas las sedas, todos los colores. La gama se desplazaba del violeta al amarillo, de los múltiples rosados a los verdes secretos, de los violentos rojos a los negros refulgentes, de los eléctricos celestes a los blancos nupciales. Todo el arco iris de la concupiscencia masculina de un fetichista que, sin duda, coleccionó aquel florilegio para deleite de su propia voluptuosidad.

—Me quedé deslumbrada —dijo Kruzi, volviendo a los sollozos—. Tomé al azar un puñado de esas prendas y aquí las tengo.

Me sentí conmovido, yo también, por el misterio humano. Nuestro chino, un serio comerciante, importador o exportador, coleccionaba calzones femeninos como si fuera un perseguidor de mariposas.

¿Quién iba a pensarlo?

—Déjame uno —dije a mi amiga—. Ella escogió uno blanco y verde y lo acarició suavemente antes de entregármelo.

—Dedícamelo, Kruzi, por favor.

Entonces ella lo estiró cuidadosamente y escribió mi nombre y el suyo en la superficie de seda, que mojó también con algunas lágrimas.

Al día siguiente partió sin que yo la viera, como no he vuelto a verla nunca más. Los vaporosos calzones, con su dedicatoria y sus lágrimas, anduvieron en mis valijas, mezclados con mi ropa y mis libros, por muchísimos años. No supe ni cuándo ni cómo alguna visitante abusadora se marchó de mi casa con ellos puestos.

Batavia

Por aquellos tiempos, cuando aún no existían los «moteles» en el mundo, el hotel Nederlanden era insólito. Tenía un gran cuerpo central, destinado al comedor y las oficinas, y luego un bungalow para cada viajero, separados entre sí por pequeños jardines y árboles poderosos. En sus altas copas vivían infinidad de pájaros, ardillas membranosas que volaban de un ramaje a otro e insectos que chirriaban como en la selva. Brampy se esmeró en su tarea de cuidar la mangosta, cada vez más inquieta en su nueva residencia.

Aquí sí había consulado de Chile. Por lo menos figuraba en la guía de teléfonos. Al día siguiente, descansado y mejor vestido, me dirigí a sus oficinas. El escudo consular de Chile estaba colgado en la fachada de un gran edificio. Era una compañía de navegación. Alguien del numeroso personal me condujo a la oficina del director, un holandés colorado y voluminoso. No tenía estampa de gerente de empresa naviera, sino de cargador de puerto.

Soy el nuevo cónsul de Chile —me presenté—. Comienzo por agradecer sus servicios y le ruego ponerme al corriente de los principales asuntos del consulado. Quiero hacerme cargo de mi puesto inmediatamente. ¡Aquí no hay más cónsul que yo! —contestó furibundo—.

—¿Cómo es eso? —Comiencen por pagarme lo que me deben— gritó.

Puede ser que aquel hombre supiera de navegación, pero la cortesía no la conocía en ningún idioma.

Atropellaba las frases mientras daba mordiscos rabiosos a un pésimo cheruto que emponzoñaba el aire.

El energúmeno me dejaba muy poca oportunidad de interrumpirlo. Su indignación y el cheruto le causaban estruendosos ataques de tos, cuando no gargarismos que terminaban en escupos. Finalmente pude meter una frase en defensa propia:

—Señor, yo no le debo nada y nada tengo que pagarle. Entiendo que es usted cónsul ad honorem, es decir, honorario. Y si esto le parece discutible, no encuentro que se pueda arreglar con vociferaciones que no estoy dispuesto a recibir.

Más tarde comprobé que al grosero holandés no le faltaba una parte de razón. El tipo había sido víctima de una verdadera estafa de la que, naturalmente, no éramos culpables ni yo ni el gobierno de Chile.

Era Mansilla el tortuoso personaje que provocaba las iras del holandés. Fui comprobando que el tal Mansilla nunca desempeñó su puesto de cónsul en Batavia; que vivía en París desde hacía mucho tiempo. Había hecho un trato con el holandés para que éste ejerciera sus funciones consulares y le enviara mensualmente los papeles y el dinero de las recaudaciones. El se comprometía a pagarle por sus trabajos una suma mensual que nunca le pagó. De ahí la indignación de este holandés terrestre que cayó sobre mi cabeza como el derrumbamiento de una comisa.

Al día siguiente me sentí infinitamente enfermo. Fiebre maligna, gripe, soledad y hemorragia. Hacía calor y sudor. La nariz me sangraba como en mi infancia, en Temuco, bajo el frío de Temuco.

Haciendo un esfuerzo para sobrevivir me dirigí al palacio de gobierno. Estaba sito en Buitenzor, en pleno y espléndido Jardín Botánico. Los burócratas apartaron con dificultad los ojos azules de sus papeles blancos. Sacaron lápices que también transpiraban y escribieron mi nombre con algunas gotas de sudor.

Salí más enfermo que cuando entré. Anduve por las avenidas hasta sentarme bajo un árbol inmenso.

Aquí todo era sano y fresco; la vida respiraba tranquila y poderosa. Los árboles gigantescos elevaban frente a mí sus troncos rectos, lisos y plateados, hasta cien metros de altura. Leí la placa esmaltada que los clasificaba. Eran variedades del eucaliptus, desconocidas para mí. Hasta mi nariz bajó, desde la inmensa altura, una ola ría de perfume. Aquel emperador entre los árboles se había apiadado de mí, y una ráfaga de su aroma me había devuelto la salud.

O tal vez sería la solemnidad verde del Jardín Botánico, la infinita variedad de las hojas, el entrecruzamiento de las lianas, las orquídeas que estallaban como estrellas de mar entre el follaje, la profundidad submarina de aquel recinto forestal, el grito de los guacamayos, el chillido de los monos, todo esto me devolvió la confianza en mi destino y mi alegría de vivir, que se iban apagando como una vela gastada.

Volví reconfortado al hotel, me senté en la veranda de mi bungalow con papel de escribir y mi mangosta encima de la mesa, y decidí enviar un telegrama al gobierno de Chile. Me faltaba la tinta.

Entonces fue cuando llamé al boy del hotel y le pedí en inglés ink, para que me trajera un tintero. No dio el menor signo de comprensión. Se limitó a llamar a otro boy, tan vestido de blanco y tan descalzo como él, para que lo ayudara a interpretar mis enigmáticos deseos. No había nada que hacer. Cuando yo decía ink y movía mi lápiz mojándolo en un tintero imaginario, los siete u ocho boys que se habían reunido para asesorar al primero, repetían al unísono mi maniobra con un lápiz que sacaban de sus faltriqueras, y exclamaban con ímpetu: ink, ink, muertos de risa. Les parecía un nuevo rito que estaban aprendiendo.

Desesperado me lancé hasta el bungalow fronterizo, seguido por la retahíla de servidores vestidos de blanco. De una mesa solitaria tomé un tintero que allí estaba por milagro y, blandiéndolo ante sus ojos asombrados, les grité:

—¡This! ¡This!

Entonces todos sonrieron y dijeron a coro:

—¡Tinta! ¡Tinta!

Así supe que la tinta se llama «tinta» en malayo.

Llegó el momento en que se me restituyó el derecho de instalarme consularmente. Mi disputado patrimonio eran: un sello de goma carcomido, una almohadilla para entintarlo y unas cuantas carpetas de documentos que contenían sumas y restas. Las restas habían ido a parar a los bolsillos del pícaro cónsul que operaba desde París. El holandés burlado me entregó el envoltorio insignificante, sin dejar de masticar su cheruto, con una sonrisa fría, de mastodonte decepcionado.

De cuando en cuando firmaba facturas consulares y les aplicaba el desquiciado sello oficial. Así llegaban a mí los dólares que, transformados en gulders, alcanzaban estrictamente para sostener mi existencia: el alojamiento y la alimentación para mí, el sueldo de Brampy y el cuidado de mi mangosta Kiria que crecía ostensiblemente y se comía tres o cuatro huevos al día. Además, tuve que comprarme un smoking blanco y un frac que me comprometí a pagar por mensualidades. Me sentaba a veces, casi siempre solo, en los repletos cafés al aire libre, junto a los anchos canales, a tomar la cerveza o el ginpahit.

Es decir, reanudé mi vida de tranquilidad desesperada.

La rice-table del restaurant del hotel era majestuosa. Entraba al comedor una procesión de diez a quince servidores que iban desfilando frente a uno con sus respectivas fuentes en alto. Cada una de esas fuentes estaba dividida en compartimentos y en cada uno de esos compartimentos brillaba un manjar misterioso. Sobre una base de arroz erigía su sustancia aquella infinidad comestible. Yo, que he sido siempre glotón y por mucho tiempo desnutrido, elegía algo de cada una de las fuentes, de cada uno de los quince o dieciocho servidores, hasta que mi plato se convertía en una pequeña montaña donde los pescados exóticos, los huevos indescifrables, los vegetales inesperados, los pollos inexplicables y las carnes insólitas, cubrían como una bandera la cumbre de mi almuerzo. Los chinos dicen que la comida debe tener tres excelencias: sabor, olor y color. La rice-table de mi hotel juntaba esas tres virtudes, y una más: abundancia.

Por aquellos días perdí a Kiria, mi mangosta. Tenía la riesgosa costumbre de seguirme adonde yo fuera, con pasitos muy rápidos e imperceptibles. Ir detrás de mí significaba lanzarse hacia las calles que cruzaban automóviles, camiones, rickshas, peatones holandeses, chinos, malayos. Un mundo turbulento para una cándida mangosta que no conocía sino a dos personas en el mundo.

Pasó lo inevitable. Al volver al hotel y mirar a Brampy me di cuenta de la tragedia. No le pregunté nada. Pero cuando me senté en la veranda, ella no saltó sobre mis rodillas, ni pasó su peludísima cola por mi cabeza.

Puse un aviso en los diarios: «Mangosta perdida. Obedece al nombre de Kiria». Nadie respondió.

Ningún vecino la vio. Tal vez ya estaría muerta. Desapareció para siempre.

Brampy, su guardián, se sintió tan deshonrado que por mucho tiempo no se mostró ante mi vista. Mi ropa, mis zapatos, eran atendidos por un fantasma. A veces creía yo escuchar el chillido de Kiria que me llamaba desde algún árbol nocturno. Encendía la luz, abría las ventanas y las puertas, escrutaba los cocoteros. No era ella. El mundo que Kiria conocía se había transformado en una gran estafa; su confianza se había desmoronado en la selva amenazante de la ciudad. Me sentí por mucho tiempo traspasado de melancolía.

Brampy, avergonzado, decidió volver a su país. Lo sentí mucho pero, en realidad, era aquella mangosta lo único que nos unía. Llegó una tarde con el fin de mostrarme el traje nuevo que había comprado para llegar bien vestido a su pueblo natal, a Ceilán. Apareció de pronto vestido de blanco y abotonado hasta el cuello. Lo más sorprendente era un inmenso bonete de chef que se había encasquetado sobre su oscurísima cabeza. Estallé en una carcajada incontenible. Brampy no se ofendió. Por el contrario, me sonrió con gran dulzura, con una sonrisa comprensiva de mi ignorancia.

La calle de mi nueva casa en Batavia se llamaba Probolingo. Era una sala, un dormitorio, una cocina, un baño. Nunca tuve automóvil pero sí un garage que se mantuvo siempre vacío. Me sobraba el espacio en aquella casa diminuta, tomé una cocinera javanesa, una vieja campesina, igualitaria y encantadora. Un boy, también javanés, servía a la mesa y limpiaba mi ropa. Allí terminé
Residencia en la tierra
.

Mi soledad se redobló. Pensé en casarme. Había conocido a una criolla, vale decir holandesa con algunas gotas de sangre malaya, que me gustaba mucho. Era una mujer alta y suave, extraña totalmente al mundo de las artes y de las letras. (Varios años más tarde, mi biógrafa y amiga Margarita Aguirre escribiría, acerca de aquel matrimonio mío, lo siguiente: «Neruda regresó a Chile en 1932. Dos años antes se había casado en Batavia con María Antonieta Agenaar, joven holandesa establecida en Java. Ella está muy orgullosa de ser la esposa de un cónsul y tiene de América una idea bastante exótica. No sabe el español y comienza a aprenderlo. Pero no hay duda de que no es sólo el idioma lo que no aprende. A pesar de todo, su adhesión sentimental a Neruda es muy fuerte, y se les ve siempre juntos. Maruca, así la llama Pablo, es altísima, lenta, hierática»). Mi vida era bastante simple. Pronto conocí a otras personas amables. El cónsul cubano y su mujer fueron mis amigos obligados, unidos a mí por el idioma. El compatriota de Capablanca hablaba sin parar, como una máquina permanente. Oficialmente era el representante de Machado, el tirano de Cuba. Sin embargo, me contaba que las prendas de los presos políticos, relojes, anillos y a veces dientes de oro, aparecían en el vientre de los tiburones pescados en la bahía de La Habana.

El cónsul alemán Hertz adoraba la plástica moderna, los caballos azules de Franz Marc, las alargadas figuras de Wilheim Lehmbruck. Era una persona sensitiva y romántica, un judío con siglos de herencia cultural. Le pregunté una vez:

—Y ese Hitler cuyo nombre aparece de cuando en cuando en los diarios, ese cabecilla antisemita y anticomunista, ¿no cree usted que pueda llegar al poder?

—Imposible —me dijo.

—¿Cómo imposible, cuando todo lo más absurdo se ve en la historia?

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