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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (15 page)

Mi libro recogía como episodios naturales los resultados de mi vida suspendida en el vacío: «Más cerca de la sangre que de la tinta». Pero mi estilo se hizo más acendrado y me di alas en la repetición de una melancolía frenética. Insistí por verdad y por retórica (porque esas harinas hacen el pan de la poesía) en un estilo amargo que porfió sistemáticamente en mi propia destrucción. El estilo no es sólo el hombre. Es también lo que lo rodea, y si la atmósfera no entra dentro del poema, el poema está muerto: muerto porque no ha podido respirar.

Nunca leí con tanto placer y tanta abundancia como en aquel suburbio de Colombo en que viví solitario por mucho tiempo. De vez en cuando volvía a Rimbaud, a Quevedo o a Proust. Por el camino de Swan me hizo revivir los tormentos, los amores y los celos de mi adolescencia. Y comprendí que en aquella frase de la sonata de Vinteuil, frase musical que Proust llamó «aérea y olorosa», no sólo se paladea la descripción más exquisita del apasionante sonido, sino también una desesperada medida de la pasión.

Mi problema en aquellas soledades fue encontrar esa música y oírla. Con la ayuda de mi amigo músico y musicólogo, investigamos hasta saber que el Vinteuil de Proust fue formado tal vez por Schubert y Wagner y Saint-Saéns y Fauré y D' Indy y César Franck. Mi indigna mala educación musical se mantuvo ignorante de casi todos esos músicos. Sus obras eran cajas ausentes o cerradas. Mi oído nunca reconoció sino las melodías más evidentes, y eso, con dificultad.

Por fin, avanzando en la pesquisa, más literaria que sonora, conseguí un álbum con los tres discos de la sonata para piano y violín de César Franck. No había duda, allí estaba la frase de Vinteuil. No podía caber duda ninguna.

Mi atracción había sido sólo literaria. Proust, el más grande realista poético, en su crónica crítica de una sociedad agonizante que amó y odió, se detuvo con apasionada complacencia en muchas obras de arte, cuadros y catedrales, actrices y libros. Pero aunque su clarividencia iluminó cuanto tocaba, reiteró el encanto de esta sonata y su frase renaciente con una intensidad que quizá no dio a otras descripciones.

Sus palabras me condujeron a revivir mi propia vida, mis lejanos sentimientos perdidos en mí mismo, en mi propia ausencia. Quise ver en la frase musical el relato mágico literario de Proust y adopté o fui adoptado por las alas de la música.

La frase se envuelve en la gravedad de la sombra, enronqueciéndose, agravando y dilatando su agonía. Parece edificar su congoja como una estructura gótica, que las volutas repiten llevadas por el ritmo que eleva sin cesar la misma flecha.

El elemento nacido del dolor busca una salida triunfante que no reniega en la altura su origen trastornado por la tristeza. Parece enroscarse en una patética espiral, mientras el piano oscuro acompaña una y otra vez la muerte y la resurrección del sonido. La intimidad sombría del piano da una y otra vez a luz el serpentino nacimiento, hasta que amor y dolor se enlazan en la agonizante victoria. No había ninguna duda para mi que éstas eran la frase y la sonata.

La sombra brusca caía como un puño sobre mi casa perdida entre los cocoteros de Wellawatha, pero cada noche la sonata vivía conmigo, conduciéndome y envolviéndome, dándome su perpetua tristeza, su victoriosa melancolía.

Los críticos que tanto han escarmenado mis trabajos no han visto hasta ahora esta secreta influencia que aquí va confesada. Porque allí en Wellawatha escribí yo gran parte de
Residencia en la tierra
. Aunque mi poesía no es «olorosa ni aérea» sino tristemente terrenal, me parece que esos temas, tan repetidamente enlutados, tienen que ver con la intimidad retórica de aquella música que convivió conmigo.

Años después, ya de regreso en Chile, me encontré en una tertulia, juntos y jóvenes, a los tres grandes de la música chilena. Fue, creo, en 1932, en casa de Marta Brunet.

Claudio Arrau conversaba en un rincón con Domingo Santa Cruz y Armando Carvajal. Me acerqué a ellos, pero apenas me miraron. Siguieron hablando imperturbablemente de música y de músicos. Traté entonces de lucirme hablándoles de aquella sonata, la única que yo conocía.

Me miraron distraídamente y desde arriba me dijeron:

—¿César Franck? ¿Por qué César Franck? Lo que debes conocer es Verdi.

Y siguieron en su conversación, sepultándome en una ignorancia de la que aún no salgo.

Singapur

La verdad es que la soledad de Colombo no sólo era pesada, sino letárgica. Tenía algunos escasos amigos en la calleja en que vivía. Amigas de varios colores pasaban por mi cama de campaña sin dejar más historia que el relámpago físico. Mi cuerpo era una hoguera solitaria encendida noche y día en aquella costa tropical. Mi amiga Patsy llegaba frecuentemente con algunas de sus compañeras, muchachas morenas y doradas, con sangre de boers, de ingleses, de dravidios. Se acostaban conmigo deportiva y desinteresadamente.

Una de ellas me ilustró sobre sus visitas a las hummerie. Así se llamaban los bungalows en que grupos de jóvenes ingleses, pequeños empleados de tiendas y compañías, vivían en común para economizar alfileres y alimentos. Sin ningún cinismo, como algo natural, me contó la muchacha que en una ocasión había fornicado con catorce de ellos.

—¿Y cómo lo hiciste? —le pregunté.

—Estaba sola con ellos aquella noche y celebraban una fiesta. Pusieron un gramófono y yo bailaba unos pasos con cada uno, y nos perdíamos durante el baile en alguno de los dormitorios. Así quedaron todos contentos.

No era prostituta. Era más bien un producto colonial, una fruta cándida y generosa. Su cuento me impresionó y nunca tuve por ella sino simpatía.

Mi solitario y aislado bungalow estaba lejos de toda urbanización. Cuando yo lo alquilé traté de saber en dónde se hallaba el excusado que no se veía por ninguna parte. En efecto, quedaba muy lejos de la ducha; hacia el fondo de la casa.

Lo examiné con curiosidad. Era una caja de madera con un agujero al centro, muy similar al artefacto que conocí en mi infancia campesina, en mi país. Pero los nuestros se situaban sobre un pozo profundo o sobre una corriente de agua. Aquí el depósito era un simple cubo de metal bajo el agujero redondo.

El cubo amanecía limpio cada día sin que yo me diera cuenta de cómo desaparecía su contenido.

Una mañana me había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo que pasaba.

Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había visto hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, de la casta de los parias. Iba vestida con un sari rojo y dorado, de la tela más burda. En los pies descalzos llevaba pesadas ajorcas. A cada lado de la nariz le brillaban dos puntitos rojos. Serían vidrios ordinarios, pero en ella parecían rubíes.

Se dirigió con paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera, sin darse por aludida de mi existencia, y desapareció con el sórdido receptáculo sobre la cabeza, alejándose con su paso de diosa.

Era tan bella que a pesar de su humilde oficio me dejó preocupado. Como si se tratara de un animal huraño, llegado de la jungla, pertenecía a otra existencia, a un mundo separado. La llamé sin resultado.

Después alguna vez le dejé en su camino algún regalo, seda o fruta. Ella pasaba sin oír ni mirar. Aquel trayecto miserable había sido convertido por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina indiferente.

Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia.

Me costó trabajo leer el cablegrama. El Ministerio de Relaciones Exteriores me comunicaba un nuevo nombramiento. Dejaba yo de ser cónsul en Colombo para desempeñar idénticas funciones en Singapur y Batavia. Esto me ascendía del primer círculo de la pobreza para hacerme ingresar en el segundo. En Colombo tenía derecho a retener (si entraban) la suma de ciento sesenta y seis dólares con sesenta y seis centavos. Ahora, siendo cónsul en dos colonias a la vez, podría retener (si entraban) dos veces ciento sesenta y seis dólares con sesenta y seis centavos, es decir, la suma de trescientos treinta y tres dólares con treinta y dos centavos (si entraban). Lo cual significaba, por de pronto, que dejaría de dormir en un catre de campaña. Mis aspiraciones materiales no eran excesivas.

Pero ¿qué haría con Kiria, mi mangosta? ¿La regalaría a aquellos chicos irrespetuosos del barrio que ya no creían en su poder contra las serpientes? Ni pensarlo. La descuidarían, no la dejarían comer en la mesa como era su costumbre conmigo. ¿La soltaría en la selva para que volviera a su estado primitivo?

Jamás. Sin duda había perdido sus instintos de defensa y las aves de rapiña la devorarían sin advertencia previa. Por otra parte, ¿cómo llevarla conmigo? En el barco no aceptarían tan singular pasajero.

Decidí entonces hacerme acompañar en mi viaje por Brampy, mi boy cingalés. Era un gasto de millonario y era igualmente una locura, porque iríamos hacia países —Malasia, Indonesia— cuyos idiomas desconocía Brampy totalmente. Pero la mangosta podría viajar de incógnito en el cafamaum del puente, desapercibida dentro de un canasto. Brampy la conocía tan bien como yo. El problema era la aduana, pero el taimado Brampy se encargaría de burlarla.

Y de ese modo, con tristeza, alegría y mangosta, dejamos la isla de Ceilán, rumbo a otro mundo desconocido.

Resultará difícil entender por qué Chile tenía tantos consulados diseminados en todas partes. No deja de ser extraño que una pequeña república, arrinconada cerca del Polo Sur, envíe y mantenga representantes oficiales en archipiélagos, costas y arrecifes del otro lado del globo.

En el fondo —explico yo— estos consulados eran producto de la fantasía y de la self-importance que solemos damos los americanos del Sur. Por otra parte, ya he dicho que en esos sitios lejanísimos embarcaban para Chile yute, parafina sólida para fabricar velas y, sobre todo, té, mucho té. Los chilenos tomamos té cuatro veces al día. Y no podemos cultivarlo. En cierta ocasión se produjo una inmensa huelga de obreros del salitre por carencia de este producto tan exótico. Recuerdo que unos exportadores ingleses me preguntaron en cierta ocasión, después de algunos whiskies, qué hacíamos los chilenos con tales cantidades exorbitantes de té.

—Lo tomamos —les dije.

(Si creían sacarme el secreto de algún aprovechamiento industrial, sentí decepcionarlos). El consulado en Singapur tenía ya diez años de existencia. Bajé, pues, con la confianza que me daban mis veintitrés años de edad, siempre acompañado de Brampy y de mi mangosta. Nos fuimos directamente al Raies Hotel. Allí mandé lavar mi ropa que no era poca, y luego me senté en la veranda. Me extendí perezosamente en un easychair y pedí uno, dos y hasta tres ginpahit.

Todo era muy Sommerset Maugham hasta que se me ocurrió buscar en la guía de teléfonos la sede de mi consulado. No estaba registrado, ¡diablos! Hice en el acto un llamado de urgencia a los establecimientos del gobierno inglés. Me respondieron, después de una consulta, que allí no había consulado de Chile. Pregunté entonces referencias del cónsul, señor Mansilla. No lo conocían.

Me sentí abrumado. Tenía apenas recursos para pagar un día de hotel y el lavado de mi ropa. Pensé que el consulado fantasma tendría su sede en Batavia y decidí continuar viaje en el mismo barco que me trajo, el cual iba precisamente hasta Batavia y todavía estaba en el puerto. Ordené sacar mi ropa de la caldera donde se remojaba, Brampy hizo un bulto húmedo con ella, y emprendimos carrera hacia los muelles.

Ya levantaban la escalera de a bordo. Jadeante subí los peldaños. Mis ex compañeros de viaje y los oficiales del buque me miraron sorprendidos. Me metí en la misma cabina que había dejado en la mañana y, tendido de espaldas en la litera, cerré los ojos mientras el vapor se alejaba del fatídico puerto.

Había conocido en el barco a una muchacha judía. Se llamaba Kruzi. Era rubia, gordezuela, de ojos color naranja y alegría rebosante. Me dijo que tenía una buena colocación en Batavia. Me acerqué a ella en la fiesta final de la travesía. Entre copa y copa me arrastraba a bailar. Yo la seguía torpemente en las lentas contorsiones que se usaban en la época. Aquella última noche nos dedicamos a hacer el amor en mi cabina, amistosamente, conscientes de que nuestros destinos se juntaban al azar y por una sola vez. Le conté mis desventuras. Ella me compadeció suavemente y su pasajera ternura me llegó al alma.

Kruzi, por su parte, me confesó la verdadera ocupación que la esperaba en Batavia. Había cierta organización más o menos internacional que colocaba muchachas europeas en los lechos de asiáticos respetables. A ella le habían dado opción entre un marajah, un príncipe de Siam y un rico comerciante chino. Se decidió por este último, un hombre joven pero apacible.

Cuando bajamos a tierra, al día siguiente, divisé el Rolls Royce del magnate chino, y también el perfil del dueño a través de las floreadas cortinillas del automóvil. Kruzi desapareció entre el gentío y los equipajes.

Yo me instalé en el hotel Der Nederlanden. Me preparaba para el almuerzo cuando vi entrar a Kruzi.

Se echó en mis brazos, sofocada por el llanto.

—Me expulsan de aquí. Debo partir mañana.

—Pero ¿quiénes te expulsan, por qué te expulsan? Me contó entrecortadamente su descalabro.

Estaba a punto de subir al Rolls Royce cuando los agentes de inmigración la detuvieron para someterla a un interrogatorio brutal. Tuvo que confesarlo todo. Las autoridades holandesas consideraron un grave delito que ella pudiera vivir en concubinato con un chino. La pusieron finalmente en libertad, con la promesa de no visitar a su galán y con la otra promesa de embarcarse al día siguiente, en el mismo barco en que había llegado y que regresaba a Occidente.

Lo que más la hería era haber decepcionado a aquel hombre que la esperaba, sentimiento al que seguramente no era ajeno el imponente Rolls Royce. Sin embargo, Kruzi en el fondo era una sentimental.

En sus lágrimas había mucho más que interés frustrado: se sentía humillada y ofendida.

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