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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (35 page)

Ai Ching, como Ho Chi Minh, eran poetas de la vieja cepa oriental, formados entre la dureza colonial del Oriente y una difícil existencia en París. Saliendo de las prisiones, estos poetas de voz dulce y natural se convirtieron fuera de su país en estudiantes pobres o mozos de restaurant. Mantuvieron su confianza en la revolución. Suavísimos en poesía y férreos en política, retomaron a tiempo para cumplir sus destinos.

En Kun Ming los árboles de los parques habían sido tratados con cirugía estética. Todos tomaban formas extranaturales y a veces se distinguía una amputación cubierta con barro o una rama retorcida todavía vendada como un brazo herido. Nos llevaron a ver al jardinero, el genio maligno que reinaba sobre tan extraño jardín. Gruesos y viejos abetos no habían crecido más allá de treinta centímetros e incluso vimos naranjos enanos cubiertos de naranjas diminutas como dorados granos de arroz.

También fuimos a visitar un bosque de piedras bizarras. Cada roca se alargaba como monolítica aguja o se encrespaba como ola de un mar inmóvil. Supimos que este gusto por piedras de forma extraña venía desde siglos. Muchas grandes rocas de aspecto enigmático decoran las plazas de las viejas ciudades. Los gobernadores de antaño, cuando querían ofrendar su mejor regalo al emperador, le enviaban algunas de esas piedras colosales. Los presentes tardaban años en llegar a Pekín, empujando sus volúmenes durante miles de kilómetros por decenas de esclavos.

A mí, China no me parece enigmática. Por el contrario, aun dentro del formidable ímpetu revolucionario, la veo como un país ya construido milenariamente y siempre estatuyéndose, estratificándose. Inmensa pagoda, entran y salen de su antigua estructura los hombres y los mitos, los guerreros, los campesinos y los dioses. Nada espontáneo existe: ni la sonrisa. En vano busca uno por todas partes los pequeños y toscos objetos del arte Popular, ese arte hecho con errores de perspectiva que tantas veces toca los límites del prodigio. Las muñecas chinas, las cerámicas, las piedras y las maderas labradas, reproducen modelos milenarios. Todo tiene el signo de una perfección repetida.

Mi mayor sorpresa la tuve cuando encontré en el mercado de una aldea unas pequeñas jaulas para cigarras hechas de delgado bambú. Eran maravillosas porque en su precisión arquitectónica superponían una habitación a otra, cada una con su cigarra cautiva, hasta formar castillos de casi un metro de altura. Me pareció, mirando los nudos que ataban los bambúes y el color verde tierno de los tallos, que surgía resurrecta la mano popular, la inocencia que puede hacer milagros. Al advertir mi admiración, los campesinos no quisieron venderme aquel castillo sonoro. Me lo regalaron. De ese modo el canto ritual de las cigarras me acompañó por semanas, muy adentro, por las tierras chinas. Sólo en mi infancia recuerdo haber recibido regalos tan memorables y silvestres.

Iniciamos el viaje en un barco que lleva mil pasajeros, a lo largo del río Yang Tse. Son campesinos, obreros, pescadores, una multitud vital. Por varios días, en dirección a Nan King, recorremos el río anchuroso, lleno de embarcaciones y trabajos, cruzado y surcado por miles de vidas, de preocupaciones y de sueños. Este río es la calle central de China. Anchísimo y tranquilo, el Yang Tse se adelgaza a veces y a duras penas logra pasar el barco entre sus titánicas gargantas. A cada lado las altísimas paredes de piedra parecen tocarse en las alturas, en donde se divisa de cuando en cuando una nubecilla en el cielo, dibujada con la maestría de un pincel oriental, o surge una pequeña habitación humana entre las cicatrices de la piedra. Pocos paisajes hay en la tierra de tan abrumadora belleza. Tal vez puedan comparársele los violentos desfiladeros del Cáucaso o nuestros solitarios y solemnes canales magallánicos.

En cinco años que he estado lejos de China observo una transformación visible que se va confirmando a medida que me interno de nuevo en el país.

Al principio me doy cuenta de una manera confusa. ¿Qué noto, qué ha cambiado en las calles, en las gentes? Ah, echo de menos el color azul. Hace cinco años visité en esta misma estación del año las calles de China, siempre repletas, siempre palpitantes de vidas humanas. Pero entonces todos iban vestidos de azul proletario, una especie de sarga o mezclilla obrera. Hombres, mujeres y niños iban así. A mí me agradaba esta simplificación del traje, con sus diferentes gradaciones de azul. Era hermoso ver las innumerables manchas de azul cruzando calles y caminos.

Ahora esto ha cambiado. ¿Qué ha pasado?

Simplemente que la industria textil de estos cinco años ha crecido hasta poder vestir con todos los colores, con todos los floreados, con todas las lisas y puntitos, con todas las variaciones de la seda, a millones de chinas; y hasta permitir también a millones de chinos el uso de otros colores y de mejores telas.

Ahora las calles son el arcoiris delicado del refinado gusto de China, esta raza que no sabe hacer nada feo, este país donde la sandalia más primitiva parece una flor de paja.

Navegando por el río Yang Tse me di cuenta de la fidelidad de las viejas pinturas chinas. Allí, en lo alto de los desfiladeros,~ un pino retorcido como una pagoda minúscula me trajo a la mente de inmediato las viejas estampas imaginarias. Pocos sitios más irreales, más fantásticos y sorprendentes hay como estos desfiladeros del gran río que se elevan a alturas increíbles y que en cualquier fisura de la roca muestran la antigua huella humana del pueblo prodigioso: cinco o seis metros de verdura recién plantada o un templete de cinco techos para contemplar y meditar. Más allá nos parece ver, en la altura de los calvos roqueríos, las túnicas o el vapor de los antiguos mitos; son tan sólo las nubes y algún vuelo de pájaros que ya fue muchas veces pintado por los más antiguos y sabios miniaturistas de la tierra. Una profunda poesía se desprende de esta naturaleza grandiosa; una poesía breve y desnuda como el vuelo de un ave o como el relámpago plateado del agua que fluye casi inmóvil entre los muros de piedra.

Pero, lo definitivamente extraordinario en este paisaje, es ver al hombre trabajando en pequeños rectángulos, en algún lunar verde entre las rocas. A inmensa altura, en el tope de los muros verticales, en donde hay un repliegue que guarde un poco de tierra vegetal, allí hay un hombre chino cultivándolo. La madre tierra china es ancha y dura. Ella ha disciplinado y dado forma al hombre, transformándolo en un instrumento de labor, incansable, sutil y tenaz. Esa combinación de vasta tierra, extraordinario trabajo humano, y eliminación gradual de todas las injusticias, hará florecer la bella, extensa y profunda humanidad china.

Durante toda la travesía del Yang Tse, Jorge Amado me pareció nervioso y melancólico. Innumerables aspectos de la vida en el barco le molestaban a él y a Zelia, su compañera Pero Zelia tiene un humor sereno que le permite pasar por el fuego sin quemarse.

Uno de los motivos era que nosotros veníamos a ser involuntariamente privilegiados en la navegación. Con nuestros camarotes especiales y nuestro comedor exclusivo nos sentíamos mal, en medio de centenares de chinos que se amontonaban por todas partes de la embarcación. El novelista brasileño me miraba con ojos sarcásticos y dejaba caer alguno de sus comentarios graciosos y crueles.

La verdad es que las revelaciones sobre la época staliniana habían quebrantado algún resorte en el fondo de Jorge Amado. Somos viejos amigos, hemos compartido años de destierro, siempre nos habíamos identificado en una convicción y en una esperanza comunes. Pero yo creo haber sido un sectario de menor cuantía; mi naturaleza misma y el temperamento de mi propio país me inclinaban a un entendimiento con los demás. Jorge, por el contrario, había sido siempre rígido. Su maestro, Luis Carlos Prestes, pasó cerca de quince años de su vida encarcelado. Son cosas que no se pueden olvidar, que endurecen el alma. Yo justificaba ante mí mismo, sin compartirlo, el sectarismo de Jorge.

El informe del XX Congreso fue una marejada que nos empujó, a todos los revolucionarios, hacia situaciones y conclusiones nuevas. Algunos sentimos nacer, de la angustia engendrada por aquellas duras revelaciones, el sentimiento de que nacíamos de nuevo. Renacíamos limpios de tinieblas y del terror, dispuestos a continuar el camino con la verdad en la mano.

Jorge, en cambio, parece haber comenzado allí, a bordo de aquella nave, entre los desfiladeros fabulosos del río Yang Tse, una etapa distinta de su vida. Desde entonces se quedó más tranquilo, fue mucho más sobrio en sus actitudes y en sus declaraciones. No creo que perdiera su fe revolucionaria, pero se reconcentró más en su obra y le quitó a ésta el carácter político directo que penúltimamente la caracterizó. Como si se destapara el epicúreo que hay en él, se lanzó a escribir sus mejores libros, empezando por Gabriela, clavo y canela, obra maestra desbordante de sensualidad y alegría.

El poeta Ai Ching era el jefe de la delegación que nos guiaba. Cada noche comíamos Jorge Amado, Zelia, Matilde, Ai Ching y yo en una cámara separada. La mesa se cubría de legumbres doradas y verdes, pescados agridulces, patos y pollos guisados de rara manera, siempre deliciosa. Después de varios días aquella comida exótica se nos atragantaba por mucho que nos gustara. Hallamos una ocasión de liberarnos por una vez de tan sabrosos manjares, pero nuestra iniciativa tuvo un camino difícil. Se nos fue torciendo más y más como una rama de aquellos árboles torturados.

Sucedió que tocaba mi cumpleaños por esos días. Matilde y Zelia proyectaron festejarme con una comida occidental que variara nuestro régimen. Se trataba de un humildísimo agasajo: preparar un pollo, asado a nuestra manera y acompañado por una ensalada de tomates y cebollas a la chilena. Las mujeres hicieron gran misterio de esta sorpresa. Se dirigieron confidencialmente a nuestro buen hermano Ai Ching. El poeta les respondió, un poco inquieto, que debía reunirse con los otros de la comitiva para responder.

La resolución fue sorprendente. Todo el país pasaba por una ola de austeridad; Mao Tse Tung había renunciado a su festejo de cumpleaños. ¿Cómo se podía festejar el mío frente a tan severos precedentes? Zelia y Matilde replicaron que se trataba de todo lo contrario: queríamos sustituir aquella mesa cubierta de manjares (en la cual había pollos, patos, pescados, que quedaba intactos) por un solo pollo, un modestísimo pollo, pero asado al horno de acuerdo con nuestro estilo. Una nueva reunión de Ai Ching con el invisible comité que dirigía la austeridad respondió al día siguiente que no existía horno en el navío en que viajábamos. Zelia y Matilde, que habían hablado ya con el cocinero, le dijeron a Ai Ching que estaban equivocados, que un magnífico horno se calentaba en espera de nuestro posible pollo. Ai Ching entrecerró los ojos y perdió su mirada en la corriente del Yang Tse.

Aquel 12 de julio, fecha de mi aniversario, tuvimos en la mesa nuestro pollo asado, premio dorado de aquel debate. Un par de tomates, con cebolla picada, relucían en una pequeña bandeja. Más allá se extendía la gran mesa, engalanada como todos los días con fuentes fulgurantes de rica comida china.

Yo había pasado en 1928 por Hong Kong y Shangai. Aquélla era una China férreamente colonizada; un paraíso de tabúres, de fumadores de opio, de prostíbulos, de asaltantes nocturnos, de falsas duquesas rusas, de piratas del mar y de la tierra. Frente a los grandes institutos bancarios de aquellas grandes ciudades, la presencia de ocho o nueve acorazados grises revelaba la inseguridad y el miedo, la extorsión colonial, la agonía de un mundo que comenzaba a oler a muerto. Las banderas de muchos países, autorizadas por cónsules indignos, flameaban sobre barcos corsarios de malhechores chinos y malayos. Los burdeles dependían de compañías internacionales. Ya he contado en otro sitio de estas memorias cómo me asaltaron una vez y me dejaron sin ropa, sin dinero y sin papeles, abandonado en una calle china.

Todos estos recuerdos regresaron a mi cabeza cuando llegué a la China de la revolución. Este era un nuevo país, asombroso por su limpieza ética. Los defectos, los pequeños conflictos y las incomprensiones, mucho de lo que cuento, son circunstancias minúsculas. Mi impresión dominante ha sido la de contemplar un cambio victorioso en la tierra extensa de la más vieja cultura del mundo. Por todas partes se iniciaban incontables experimentaciones. La agricultura feudal iba a cambiar. La atmósfera moral era transparente como después del paso de un ciclón.

Lo que me ha distanciado del proceso chino no ha sido Mao Tse Tung, sino el inametunismo. Es decir, el maoestalinismo, la repetición del culto a una deidad socialista. ¿Quién puede negarle a Mao la personalidad política de gran organizador, de gran liberador de un pueblo? ¿Cómo podría escapar yo al influjo de su aureola épica, de su simplicidad tan poética, tan melancólica y tan antigua?

Pero durante mi viaje vi cómo centenares de pobres campesinos que volvían de sus labores, se prosternaban antes de dejar sus herramientas, para saludar el retrato del modesto guerrillero de Yunan, ahora transformado en dios. Yo vi cómo centenares de seres agitaban en sus manos un librito rojo, panacea universal para vencer en el ping-pong, curar la apendicitis y resolver los problemas políticos. La adulación fluye de cada boca y de cada día, de cada diario y de cada revista, de cada cuaderno y de cada libro, de cada almanaque y de cada teatro, de cada escultura y de cada pintura.

Yo había aportado mi dosis de culto a la personalidad, en el caso de Stalin. Pero en aquellos tiempos Stalin se nos aparecía como el vencedor avasallante de los ejércitos de Hitler, como el salvador del humanismo mundial. La degeneración de su personalidad fue un proceso misterioso, hasta ahora enigmático para muchos de nosotros.

Y ahora aquí, a plena luz, en el inmenso espacio terrestre y celeste de la nueva China, se implantaba de nuevo ante mi vista la sustitución de un hombre por un mito. Un mito destinado a monopolizar la conciencia revolucionaria, a recluir en un solo puño la creación de un mundo que será de todos. No me fue posible tragarme, por segunda vez, esa píldora amarga.

En Chung King mis amigos chinos me llevaron al puente de la ciudad. Yo he amado los puentes toda mi vida. Mi padre, ferroviario, me inspiró gran respeto por ellos. Nunca los llamaba puentes. Hubiera sido profanarlos. Los llamaba obras de arte, calificativo que no le concedía a las pinturas, ni a las esculturas, ni por supuesto a mis poemas. Sólo a los puentes. Mi padre me llevó muchas veces a contemplar el maravilloso viaducto del Malleco, en el sur de Chile. Hasta ahora había pensado que el puente más hermoso del mundo era aquél, tendido entre el verde austral de las montañas, alto y delgado y puro, como un violín de acero con sus cuerdas tensas, preparadas para que las toque el viento de Collipulli. El inmenso puente que cruza el río Yang Tse es otra cosa. Es la más grandiosa obra de la ingeniería china, realizada con la participación de los ingenieros soviéticos. Y es, además, el final de una lucha secular. La ciudad de Chung King estaba dividida desde hace siglos por el río, una incomunicación que entrañaba atraso, lentitud y aislamiento.

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