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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (34 page)

Preso en Buenos Aires

Al cabo de ese tiempo fui invitado a un congreso de la paz que se reunía en Colombo, en la isla de Ceilán donde viví hace tantos años. Estábamos en abril de 1957.

Encontrarse con la policía secreta no parece peligroso, pero si se trata de la policía secreta argentina el encuentro toma otro carácter, no desprovisto de humor aunque imprevisible en sus consecuencias. Aquella noche, recién llegado de Chile, dispuesto a proseguir mi viaje hacia los más lejanos países, me acosté fatigado. Apenas empezaba a dormitar cuando irrumpieron en la casa varios policías. Todo lo registraron con lentitud; recogían libros y revistas; trajinaban los roperos; se metían con la ropa interior. Ya se habían llevado al amigo argentino que me hospedaba cuando me descubrieron en el fondo de la casa, que era donde quedaba mi habitación.

—¿Quién es este señor? —preguntaron.

—Me llamo Pablo Neruda —respondí.

—¿Está enfermo? —interrogaron a mi mujer.

—Sí, está enfermo y muy cansado del viaje. Llegamos hoy y tomaremos mañana un avión hacia Europa.

—Muy bien, muy bien —dijeron—, y salieron de la pieza.

Volvieron una hora después, provistos de una ambulancia. Matilde protestaba, pero esto no alteró las cosas. Ellos tenían instrucciones. Debían llevarme cansado o fresco, sano o enfermo, vivo o muerto.

Llovía aquella noche. Gruesas gotas caían del cielo espeso de Buenos Aires. Yo me sentía confundido. Ya había caído Perón. El general Aramburu, en nombre de la democracia, había echado abajo la tiranía. Sin embargo, sin saber cómo ni cuándo, por qué ni dónde, si por esto o por lo otro, si por nada o si por todo, agotado y enfermo, yo iba preso. La camilla en que me bajaban entre cuatro policías se convertía en un serio problema al descender escaleras, entrar en ascensores, atravesar pasillos. Los cuatro palanquineros sufrían y resoplaban. Matilde, para acentuarles el sufrimiento, les había dicho con voz meliflua que yo pesaba 110 kilos. —Y en verdad los representaba— con suéter y abrigo, tapado con frazadas hasta la cabeza. Lucía como una mole, como el volcán Osorno, sobre aquella camilla que brindaba la democracia argentina. Yo pensaba, y eso me hacía sentir mejor de mis síntomas de flebitis, que no eran aquellos pobres diablos que me conducían los que sudaban y pujaban bajo mi peso sino que era el mismísimo general Aramburu quien cargaba mi camilla.

Fui recibido por la rutina carcelaria, la catalogación del prisionero y la requisa de sus objetos personales. No me dejaron retener la sabrosa novela policial que llevaba para no aburrirme. La verdad es que no tuve tiempo de aburrirme. Se abrían y se cerraban rejas. La camilla cruzaba patios y portales de hierro, se internaba más y más profundamente, entre ruidos y cerrojos. De pronto me encontré en medio de una multitud. Eran los otros presos de la noche, más de dos mil. Yo iba incomunicado; nadie podía acercárseme. Sin embargo, no faltó la mano que estrechó la mía bajo las mantas, ni el soldado que dejó a un lado el fusil y me tendió un papel para que le firmara un autógrafo.

Al cabo me depositaron arriba, en la celda más lejana, con una ventanita muy alta. Yo quería descansar, dormir, dormir, dormir. No lo logré porque ya había amanecido y los presos argentinos hacían un ruido ensordecedor, un vocerío estruendoso, como si estuvieran presenciando un partido entre River y Boca.

Algunas horas después ya había funcionado la solidaridad de escritores y amigos, en Argentina, en Chile, en varios países más. Me bajaron de la celda, me llevaron a la enfermería, me devolvieron las prendas, me pusieron en libertad. Ya estaba por abandonar la penitenciaría cuando se me acercó uno de los guardias uniformados y me puso en las manos una página de papel. Era un poema que me dedicaba, escrito en versos primitivos, llenos de desaliño e inocencia como un objeto popular. Creo que pocos Poetas han logrado recibir un homenaje poético del ser humano que le pusieron para que lo custodiara.

Poesía y policía

Una vez en Isla Negra nos dijo la muchacha: «Señora, don Pablo, estoy encinta». Luego tuvo un niño. Nunca supimos quién era el padre. A ella no le importaba. Lo que sí le importaba era que Matilde y yo fuéramos padrinos de la criatura. Pero no se pudo. No pudimos. La iglesia más cercana está en El Tabo, un pueblecito sonriente donde le ponemos bencina a la camioneta. El cura se erizó como un puerco espín. «¿Un padrino comunista? Jamás. Neruda no entrará por esa puerta ni aunque lleve en sus brazos a tu niño». La muchacha volvió a sus escobas en la casa, cabizbaja. No comprendía.

En otra ocasión vi sufrir a don Asterio. Es un viejo relojero. Ya tiene muchos años; es el mejor cronometrista de Valparaíso. Compone todos los cronómetros de la Armada. Su mujer se moría. Su vieja compañera. Cincuenta años de matrimonio. Pensé que debía escribir algo sobre él. Algo que lo consolara un poco en tan grande aflicción. Que pudiera leerlo a su esposa agonizante. Así lo pensé. No sé si tenía razón. Escribí el poema. Puse en él mi admiración y mi emoción por el artesano y su artesanía. Por aquella vida tan pura entre todos los tic-tacs de los viejos relojes. Sarita Vial lo llevó al periódico. Se llama La Unión este periódico. Lo dirigía un señor Pascal. El señor Pascal es sacerdote. No quiso publicarlo. No se publicaría el poema. Neruda, su autor, es un comunista excomulgado. No quiso. Se murió la señora. La vieja compañera de don Asterio. El sacerdote no publicó el poema.

Yo quiero vivir en un mundo sin excomulgados. No excomulgaré a nadie. No le diría mañana a ese sacerdote: «No puede usted bautizar a nadie porque es anticomunista». No le diría al otro: «No publicaré su poema, su creación, porque usted es anticomunista». Quiero vivir en un mundo en que los seres sean solamente humanos, sin más títulos que ése, sin darse en la cabeza con una regla, con una palabra, con una etiqueta. Quiero que se pueda entrar a todas las iglesias, a todas las imprentas. Quiero que no esperen a nadie nunca más a la puerta de la alcaldía para detenerlo y expulsarlo. Quiero que todos entren y salgan del' Palacio Municipal, sonrientes. No quiero que nadie escape en, góndola, que nadie sea perseguido en motocicleta. Quiero que la gran mayoría, la única mayoría, todos, puedan hablar, leer, escuchar, florecer. No entendí nunca la lucha sino para que ésta termine. No entendí nunca el rigor, sino para que el rigor no exista. He tomado un camino porque creo que ese camino nos lleva a todos a esa amabilidad duradera. Lucho por esa bondad ubicua, extensa, inexhaustible. De tantos encuentros entre mi poesía y la policía, de todos estos episodios y de otros que no contaré por repetidos, y de otros que a mí no me pasaron, sino a muchos que ya no podrán contarlo, me queda sin embargo una fe absoluta en el destino humano, una convicción cada vez más consciente de que nos acercamos a una gran ternura. Escribo conociendo que sobre nuestras cabezas, sobre todas las cabezas, existe el peligro de la bomba, de la catástrofe nuclear que no dejaría nadie ni nada sobre la tierra. Pues bien, esto no altera mi esperanza. En este minuto crítico, en este parpadeo de agonía, sabemos que entrará la luz definitiva por los ojos entreabiertos. Nos entenderemos todos. Progresaremos juntos. Y esta esperanza es irrevocable.

Ceilán Reencontrado

Una causa universal, la lucha contra la muerte atómica, me hacía volver de nuevo a Colombo. Atravesamos la Unión Soviética, rumbo a la India, en el TU-104, el maravilloso avión a chorro que se desplazaba especialmente para transportar nuestra vasta delegación. Sólo nos detuvimos en Tashkent, cerca de Sainarkanda. En dos jornadas el avión nos dejaría en el corazón de la India.

Volábamos a 10 000 metros de altura. Para cruzar los montes Himalaya el gigantesco pájaro se elevó aún más arriba, cerca de los 15 000 metros. Desde tan alto se divisa un paisaje casi inmóvil. Aparecen las primeras barreras, contrafuertes azules y blancos de las cordilleras himalayas. Por ahí andará el imponente hombre de las nieves en su soledad espantosa. Después, a la izquierda, se destaca la masa del monte Everest como un pequeño accidente más entre las diademas de nieve. El sol da plenamente sobre el paisaje extraño; su luz recorta los perfiles, las rocas dentadas, el dominante poderío del silencio nevado.

Evoco los Andes americanos que atravesé tantas veces. Aquí no predomina aquel desorden, aquella furia ciclópea, aquel desierto colérico de nuestras cordilleras. Estas montañas asiáticas me lucen más clásicas, más ordenadas. Sus cúpulas de nieve tallan monasterios o pagodas en el vasto infinito. La soledad es más ancha. Las sombras no se alzan como muros de piedra terrible, sino se extienden como misteriosos parques azules de un monasterio colosal.

Me digo que voy respirando el aire más alto del mundo y contemplando desde arriba las mayores alturas de la tierra. Es una sensación única en la que se mezclan la claridad y el orgullo, la velocidad y la nieve.

Volamos hacia Ceilán. Ahora hemos descendido a escasa altura, sobre las tierras calientes de la India. Hemos dejado la nave soviética en Nueva Delhi para tomar este avión hindú. Sus alas crujen y se sacuden entre nubarrones violentos. En medio del vaivén mis pensamientos están en la isla florida. A los 22 años de edad viví en Ceilán una existencia solitaria y escribí allí mi poesía más amarga rodeado por la naturaleza del paraíso.

Regreso mucho tiempo después, a esta impresionante reunión de paz, a la que se ha adherido el gobierno del país. Advierto la presencia de numerosos y a veces centenares de monjes budistas, agrupados, vestidos con sus túnicas color de azafrán, sumidos en la seriedad y la meditación que caracteriza a los discípulos de Buda. Al luchar contra la guerra, la destrucción y la muerte, estos sacerdotes afirman los antiguos sentimientos de paz y armonía que predicara el príncipe Sidartha Gautama, llamado también Buda. Qué lejos —pienso— de asumir esta conducta está la Iglesia de nuestros países americanos, iglesia de tipo español, oficial y beligerante. Qué reconfortante sería para los verdaderos cristianos ver que los sacerdotes católicos, desde sus púlpitos, combatieran el crimen más grave y más terrorífico: el de la muerte atómica, que asesina a millones de inocentes y deja para siempre sus máculas biológicas en la estirpe del hombre.

Me fui al tanteo por las callejuelas en busca de la casa en que viví, en el suburbio de Wellawatha. Me costó dar con ella. Los árboles habían crecido; el rostro de la calle había cambiado.

La vieja estancia donde escribí dolorosos versos iba a ser muy pronto demolida. Estaban carcomidas sus puertas, la humedad del trópico había dañado sus muros, pero me había esperado en pie para este último minuto de la despedida.

No encontré a ninguno de mis viejos amigos. Sin embargo, la isla volvió a llamar en mi corazón, con su cortante sonido, con su destello inmenso. El mar seguía cantando el mismo antiguo canto bajo las palmeras, contra los arrecifes. Volví a recorrer las rutas de la selva, volví a ver los elefantes de paso majestuoso cubriendo los senderos, volví a sentir la embriaguez de los perfumes exasperantes el rumor del crecimiento y la vida de la selva. Llegué hasta la roca Sigiriya en donde un rey loco se construyó una fortaleza. Reverencié como ayer las inmensas estatuas de Buda a cuya sombra caminan los hombres como pequeños insectos.

Y me alejé de nuevo, seguro ahora de que esta vez sería para nunca más volver.

Segunda visita a China

Desde este congreso de la paz en Colombo volamos a través de la India con Jorge Amado y Zelia, su mujer. Los aviones hindúes viajaban siempre repletos de pasajeros enturbantados, llenos de colores y canastos. Parecía imposible meter tanta gente en un avión. Una multitud descendía en el primer aeropuerto y otra muchedumbre ingresaba en su lugar. Nosotros debíamos seguir hasta más allá de Madrás, hacia Calcuta. El avión se estremecía bajo las tempestades tropicales. Una noche diurna, más oscura que la nocturna, nos envolvía de repente, y nos abandonaba para dar sitio a un cielo deslumbrante. De nuevo el avión se tambaleaba; rayos y centellas aclaraban la oscuridad instantánea. Yo miraba cómo la cara de Jorge Amado pasaba del blanco al amarillo y del amarillo al verde. Mientras tanto él veía en mi cara la misma mutación de colores producida por el miedo que nos agarrotaba. Comenzó a llover dentro del avión. El agua se colaba por gruesas goteras que me recordaban a mi casa de Temuco, en invierno. Pero estas goteras no me hacían ninguna gracia a 10 000 metros de altura. Lo gracioso, sí, fue un monje que venía detrás de nosotros. Abrió un paraguas y continuó leyendo, con serenidad oriental, sus textos de antigua sabiduría.

Llegamos sin accidentes a Rangoon, en Birmania. Se cumplían en esos días treinta años de mi residencia en la tierra, de mi residencia en Birmania, durante la cual, estrictamente desconocido, escribí mis versos. Justamente en 1927, teniendo yo 23 años, desembarqué en este mismo Rangoon. Era un territorio delirante de color, impenetrable de idiomas, tórrido y fascinante. La colonia era explotada y agobiada por sus gobernantes ingleses, pero la ciudad era limpia y luminosa, las calles resplandecían de vida, las vitrinas ostentaban sus coloniales tentaciones.

Esta de ahora era una ciudad semivacía, con vitrinas desprovistas de todo, con la inmundicia acumulada en las calles. Es que la lucha de los pueblos por su independencia no es un camino fácil. Después del estallido de las armas, de las banderas de liberación, hay que abrirse paso por entre dificultades y tormentas. Hasta ahora yo no conozco la historia de Birmania independiente, tan enclaustrada como está junto al poderoso río Irrawadhy, y al pie de sus pagodas de oro, pero pude adivinar —más allá de la basura de las callesy de la tristeza ondulante— todos esos dramas que sacuden a las nuevas repúblicas. Es como si el pasado las continuara oprimiendo.

Ni sombra de Josie Bliss, mi perseguidora, mi heroína del «Tango del viudo». Nadie me supo dar idea de su vida o de su muerte. Ya ni siquiera existía el barrio donde vivimos juntos.

Volamos ahora desde Birmania cruzando las estribaciones montañosas que la separan de China. Es un paisaje austero, de idílica serenidad. Desde Mandalay el avión se elevó sobre los arrozales, sobre las barrocas pagodas, sobre millones de palmeras, sobre la guerra fratricida de los birmanos, y entró en la calma severa, lineal del paisaje chino.

En Kun Ming, la primera ciudad china tras la frontera, nos esperaba mi viejo amigo, el poeta Ai Ching. Su ancho rostro moreno, sus grandes ojos llenos de picardía y bondad, su inteligencia despierta, eran otra vez un adelanto de alegría para tan largo viaje.

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