Se incorporó en la cama y se frotó los ojos. Giró la cabeza a un lado y el otro. Tenía un agudo dolor en la nuca y mal sabor en la boca, mezcla del tabaco y el alcohol de la noche anterior. Sentía el pelo grasoso y la piel transpirada.
Miró al costado; Cloé, desnuda, dormía plácidamente a su lado. Le pasó los dedos por la espalda, pero no consiguió despertarla. Sólo se movió un poco entre las sábanas, murmuró unas palabras ininteligibles y siguió durmiendo, respirando ruidosamente. Juan Cruz sonrió.
En ese momento se decidió. Era hora de regresar.
¿Jamás terminaría de descubrir pequeños Eliseos en La Candelaria?, se preguntaba Fiona. Todos los días aparecían ante su vista paisajes increíbles. Aquel lugar, lleno de hermosura y magnificencia, era como una caja de Pandora.
La fuente de las macetas. Así la había bautizado Fiona. Era una alberca rectangular, de dos metros de ancho y varios de largo, llena de nenúfares; largos chorros de agua rompían el espejo de la superficie acuática y movían las hojas que flotaban a su alrededor. En su orilla, revestida de mármol blanco, se encontraban las macetas; simples, de terracota, eran tantas y albergaban flores tan hermosas que no pudo ponerle otro nombre más que ése, "la fuente de las macetas". Al costado, crecían cipreses altos, agapantos, y plantas de las más variadas que Fiona jamás había oído siquiera mencionar.
Instaló su atril en uno de los extremos de la alberca y, desde allí, se dispuso a dibujarla en perspectiva. No era tan buena con la pintura como con el piano, pero a ella le encantaba y eso era lo único que contaba.
Era muy temprano, apenas las ocho. Candelaria había partido presurosa a la cremería después de desayunar. Cada día parecía más entusiasmada con la empresa, y hasta se le había ocurrido que podrían vender algunos de los productos en almacenes de Buenos Aires. A Fiona le había parecido una idea fantástica. Pero, a pesar de todo, esa mañana no tenía ganas de trabajar. Tomó el atril, una gran hoja de papel duro, unos lápices de carbonilla, y se dirigió en el coche hasta la fuente.
El sol iba a pegar duro ese día. Así lo pregonaban las chicharras en los espinillos, con un sonido monótono, algo cansador, que al cabo de un buen rato se mimetizaba con la paz del lugar. Los pájaros cantaban y las mariposas revoloteaban sobre las flores en las macetas. Deseó que permanecieran un buen rato posadas en una flor, así podría dibujarlas.
Empezó a mover la mano sobre el papel y el lápiz se deslizó con suavidad, dejando un rastro negro en su camino. No sería fácil pero lo conseguiría; había decidido que después lo colorearía con acuarelas y se lo regalaría a Catusha. Luciría hermoso en la sala de su cabaña.
Hacía más de dos horas que se empeñaba sobre el atril y el esfuerzo parecía estar dando sus frutos. Las primeras líneas, imprecisas y sin demasiada lógica, habían comenzado a transformarse en una alberca llena de macetas en su orilla y con altos cipreses a su alrededor. Estaba más que concentrada; ni el sol, que daba de lleno en sus ojos y la obligaba a fruncir el entrecejo, parecía perturbarla. Tampoco escuchó los cascos de un caballo que se acercaba. Sólo cuando la sombra imponente del animal se proyectó sobre el papel, Fiona se volvió, intrigada.
—¡Señor de Silva! —exclamó.
La había tomado tan de sorpresa que no supo qué más decir. Se quedó mirándolo como una tonta, entre embobada y confusa.
Con las riendas aún en alto, Juan Cruz trataba de controlar a su padrillo, que se movía impaciente de un lado al otro, soltando fuertes resoplidos.
De Silva lucía irresistible esa mañana. Vestía pantalones de género azul oscuro, y un
cavour
claro que se ajustaba a su cuerpo y dejaba ver la blancura de las mangas de su camisa de batista. Pero nada de eso la atrajo tanto como el pañuelo rojo que Juan Cruz llevaba en la cabeza atado "a la corsario" que le sujetaba el pelo, despejándole el rostro. Su mirada la anonadó.
El hombre no dijo una palabra. Sólo la fulminó con sus ojos oscuros antes de espolear a su caballo y reanudar la marcha.
Fiona no pudo retomar la tarea. Después de que de Silva se perdió en la llanura, trató de volver al dibujo sin demasiado éxito. La concentración de minutos atrás se había esfumado. Su mente aturdida daba vueltas y vueltas en torno a una sola certeza: él había regresado.
Por fin, sacó el papel del atril, lo plegó rápidamente y subió todas sus cosas al coche. Decidió regresar a la mansión para arreglarse un poco; tal vez de Silva almorzara con ellas.
Al llegar, pasó corriendo al lado de don Pietro Fidelio, el jardinero italiano que de Silva había contratado para que parquizara La Candelaria. El hombre la miró extrañado; estaba plantando unas hortensias al pie de la escalera y pensó que la dueña de casa se detendría a conversar con él sobre ello; siempre lo hacía. Pero no esta vez; simplemente le gritó "¡Buenos días, Pietro!", y comenzó el ascenso de los peldaños tan rápido como el vestido se lo permitía. El jardinero, luego de observarla unos instantes, se encogió de hombros y continuó con su tarea.
—¡María, ya llegó! —exclamó Fiona cuando entró precipitadamente en su habitación. La sirvienta dio media vuelta y se quedó mirándola.
—¿Quién, pues?
—Pues de Silva. ¿Quién va a ser si no?
—Ah... de Silva. Sí, ya sé, llegó esta mañana, justo después de que tú te fuiste.
—Y... ¿hablaste con él?
Fiona se le acercaba con pasos tímidos.
—¿Para qué querría él hablar conmigo, Fiona?
—Bueno, María, no lo sé. Podría ser que... bueno... que quisiera saber dónde estaba yo.
—A mí no me preguntó nada. —Volteó, y la escrutó fijamente—. Y, ¿por qué tanta ansiedad?
—¿Ansiedad? ¿Ansiedad, yo? Estás loca —replicó, y fue a dejarse caer en uno de los confidentes.
—A mí me parece que sí.
"Bendito sea San Antonio", dijo para sus adentros la mestiza.
—No, sólo deseo hablar con él por lo de la escuela y lo de la cremería.
—Ah, claro... La escuela y la cremería. Y, ¿qué deseas hablar con él sobre eso? Si es que puedo saberlo, por supuesto —se apresuró a agregar ante la dura mirada de la joven.
—Hay muchos peones que no dejan a sus hijos ir a la escuela por miedo a de Silva; lo mismo pasa con las mujeres. Deseo legitimar la situación. Eso es, legitimar la escuela y la cremería.
—Creo que deberías haberlo pensado antes. Presiento una catástrofe. Ya conseguiste que arrancara una puerta de la pared y que hiciera añicos una silla más que pesada. ¿Qué más quieres? ¿Que te mate?
Al escuchar esas palabras, Fiona sintió frío en todo el cuerpo.
—No, cómo voy a desear eso, María. ¿Qué estupideces dices?
—Entonces, Fiona, prométeme que te portarás bien de ahora en más. Que harás todo lo que se supone que una esposa debe hacer.
La criada se agachó y quedó casi en cuclillas frente a ella.
—Prométemelo. No quiero que te suceda nada malo.
—Pero, Maria...
La criada tomó entre las suyas las manos sudorosas y frías de Fiona y se las apretó con fuerza.
—¡Prométemelo!
Maria estaba asustada. En aquellos días en La Candelaria había escuchado las historias más increíbles acerca de de Silva y había maldecido una y mil veces a William Malone por haber entregado a Fiona a ese demonio. Pero el daño ya estaba hecho; ahora había que enfrentarlo.
—¡Está bien, Maria, está bien! Me comportaré como una niña buena —replicó Fiona con una sonrisa picara en los labios.
Maria no supo si Fiona había logrado interpretar el terror en sus ojos.
De Silva no almorzó con ellas. Fiona y Candelaria comieron solas, como desde hacía varias semanas. Fiona se moría por preguntar acerca de la llegada de Juan Cruz, pero se mordió la lengua y no dijo nada.
Después de almorzar, se aprestó para ir a la escuelita. No quiso que Eliseo la llevara porque ya había advertido que prefería quedarse entre los peones, haciendo las tareas del campo. En cierta forma, eso la reconfortó.
Llegó a la capilla y se encontró con los niños que la esperaban afuera. Los más grandes se acercaron al coche y la ayudaron a descender. Los más pequeños se peleaban por llevar sus cosas y las niñas se atropellaban por entregarle sus regalitos. Todo aquello la hacía sentirse bien.
Cada uno conocía su lugar en los bancos y ya no hacía falta reconvenirlos para que ingresaran como seres humanos y no como tropel de vacas. Después de todo, ésa también era la casa del Señor.
Unos de los mayores desplegó el atril y le colocó la pizarra encima, todavía con restos de tiza del día anterior. Rápidamente, Fiona pasó un trapo húmedo y lo borró todo. Sin tiempo que perder, comenzó con la clase. Escribió once frases cortas y simples en el pizarrón, una para cada alumno, e hizo que las leyeran, de a uno por vez. Las niñas eran las que más de prisa aprendían. Siempre dispuestas, y muy minuciosas, eran las mejores de la clase. Fiona lamentaba que los hombres las consideraran inferiores.
La puerta de la capilla se abrió de golpe, y los alumnos voltearon para ver quién era el intruso. Las niñas dieron un grito y corrieron despavoridas a cobijarse detrás de Fiona que, parada en el altar, se había quedado rígida como una estaca por lo inesperado de la irrupción. Los más pequeñitos imitaron a las niñas; los más grandes se apresuraron a ponerse de pie. Era el patrón.
De Silva comenzó a reír a carcajadas cuando divisó la cabecita negra de uno de los más chiquitos asomarse bajo la falda de Fiona, como si el pequeño se hubiera refugiado en una carpa. Todos lo miraron incrédulos. Cuando Fiona vio al niño, sus carcajadas no fueron menos sonoras que las de su esposo.
—Vamos, Chicha... Sal de ahí, vamos —ordenó Fiona—. ¿Por qué te escondes?
El niñito salió de su escondite, no muy convencido. De Silva, de pie junto a la puerta, los miraba con esos ojos que ellos tanto temían. Chicha se acercó al oído de su maestra.
—Es que está el patrón, señora —susurró.
Fiona le sonrió, y luego de acariciarle la mejilla sucia, indicó al resto que volvieran a sus lugares. Después, recorrió el trecho que la separaba de su esposo dispuesta a enfrentarlo.
—Señor de Silva...
—Está bien. Sólo quería confirmar con mis propios ojos algo que no podía creerle a Celedonio. —El tono de Juan Cruz era calmo. Luego, consciente de la ansiedad que embargaba a Fiona, agregó—: He dicho que está bien. Hablaremos esta noche, en la cena.
Y dándose la vuelta, abandonó la capilla. Por segunda vez en el día, Fiona lo vio desaparecer sobre el lomo de su caballo y se sintió mal.
Después de tomar un baño con sales, Fiona se acicaló especialmente. Le hizo ensayar a Maria varios peinados hasta que encontró el mejor: los mechones enmarcaban su rostro tomados en la coronilla, mientras el resto caía pesadamente, lleno de bucles que Fiona había desarmado pasándole los dedos entremedio.
—Así está mejor —dijo.
Estaba realmente bella. Al llegar al salón se sintió segura; su hermosura le daba seguridad. Juan Cruz quedó atónito al verla, pero lo disimuló.
Le separó la silla y permaneció unos instantes detrás de ella, inspirando los aromas que emanaban de su cuerpo. El vestido, encantador, era de blonda color lavanda y el chal, de cachemira marfil, estaba festoneado por guardas del mismo color. Un cinto de gro del mismo tono del traje, ancho, muy ancho, delineaba con gracia los contornos afinados y perfectos de su cintura. Sobre su falda dejaba caer un relicario de oro que colgaba de la hebilla del cinturón. Y ese extravagante peinado, no como el de todas las porteñas, con su raya al medio y esos dos rodetes sobre el rostro en forma de banana... Juan Cruz odiaba los peinetones. Por suerte, se dijo, Fiona nunca los usaba.
—¿Cómo te ha ido en tu viaje, Juan Cruz? —preguntó familiarmente Candelaria.
—Excelentemente bien. Cumplí viejos compromisos... —miró a Fiona de soslayo—, y cerré negocios muy convenientes.
Candelaria se asombró de que se mostrase tan locuaz con el tema de sus negocios; de todos modos, pensó, mejor sería no preguntar más.
—Dime, Fiona, ¿qué has hecho todos estos días?
El tono de su esposo era afable, pero a los oídos de la joven sonó hipócrita.
—¡Oh, Juan Cruz, tú no sabes todo lo... —Candelaria se interrumpió. La mirada furtiva y fría que de Silva le dedicó fue más que elocuente.
—Le he preguntado a ella, Candelaria.
—Bueno... No he hecho demasiado, señor... —se apresuró a replicar Fiona, sin demasiado énfasis. Toda su seguridad se había desmoronado con sólo escucharlo.
—Yo no lo creo así. Eso de la escuela y la cremería... —Giró la cabeza y fijó la mirada en la negra.
—¡Oh, no señor! No le diga nada a ella. Ha sido todo idea mía; ella sólo aceptó colaborar. Verá: hice una recorrida por las casas de los peones. Cuando me di cuenta de que los niños eran analfabetos y las mujeres poco sabían hacer, me tomé el atrevimiento...
—Ya lo creo que ha sido un atrevimiento —la cortó en seco Juan Cruz.
En aquel momento ingresó al salón una de las mestizas con la comida. Mientras ella servía el pavo, nadie abrió la boca. Fiona, que se llevó la copa nerviosamente a los labios, no podía evitar que sus piernas temblaran bajo la mesa. Candelaria, en cambio, no parecía demasiado preocupada.
—Has causado gran revuelo entre la peonada con esas ideas, Fiona —dijo por fin Juan Cruz, cuando la fámula se hubo retirado.
Lo que más estremecía a Fiona era el tono. Le parecía demasiado cordial. Se preguntaba si aquella no era la calma que predecía a las tormentas.
—Yo...
—Los has puesto muy nerviosos con todas esas ideas... —parecía buscar la palabra adecuada—...escandalosas, diría yo.
—¿Escandalosas?
Fiona lo miró a los ojos con impertinencia; en ese momento, la promesa que le había hecho a Maria horas atrás quedó en el olvido.
—Ellos no están acostumbrados a esas cosas y...
—Señor de Silva, con todo respeto —interrumpió Fiona—. ¿Qué tiene de escandaloso enseñar a leer y a escribir a un puñado de niños? ¿Qué tiene de escandaloso enseñar a fabricar quesos a un puñado de mujeres?
Fiona había alzado la voz. Había apoyado sus manos con fuerza sobre la mesa, y su rostro había enrojecido de furia contenida. "Muy bien, pensó en ese momento, ya he dicho lo que tenía que decir; si quiere estallar, que estalle." Pero volvió a equivocarse. En lugar de la tormenta sobrevino un profundo silencio durante el cual Juan Cruz le sostuvo intensamente la mirada.