Cuando volvió a mirar hacia el grupo de peones, las cuerdas de la guitarra ya no sonaban y el fuego se había extinguido.
Después de la noche en que Juan Cruz rompió la silla y la puerta de la habitación de su esposa, no se supo nada de él por varias semanas.
A la mañana siguiente, Fiona despertó de muy mal talante. Había pasado una noche terrible, dando vueltas en la cama sin poder cerrar los ojos siquiera un instante. El llanto y la angustia hacían que la noche pareciera más oscura aún. En algún momento oyó ruidos en la habitación de Juan Cruz. Un portazo, unos pasos; después, nada más.
A pesar de todo, a las seis y media estuvo en pie para no faltar a la cita del desayuno. No le desagradaba, en absoluto. Era un momento de fruición para ella; le gustaba observar a los capataces y a los peones que desfilaban uno a uno ante Juan Cruz, con la cabeza gacha, la boina de felpa entre las manos y los pies indecisos al traspasar el vano de la puerta, mientras ellos se deleitaban con el mejor café con leche y los manjares más exquisitos.
—¡Viva la Santa Federación! —les gritaba de Silva, sin darse vuelta. Su voz profunda y viril, que llenaba la habitación, le erizaba la piel.
—Celedonio, que ensillen mi caballo. Saldremos a preparar el rodeo, hay que separar el ganado para la feria —ordenaba, sin mirarlo.
—Sí, don Juan Cruz —respondía sumiso el capataz.
—Miranda, ¿ya está listo el ganado para la feria?
—Estamos con Pi...
—¿Está o no está?
—No, don Juan Cruz.
—Mejor que esté todo listo antes que termine este desayuno y vaya a los corrales. Ahora, sal de aquí.
—Sí, don Juan Cruz.
El dominio que tenía sobre esa gente era increíble; a pesar del temor que le tenían, el respeto que le profesaban era total. Fiona se sentía extrañamente orgullosa de eso.
A las siete, tal como su esposo se lo había ordenado, bajó las escaleras rumbo al comedor. Vestía un traje de seda verde Nilo con una bata de cotilla en gasa del mismo color que se ajustaba a su cuerpo delineándole las formas. Sabía que lo enardecería. Los contornos de sus facciones se destacaban mejor aún con el tocado: un solo rodete, algo raro para la época, que se levantaba sobre la coronilla, adornada con florcitas de seda. Los bucles, que le caían alrededor del cuello y sobre la espalda, se mecían al ritmo de sus pasos.
—Buenos días, Candelaria —saludó, con tono despreocupado. Le llamó la atención que Juan Cruz no hubiese llegado todavía; pero por mucho que le picase la curiosidad estaba decidida a no preguntar.
—Buenos días, señora de Silva —respondió fríamente la mujer.
Fiona se sentó en el sitio de siempre y advirtió que en el lugar de su esposo no había nada. Ni taza, ni plato, ni servilleta. Nada. ¿Habría desayunado ya? No preguntó.
Una de las sirvientas ingresó al salón con una cafetera de plata y le llenó la taza. Desayunaron en silencio. Ninguna de las dos dijo palabra y mantuvieron sus miradas desviadas para no enfrentarse la una con la otra. Fiona, por orgullo. Candelaria, por rabia.
Ese día, y los que siguieron, no resultaron tan desagradables para ella después de todo. Desde que llegara a la estancia casi nunca había salido; por eso, a partir de entonces, todas las tardes le pedía a Eliseo que le ensillara su caballo y, junto a él, salía a recorrerla. Era fastuosa, más de lo que ella se imaginara, más que las de su abuelo, que eran de las más importantes de la Confederación.
Eliseo estaba muy contento allí. Había pasado casi toda su vida en el campo, y ahora, por fin, estaba de vuelta en su querencia. Al nacer la niña Fiona y antes de que falleciera su madre, don Sean le pidió que se trasladara a la ciudad a vivir con ellos en la mansión de la calle Larga. En ese momento, con dos niñas en la casa, hacía falta más servicio. Aunque no dudó un minuto en acudir al pedido de su viejo patrón, lamentó tener que abandonar el puesto de capataz que ostentaba desde hacía años en una de las estancias más grandes de Malone. De todas formas, se encariñó tanto con Fiona que jamás volvió a pensar en regresar al campo. Ahora todo parecía haberse acomodado; estaba trabajando en una hacienda importante, junto a la niña Fiona y junto a María, su amante de muchos años. Después de todo, de Silva no era tan mal patrón. No era un tipo fácil, desde luego. Decía las cosas una vez y había que hacerlas tal y como él las había pedido. No se podía fallar; mejor, desaparecer. Lo había visto castigar duramente con su fusta a un peón por haber extraviado dos terneros del rodeo que más tarde fueron encontrados muertos, destrozados por alguna alimaña. El hombre, humillado y lleno de odio, había sacado su facón con la intención de herir a Juan Cruz, pero éste, con la velocidad de un rayo y la habilidad de los mejores, se lo arrebató de la mano sin que el peón se diera cuenta.
—Desaparece de mi vista antes de que te destripe con tu propio facón. No vuelvas a aparecer por aquí en tu vida. Hoy te la perdono, pero la próxima vez preferirás no haber nacido.
El hombre se fue de allí casi doblado por la vergüenza. El resto de la peonada no se atrevió a decir nada; la escena era un claro ejemplo de lo que su patrón era capaz de hacer cuando algo no era de su agrado.
A pesar de todo, don Juan Cruz le agradaba. Y le agradaba que se hubiese casado con la niña Fiona; ella necesitaba un poco de mano dura. Tal vez su abuelo y la niña Tricia la habían malcriado demasiado y ella ahora tenía que pagar las consecuencias. Eliseo sabía que su nuevo patrón lograría domarla.
—¿En que piensas? —preguntó Fiona.
—En usted, mi niña —contestó Eliseo con serenidad.
Fiona le sonrió. Después, volvió la mirada al paisaje, acomodándose un poco sobre la montura. Pasaron unos segundos antes de que volviera a preguntarle.
—¿Y qué cosa piensas de mí?
—Pienso en usted y en el patrón.
—¿En mí y en de Silva? —Sonrió con desprecio.
—Su esposo no es un mal hombre, mi niña —dijo Eliseo, ceñudo—. Es uno de los hombres más respetados de la Federación.
—Sí. Un hombre que necesita comprar a su esposa porque de otra forma no la conseguiría —replicó ella.
—Vamos, niña, usted jamás lo habría aceptado. Eso usted lo sabe. Él hizo lo que le pareció conveniente para tenerla a su lado.
Fiona observó atónita a su sirviente.
—Te has puesto de su parte...
Eliseo sonrió antes de contestar.
—¿Qué me dice, niña? Si usted sabe que yo le soy más fiel que un perro. Lo único que le digo es que el señor don Juan Cruz no es tan mal hombre. Tal vez debería darle una oportunidad.
Después de ese interludio, los dos volvieron a sumergirse en el verdor de La Candelaria y no cruzaron más palabras.
Una tarde, Fiona decidió visitar a los peones que vivían más cerca de la mansión. Sólo encontró en las casas a las esposas y a los niños, pues los hombres estaban desparramados a lo largo y ancho de La Candelaria haciendo su trabajo.
La recibieron orgullosos en sus hogares. Aunque humildes, Fiona pudo ver que nada les faltaba. Era evidente que no pasaban frío ni hambre.
No pudo dejar de preguntarse si habrían llegado a oídos de esa gente los rumores de sus escándalos con de Silva. Se sintió apenada, aunque el cariño con que la acogieron la ayudó a olvidar ese pensamiento.
Ninguno de los niños iba a la escuela y, como casi todas las madres eran analfabetas, los hijos también lo eran. Aquello le inspiró a Fiona la idea de abrir una escuela; ella sería la maestra. De sólo pensar en ese proyecto le volvieron un poco las ganas de vivir.
Resultó muy estimulante organizar la apertura de la escuelita. Decidió que dictaría las clases en la capilla que Juan Cruz había hecho construir no muy lejos de la mansión. Allí había bancos suficientes para todos los niños; en el altar colocaría su atril de pintura, y encima de él una pizarra que había mandado comprar en la tienda de abarrotes de Caamaño.
Todo esto le traía reminiscencias de sus días de maestra juntó a Camila en la iglesia del Socorro, donde, medio a hurtadillas, enseñaban a leer y escribir. A Rosas, todo eso de la escuela y los libros parecía no gustarle demasiado. Sin embargo, hasta Eugenia, su barragana, tomaba clases con ellas; obviamente, a escondidas del gobernador.
El primer día de clases esperó más de una hora; ninguno de los niños se presentó. Salió de la capilla con decisión y partió en el coche a ver a las madres.
—Señora, no es que no quiera. Es el Braulio. Me ha dicho que me va a matar a palos si dejo ir a la Crispina a su escuela.
La mujer estaba asustada. Por un lado, no deseaba contradecir a la esposa del patrón; por el otro, no quería desobedecer a su esposo. No le gustaba cuando la azotaba con el rebenque.
—Pero... —Fiona no podía creerlo—. ¿Por qué Braulio no quiere que Crispina aprenda a leer y a escribir?
—Dice que el patrón de Silva no sabe nada de la escuelita. Y que cuando vuelva se va a poner furioso.
La escena se repitió con las otras madres. La causa era siempre la misma: el miedo que le tenían al patrón.
Al día siguiente, Fiona preparó dos coches, uno conducido por ella y otro por Eliseo, que a pesar de su reticencia inicial, finalmente accedió a secundarla. Visitaron casa por casa y en cada visita sumaron al coche uno o dos niños, los que hubiese en la familia. Cuando hubieron recogido diez niños, Fiona ordenó a Eliseo marchar hacia a la capilla para empezar la clase.
Resultó muy divertido, para ella y para los diez niños. Tenía espíritu docente, sabía enseñar y logró ganarse la atención del auditorio, que era bastante abigarrado. Niños y niñas de entre cinco y trece años, algunos negros, otros mestizos y mulatos, y hasta un indio pampa.
Cada día, ella y Eliseo recorrían las casas de los chicos y los recogían. El grupo iba en aumento gracias a que los alumnos contaban a los otros niños lo divertido que era estar con doña Fiona en la capilla. Algunos, por curiosidad, se acercaban a las ventanas y asomaban la nariz para espiar a la maestra. Fiona advertía esos ojitos curiosos, pero no les decía nada; al contrario, se hacía la indiferente. Seguro que al día siguiente esos ojitos la estarían observando desde uno de los bancos, junto al resto de los niños. Tarde tras tarde, Fiona se preparaba para dar sus clases, que se habían convertido para ella en el placer de sus días. Lo hacía con mucho desprendimiento y cariño. Los niños la querían mucho, aunque eran renuentes a demostrárselo porque se les habían inculcado el miedo al patrón, y, después de todo, ella era su mujer. De todas formas, algunos no podían contener las ansias y le llenaban el escritorio de flores silvestres de bellos colores y fragancias. Fiona se sentía orgullosa cada vez que las recibía y se las ofrendaba a la imagen de la Virgen que había en el altar. En cuanto entraban en la capilla rezaban en voz alta el Ave María; después, comenzaban la clase.
Tampoco las mujeres tenían instrucción alguna. Sólo atendían la casa y al esposo. Unas pocas sabían coser, y otras pocas, bordar. Fiona sentía que ya era tarde para enseñarles a leer y escribir, y se devanaba los sesos pensando en alguna otra actividad que les fuera útil y les llenara el espíritu. Pero no se le ocurría nada.
—¿En qué piensa, señora de Silva? —preguntó Candelaria una mañana, mientras desayunaban.
Fiona levantó la vista y la fijó en el rostro de la mujer. Si bien el hielo entre ellas no se había roto aún, al menos durante los desayunos que compartían en soledad se habían cruzado algunas palabras amables. Tal vez porque los silencios se tornaban demasiado profundos e incómodos; a lo mejor, porque querían ser amigas. La cuestión era que se estaba produciendo un imperceptible acercamiento entre las dos.
—Pienso en las mujeres de los peones. No saben hacer casi nada.
—Así han vivido toda su vida, señora. No debería preocuparse por ellas.
A Candelaria le molestaba la actitud de Fiona. Estaba convencida de que, en vez de preocuparse tanto por los demás, debería cuidar más la mansión y a su esposo.
Fiona no prestó atención al comentario de la mujer; le resultó vacío. Tomó un trozo de pan con una feta de queso encima, y se lo llevó a la boca.
—¡Qué queso tan exquisito! —comentó, relamiéndose con sinceridad.
—Lo hice yo —dijo Candelaria con orgullo.
—¿De veras? —Y sin esperar respuesta, añadió:— ¡Es excelente!
Fiona se quedó un momento pensativa. Candelaria lo advirtió y guardó silencio.
—¡Eso es! —dijo Fiona de pronto, entusiasmada—. Les enseñaremos a fabricar queso. Abriremos nuestra propia quesería. —Miró a Candelaria, y, por primera vez, le sonrió.
Hacía tres semanas que Juan Cruz había dejado La Candelaria y Fiona no sabía nada de él. Trataba de pensar que eso era lo mejor; que se mantuviera lejos de ella y que no la molestara ni la tocara más. Sin embargo, una sensación de vacío la perturbaba sin que pudiera encontrarle una explicación lógica.
Sola en su cama, cuando la noche se extinguía como un leño en el fuego y el sol comenzaba a despuntar, ella estaba atenta a cualquier ruido que proviniese de la puerta contigua; tal vez, él llegase ese día. Luego, se enfadaba tanto consigo misma por aquellos pensamientos que necesitaba dejar escapar un grito ahogado entre las almohadas, para aliviar el sentimiento de culpa que la abrumaba. Ella odiaba a de Silva. Y no lo necesitaba.
—Maria, ¿sabes dónde está de Silva? —preguntaba de tanto en tanto, y fingía estar más interesada en el estado de sus uñas que en el destino de su marido.
Maria, que la conocía como si la hubiese parido, la miraba de soslayo, y le respondía con un "No" más que displicente, y continuaba arreglando la cama.
—¿No se comenta nada entre la servidumbre?
—¿Y para qué te interesa saber dónde está? ¿No estás mejor así, sin él? Hasta que vuelva, disfrútalo. ¿No era eso lo que tanto querías?
—Justamente... Lo que quiero saber es cuándo vuelve; así sé hasta qué día exactamente puedo disfrutar.
—Está bien. Averiguaré dónde está y cuándo vuelve, pero debes confesarme que lo extrañas. Vamos, Fiona, a mí no me engañas.
—¡Qué dices, Maria! Ya estás como Eliseo, diciendo estupideces.
Lucía furibunda en esas ocasiones. El rostro se le encarnaba y su mirada parecía lanzar llamas. Entonces, Maria la dejaba sola.
—Está trabajando en las estancias del gobernador —comentó Maria una mañana.
—¡Ah, para eso debe haber venido aquella vez el chasque de Rosas, el tal Cosme! ¿Te acuerdas, Maria? Esa noche, mientras cenábamos... —Se calló. Un recuerdo repentino la asaltó. Esa noche, en el salón azul.