—Debe ser —musitó la mujer con apatía. Estaba cosiéndole el ruedo del vestido y mantenía la vista fija en la labor.
—Y dime... —Con actitud cómplice, Fiona se sentó junto a Maria en el borde de la cama—. Dime, ¿qué más averiguaste?
—No se sabe cuándo vuelve. Puede llegar mañana como el año que viene. —Maria, sin mirarla, continuó revisando el vestido de blonda que Fiona vestiría al día siguiente en casa de su abuelo.
—¡El año que viene!
—¿Es decepción lo que escucho en tu voz, Fiona Malone? —La sirvienta clavó los ojos en los de su ama—. ¿No deberías estar encantada de no volver a verlo hasta el año que viene? Me confundes, niña.
Fiona no contestó. Prefirió cambiar de tema.
—En uno de los establos, el que está cerca del tasque de tipas, ¿sabes de cuál te hablo? Bueno —siguió Fiona—. Ahí hay una mesa que está arrumbada, arruinándose. También están las sillas.
La criada la ayudaba a vestirse y, sin mirarla, preguntó:
—¿Y qué hay con eso?
—Podríamos traerla para la casa, limpiarla, arreglarla. Eliseo sabe arreglar esas cosas, siempre las arreglaba en casa de
Grandpa.
Bueno, la acondicionamos y se la damos a María Isabel, la hija de ese peón, el tal Rudecindo. Acaba de casarse y no tiene nada la pobre. Es una niña muy...
—¡Fiona, por el amor de Dios! ¡Deja en paz la mesa, a María Isabel, al tal Rudecindo y a todo el mundo! ¡Estás haciendo cada lío desde que se fue de Silva, que en cualquier momento se va armar una de Padre y Señor mío!
Fiona la miró azorada. Maria nunca le había gritado así. Se sintió tan mal que comenzó a sollozar. Al verla, la criada se arrepintió. Aunque sintió piedad por ella, siguió pensando que alguien debía ponerle un freno; de lo contrario, cuando regresara su esposo, sobrevendría el desastre. Las sirvientas de la mansión ya comentaban la batahola que iba a desencadenar la escuelita.
—¡Ay, mi niña, no llores! —dijo Maria, tratando de consolarla, y la abrazó.
Fue inútil. Fiona se ovilló en su regazo y siguió llorando. Sabía que, después de todo, no había sido para tanto, pero las lágrimas brotaban y brotaban y ella sentía tanta angustia que no podía controlarse.
Maria entendió que Fiona, por fin, se desahogaba. El matrimonio forzado había sido para ella un verdadero tormento. La sensación de no tener salida, y la certeza de que si no se casaba ponía en peligro la vida de su abuelo, habían sido demasiado. Maria dejó que descargara su dolor y no volvió a insistir en sus reproches; se limitó a acariciarla y a besarla en la coronilla.
—¿Dónde dices que están la mesa y las sillas? —preguntó Maria cuando le pareció que su ama se había tranquilizado lo suficiente.
Fiona emergió de sus brazos, con el rostro enrojecido y las pestañas húmedas. Estaba adorable, como cuando niña.
—¿En serio quieres ayudarme con lo de la mesa?
Maria asintió con la cabeza.
—¿Y le pedirás a Eliseo que nos ayude, también? Él nunca te dice que no.
—Sabes muy bien que jamás te niego nada. Y Eliseo, menos.
Un rato después, entraban al granero. Olía mal, a humedad. Desde la puerta escucharon revolotear unos pájaros en la parte alta. El lugar estaba atestado de cosas viejas; además de la mesa, había cientos de objetos que nadie usaba. A Fiona se le hizo agua la boca pensando en lo bien que le vendrían esas cosas a los peones. Maria la miró de soslayo sabiendo lo que pensaba. Se mordió el labio para no decirle nada.
Un ruido raro llamó la atención de la joven; Maria aseguró que se trataba de los pájaros. El sonido se repitió más audiblemente y ya no pudieron atribuírselo a las aves. Era un quejido.
Se acercaron con precaución, y detrás de unos tablones vieron a un hombre recostado sobre el suelo, con la pierna herida. Maria se asustó y amagó con salir del establo en busca de Eliseo. Tal vez se trataba de algún maleante que, escapando de una fechoría, se había ocultado en el granero. Pero Fiona la detuvo.
Al verlas, el hombre trató infructuosamente de incorporarse. Fiona intentó ayudarlo, pero era demasiado pesado para ella.
—Déjeme ver su herida, señor —pidió Fiona.
Maria intentó armar un escándalo. ¿Su niña iba a tocar la herida de un asqueroso delincuente? ¡Qué locura! Fiona la hizo callar y le ordenó que trajera su botiquín.
—¿Qué le sucedió, señor? —preguntó Fiona, mientras quitaba como podía pedazos de pantalón del tajo.
El hombre se mordía para no gritar. Lo que más le pesaba, sin embargo, era que justamente la esposa del patrón lo hubiese encontrado allí, y en esas condiciones. Su suerte no podía ser peor.
—Hay que llevarlo con un médico —dijo Fiona, tras examinar la herida.
—¡No, señora, se lo suplico! ¡Con un médico no! —habló por primera vez el hombre.
—¿Por qué? Esta herida se ve muy mal, puede infectarse.
—¡No, señora, si el patrón se entera me mata! ¡Me mata y me deja sin trabajo!
Fiona lo miró y descubrió el terror en los ojos del hombre. Se apiadó de él. Ella misma había sentido ese pánico cada vez que de Silva se le acercaba. Se dijo que debía resolver el problema lo más rápidamente posible y sin consecuencias nefastas para nadie.
El hombre parecía indio, de los del sur. Era común que su esposo los contratara para determinadas tareas del campo.
—Está bien, no diremos nada. Pero algo debemos hacer con la herida. ¿Cómo se llama usted?
—Sanc Nieté, su servidor, señora de Silva.
—¡Ah, usted sabe quién soy yo!
—Todos por aquí sabemos quién es usted, señora —agregó Sanc Nieté.
En ese momento, ingresó Maria con la cajita, que contenía varios frascos, potes con ungüentos, esparadrapos y diversos elementos para curaciones. Entre las dos le limpiaron la herida, la cubrieron con una mixtura maloliente y le envolvieron la pierna con gasas. Sanc Nieté se mordía el labio para no bramar de dolor Al terminar la curación, Fiona levantó la vista y se encontró con el rostro demudado del hombre, a punto de desvanecerse. Entonces, lo ayudó a acomodarse mejor sobre un fardo de alfalfa, le enjugó el sudor de la frente y le dio a beber algo de mal sabor que, al rato, le adormeció la pierna. El indio estaba desconcertado por el comportamiento de la esposa de de Silva y no sabía cómo actuar. Nunca un patrón le había prodigado tantos cuidados. Fiona, por su parte, decidió no preguntarle nada más. El indio no había querido que lo atendiera un médico, y eso sólo podía significar una cosa. La herida debía ser producto de alguna trifulca, y ella sabía tan bien como el indio que de Silva les tenía prohibido a sus hombres zanjar sus diferencias a cuchilladas.
El hombre les contó que vivía lejos de allí, pero que desde hacía años trabajaba para de Silva en la temporada de la esquila. Hablaba de Juan Cruz como si fuera un dios. Lo respetaba y le temía tanto como los otros. Fiona lo escuchaba y no conseguía entenderlo. ¿Cómo lograba de Silva inspirar esa devoción en sus hombres?
A pesar de su evidente fortaleza, el indio no podía mantenerse en pie por sí solo. La joven comprendió que necesitaría reposar en un lecho confortable y recibir buena alimentación, al menos por unos días. El problema sería Celedonio; de él se encargaría más tarde, pensó.
—Vamos, Sanc Nieté, apóyese en Maria y en mí —ordenó Fiona.
El hombre comenzó a transpirar. La sola idea de rozar a la mujer del patrón le alteró las pulsaciones. Si de Silva se enteraba de que él la había tocado, le arrancaría las manos. Farfulló algunas palabras incomprensibles y trató de levantarse solo una vez más. Tenía el rostro encarnado y lucía muy trastornado.
—Vamos, no sea necio —insistió Fiona.
El hombre apoyó los brazos en los hombros de ambas mujeres y se dejó llevar, convencido de que no tenía alternativa.
Sanc Nieté paso varios días en la casa grande; dormía en una habitación para la servidumbre y comía con el resto en la cocina. Fiona y Maria le curaban la herida diariamente, y al poco tiempo pudo caminar solo, casi sin renguear. Eliseo, cómplice de las mujeres, ayudaba a vestirlo. No pasó mucho y se hicieron grandes amigos. Sanc Nieté resultó una persona encantadora y con muchas historias entretenidas para contar. Le estaba muy agradecido a Fiona. Una tarde, durante una curación, le dijo que él daría su vida por ella si fuera necesario. La joven rió; tal vez en ese momento no advirtió hasta qué punto era sincera la adoración que el indio le profesaba.
Para justificar su presencia en la casa, Fiona le pidió que compusiese la mesa y las sillas del granero; era un trabajo liviano, y podía realizarlo sentado en el patio trasero de la casa. Resultó hábil con la madera, y terminó el arreglo con mucho esmero y prolijidad. María Isabel, la hija de Rudecindo, se mostró encantada con el regalo de bodas y no terminaba de agradecérselo a la patrona.
Celedonio no se privó de despotricar. No podía entender que la señora de Silva dispusiera de los peones como si fuesen de ella. Sanc era uno de los mejores en su trabajo y su falta se sentiría en los días que la patrona lo destinara a otras tareas.
—¡Pucha! —se quejaba en la ronda del mate—. ¡Esta mujer es más peligrosa que un gato montes! Te descuidas un momento y ya dio vuelta todo. Ahí está el indio Sanc lijando mesas. ¡Habrase visto!
Pero no pasó de eso. Al poco tiempo, Sanc regresó a sus tareas, y todo volvió a la normalidad.
Todos los días, por la mañana, Fiona trabajaba en la "cremería" que ella y Candelaria habían organizado. Fiona no podía creer que la mujer hubiese aceptado su propuesta. Además, era buena en eso. Todavía no habían probado ninguno de los quesos porque el estacionamiento aún no era suficiente; Candelaria era muy estricta al respecto. Pero sí habían saboreado la crema y la manteca al estilo irlandés. Fiona quedó muy asombrada; cuando le preguntó cómo conocía la receta de ese tipo de manteca y la negra le respondió con evasivas, decidió que sería mejor no insistir.
Por la tarde seguía dando clases a los hijos de los peones. Algunos ya habían aprendido el abecedario; otros, un poco menos dotados, aún lo balbuceaban sin mucho éxito.
Los que estaban enojados eran los peones. Desde Celedonio hasta el más pinche de todos. Por un lado, sus hijos ya casi no ayudaban en el campo: si no estaban en la escuela, tenían que estudiar. Por otro lado, sus mujeres perdían algunas horas del día en la cremería. Celedonio estaba furibundo con Fiona, que le había hecho acondicionar un granero con sótano no muy lejos de la casa para la famosa "fábrica de quesos". Además, lo había obligado a destinar varias vacas más para el ordeñe y algunos peones para que lo hicieran diariamente. Antes, con una vaca, como mucho dos, era suficiente para el consumo de la casa grande.
Por otra parte, Celedonio temía la reacción del patrón cuando llegara y viera los cambios hechos sin su consentimiento. "Aquí arderá Troya", les decía a los demás peones en la ronda del mate; ni él ni los que lo escuchaban tenían la menor idea de lo que significaba aquella frase, pero no tenían ninguna duda de que indicaba que algo malo iba a suceder.
Durante el exilio voluntario de Juan Cruz, Fiona visitó dos veces a sus abuelos. Y las dos en domingo. Partía rumbo a la ciudad muy temprano, antes del amanecer, acompañada por Eliseo y María, para llegar a la misa de diez en el Socorro, de la cual eran
habitués
su abuela,
aunt
Ana e Imelda. Sean Malone hacía años que había dejado de ir a misa y eso le costaba al Padre Fahy varias canas a la semana.
Después de misa, como era su costumbre, Imelda recorría junto a sus amigas la calle de la Florida. Fiona, que había detestado siempre esos paseos, se retiraba a su antiguo hogar junto a Brigid y a Ana, deseosa de encontrarse con su abuelo.
Sean Malone esperaba con ansias la llegada de su nieta, y hasta que ella no aparecía no leía el periódico. Juntos se sentaban en el sillón del
living
a repasar las páginas, comentando las noticias y riendo de las ocurrencias de uno y de otro.
The British Packet,
el periódico en inglés que se distribuía con la venia del señor gobernador, era uno de los preferidos de Fiona; lo leía con avidez y recortaba los artículos que más le interesaban. Cada domingo, don Pedro de Angelis enviaba a casa de su amigo Sean Malone un ejemplar gratuito del
Archivo Americano,
del que era director. Pero ése no les gustaba tanto. También leían, como siempre, la
Gaceta Mercantil.
Ella no sabía cómo, pero su abuelo siempre conseguía alguno de los diarios prohibidos.
El Comercio del Plata,
de Montevideo, o
El Mercurio
de Chile. Aunque eran más que ácidos con Rosas, a Fiona le gustaban algunas de sus notas, especialmente las de Alsina o Echeverría. Los "monitores" del gobernador castigaban con severidad a la persona que poseyera esos periódicos. Sacudían con gusto la verga sobre el lomo de los "traidores", sin importar si era hombre o mujer, anciano o joven. Estas cosas a Fiona le ponían los pelos de punta. De todas formas, estaba tranquila, sabía que ningún "monitor" se animaría a ingresar a la mansión Malone con la intención de realizar una pesquisa; ni siquiera se les ocurriría.
El segundo domingo que fue de visita a casa de sus abuelos, también su padre, con su esposa Úrsula y sus cinco hijos, estaban pasando el día allí. A la esposa de William no le dirigía la palabra. A su padre, menos. De sus medio hermanos la separaba una barrera que William mismo, empujado por Úrsula, había levantado. Jamás habían convivido, y eso hizo mella en la relación. Además, tenía que reconocerlo, estaba un poco celosa, y eso aumentaba aún más su resentimiento.
A pesar del acérrimo odio hacia su padre y la indiferencia hacia sus hijos, cuando los encontró ese domingo en casa de
Grandpa
no se sintió demasiado molesta por su presencia. Se sentó junto a Sean a leer el periódico, almorzó con todos en la mesa, conversó con
aunt
Ana, con Imelda y con
Granule,
y en algún momento hasta intercambió algunas palabras con Brenda, la mayor de los cinco hijos de William y Úrsula. De todas formas, por más que la presencia de esa familia ya no la llenara de ira, la indiferencia era mortal. Fría y cortante.
Después del almuerzo, William y ella se encontraron en el patio de la servidumbre. En realidad, Fiona había acudido a ver a Maria, y su padre aprovechó para ir tras ella.
—Quería decirte que de Silva ya pagó todas las deudas. Cumplió su trato, Fiona.