—Fiona... debes aprender a relajarte. No voy a hacerte daño; solamente quiero hacer el amor contigo. Soy tu esposo, es mi derecho.
—Derecho adquirido como todo un caballero, ¿verdad?
Fue mordaz y dio justo en el blanco: logró herir su amor propio. Pero no consiguió que la soltara; al contrario: la arrastró sin el menor esfuerzo hasta la cama y la depositó brutalmente allí, como quien arroja un costal de papas al suelo.
La cabeza de Fiona elevada en el aire y sus codos hundiéndose en el colchón, las puntas del cabello rozando la manta y el escote corrido del camisón dejando entrever la perfección de los senos, esos ojos que no cesaban de mirarlo y la boca entreabierta dejando escapar un jadeo irreprimible, todo en aquel momento lo enardecía.
Fiona estaba paralizada. Así, sin poder articular palabra, vio cómo Juan Cruz se quitaba la camisa y se deshacía luego del pantalón. Vio el pecho desnudo de su esposo, empapado de sudor que le hacía brillar la piel. Apartó la vista y vio en la pared la sombra de los músculos de su torso.
Entonces, sus ojos se encontraron con los de él, enigmáticos y profundos, y en ese instante Fiona comprendió que la miraba en una forma extraña, completamente nueva, y advirtió que esa mirada parecía despertar en ella sentimientos desconocidos. Y esos sentimientos, tuvo que admitirlo, no le resultaban desagradables.
Un cosquilleo la recorrió cuando Juan Cruz comenzó a acercarse a ella, casi desnudo; unos calzones cortos ceñían sus piernas cubiertas por un espeso vello negro y esa proximidad inquietante arrancó un gemido ahogado a su garganta. De Silva lo escuchó, y en su boca, una vez más, se dibujó esa sonrisa entre divertida y burlona. Fiona trató de escabullirse por el otro costado de la cama; Juan Cruz la sujetó por la pierna y la arrastró hacia él con facilidad.
—No, por favor... déjeme —susurró Fiona, tratando de alejarse.
La voz se le quebró al sentir el peso de su cuerpo sobre ella. Con dulzura inesperada, Juan Cruz comenzó a acariciarle el rostro, mientras le dedicaba una de esas miradas que tanto la desconcertaban.
—Déjeme, se lo pido por favor —insistió la joven, sabiendo que era en vano.
—No, Fiona, no. Esta vez soy yo el que te pide por favor —susurró él. Le besó el cuello y el aroma de su piel lo enloqueció. Hábilmente, sus manos la despojaron del camisón—. Por favor, amor mío, por favor... Fiona... —volvió a susurrar.
Fiona ya no podía luchar. Su mente intentaba ordenar a sus brazos, a sus piernas, a sus dientes, que defendieran su dignidad, pero una fuerza desconocida estaba doblegando su voluntad.
—Déjeme, se lo suplico... —le murmuró al oído, ya sin convicción—. No me toque, por favor...
—Fiona... Eres tan hermosa... Te deseo tanto...
Era evidente que Juan Cruz de Silva no la escuchaba. Estaba extraviado en un mundo de sensaciones. Cientos de veces había fantaseado con ella desnuda, como ahora, pero nunca había imaginado la extrema magnificencia de su cuerpo. Cada centímetro de la piel de su mujer era su mayor fortuna, su más grande Conquista. Por eso, la tocaba con suavidad, como si temiera dañarla, o tal vez mancillar su perfección.
—Déjame mostrarte, Fiona...
Los labios de Juan Cruz buscaron deseosos los de ella, y por primera vez sintieron su carnosidad. Su lengua se abrió paso entre los dientes apretados de la joven e intentó sin éxito juguetear con la de ella.
Fiona sintió que el mundo giraba alocadamente cuando las manos de él se cerraron suavemente sobre sus pechos desnudos. Y el vértigo creció cuando unos dedos expertos rozaron sus pezones endurecidos como si se trataran de inapreciables gemas.
Juan Cruz no soportó más. La arremetida no pudo ser lenta: estaba trastornado por el deseo que lo consumía. Sabía que para ella era su primera vez, pero no podía esperar. Las uñas de Fiona se clavaron en su espalda y un grito de dolor que se hizo vivo en ella, lo destrozó por dentro.
—Ya está, amor mío, ya pasó... —susurraba Juan Cruz, respirando con dificultad sobre los labios de ella—. Relájate, Fiona. Relájate y verás.
Fiona, transida de dolor como estaba, no podía quitar los brazos de la espalda de su esposo. Después de sentir ese desgarro, había permanecido yerta bajo el cuerpo de Juan Cruz, que, entre gemidos y jadeos, parecía no poder dejar de moverse dentro de ella.
De pronto, algo ocurrió; sintió que una energía surcaba como un fluido veloz sus zonas más íntimas, y eso la asustó; la asustó porque la llenó de gozo, de un rarísimo placer que la incitó a friccionar la pelvis contra el cuerpo de de Silva. Pero no, no quería hacerlo... no debía hacerlo.
Fiona abrió desmesuradamente los ojos cuando de Silva curvó el cuerpo hacia atrás, separando el torso de su pecho, y llevó la cabeza hacia arriba, como en trance. El hombre soltó un grito profundo, desgarrador, semejante al de un animal herido de muerte, que la estremeció de susto. Los brazos de de Silva se tensaron a los costados de su rostro, los músculos se le remarcaron bajo la piel transpirada y sus rasgos apolíneos se dejaron ver cuando, por fin, cayó exhausto sobre el cuerpo desnudo de ella.
Fiona sentía que el pecho de Juan Cruz se sacudía y chocaba rítmicamente contra sus senos. A los pocos instantes, de Silva se retiró de encima de ella, se tendió a su lado, y se cubrió la cara con el antebrazo izquierdo. Aún estaba agitado.
La joven lo observaba atónita. No sabía qué hacer; ¿se hacía algo después de eso? Se dio vuelta y contrajo instintivamente el cuerpo; pegó las rodillas al pecho, escondió el rostro y ocultó las manos bajo el mentón. En ese momento, sintió una humedad fría entre las piernas, un líquido medio pegajoso que chorreaba lentamente. Al descubrir de qué se trataba, profirió un alarido tan estremecedor que arrancó bruscamente a Juan Cruz de su letargo.
—¡No debes preocuparte! ¡Es absolutamente normal! —le dijo, al descubrir la causa de su pánico.
El hombre se había incorporado y trataba de volver el rostro de Fiona hacia el suyo, pero la joven, que no podía contener sus sollozos, insistía en mantenerlo oculto tras sus manos ensangrentadas.
—Así que nadie te lo explicó... —De Silva no podía creerlo. Ella parecía tan segura de sí, tan inteligente y cultivada—. Es normal la primera vez que lo haces. Después, nunca más vuelve a pasar.
Fiona no quería escucharlo.
—Vayase... Vayase, por favor —dijo entre suspiros—. Por favor...
Cuando Juan Cruz abandonó la habitación, su esposa no cesaba de sollozar. Antes de cerrar la puerta, volvió su mirada y la vio hecha un bollito, acurrucada entre las sábanas, con el cabello esparcido detrás de ella. El corazón se le contrajo, pero otra sensación más grata lo embargó.
Después, de Silva se tendió en su cama, con la mirada fija en el cielo raso, los brazos extendidos hacia atrás sirviéndole de almohada, un cigarro que se consumía en sus labios, y la imagen de ella en su mente aún excitada.
A la hora de la cena, cuando Juan Cruz se presentó en el comedor, sólo Candelaria lo esperaba sentada a la mesa.
—¿Dónde está? —quiso saber.
—Se disculpó con Maria. Dice que no cenará porque no tiene apetito. —La negra parecía medir cada palabra; había advertido que Juan Cruz tenía cara de pocos amigos—. No ha de ser nada. Debe sentirse un poco cansada, ya sabes, el aire de campo...
Candelaria intentaba suavizar las cosas. Días atrás había habido otro escándalo, cuando Juan Cruz descubrió que Maria le estaba llevando el desayuno a la cama.
—Nada de frivolidades en mi casa —le había dicho a Fiona con dureza—. Desde mañana, desayunas en el comedor, como todos, a las siete en punto. —Sin decir más, se había retirado, dejando a las dos mujeres boquiabiertas.
—Tal vez esté un poco... —comenzó a balbucear la negra; pero de Silva ya no la escuchaba.
Subió los escalones de a dos, y rápidamente estuvo en la planta superior. Caminó a paso rápido por el corredor, llegó a su alcoba, y se plantó frente a la puerta que comunicaba las habitaciones: procuró abrirla. El único cerrojo estaba de su lado, totalmente descorrido; no entendía por qué la puerta no cedía.
De prisa, salió al corredor e intentó entrar por la puerta principal del cuarto de su esposa, pero tampoco pudo. Probó varias veces el picaporte, pero nada.
Desde adentro, Fiona seguía con oídos atentos y los ojos muy abiertos cada uno de los movimientos de de Silva. No le sería tan fácil entrar a su dormitorio esta vez. Con una de las sillas había trancado la puerta común, colocándola reclinada en dos de sus patas bajo el pestillo; en la otra, la que daba al pasillo, había echado la llave que Maria había conseguido arrancarle a regañadientes a una de las sirvientas.
Desde su cama, escuchaba los inútiles esfuerzos de Juan Cruz y sus ojos parecían sonreír satisfechos. Se sentía divertida con la situación, y al mismo tiempo un poco extraña. En lo más recóndito de su alma deseaba que su esposo sorteara cada una de las celadas que le había tendido. Quería verle el rostro, seguramente encarnado de furia después que abriera la puerta, para así poder reírsele en la cara con sorna y desprecio.
Por unos segundos, los intentos cesaron y Fiona se sintió decepcionada.
Un momento después, el estruendo que produjo el golpe de Juan Cruz sobre la puerta la sacudió. La cancela de madera golpeó de lleno contra la pared: prácticamente se salió de sus goznes. El espejo que recibió el impacto cayó hecho añicos, lo que agregó un poco más de escándalo a la escena. Juan Cruz, con el rostro enrojecido y desquiciado, no cayó de bruces por milagro. Había descargado sobre la puerta todo el peso de su cuerpo.
Fiona, boquiabierta, observaba cómo su esposo recuperaba el aire. Rígida, sentada en el lecho, presenciaba la escena con la mitad del cuerpo cubierto por las sábanas.
Lo vio acercarse hasta los pies de la cama Sus ojos, cargados de odio, parecían rojos. Sus cejas, unidas en una misma línea, habían recuperado ese aspecto satánico que lograba inmovilizarla y enmudecerla. Presintió que se aproximaba su fin.
Juan Cruz llegó al extremo del lecho y, sin quitar su mirada de los ojos de Fiona, sacudió en el aire las sábanas que la tapaban, dejándola al descubierto. Sin darle tiempo a nada, la tomó por los tobillos y la arrastró hacia él como si se tratase de una muñeca de trapo. Fiona gritó de terror.
Las piernas le quedaron colgando a ambos costados del cuerpo de Juan Cruz que, al borde de la cama, se erguía colosal frente a ella. Desde esa perspectiva, parecía un gigante. Se sintió morir cuando le acercó el rostro al suyo y la tomó por el cuello. Trató de bajar la vista: no soportaba mirarlo.
—¡Ah, no, señora mía! Ahora me va a mirar directo aquí —exclamó Juan Cruz, quitándole la mano del cuello por un segundo, y señalándose el entrecejo. Y como ella insistió en no mirarlo, le levantó el rostro, presionando con sus pulgares bajo el mentón.
—Si no deseas que te haga el amor —musitó con odio—, no lo haré; pero dímelo de frente y no actúes como una chiquilla malcriada y torpe.
Juan Cruz permaneció unos instantes más sosteniendo la cara de Fiona; ella sentía que su respiración le golpeaba la piel. Pensó, aterrada, que con un movimiento de sus manos podría quebrarle el cuello. Pero no lo hizo.
Cuando se apartó de ella, dispuesto a salir, sus ojos chocaron con los sirvientes de la mansión, entre ellos María y Candelaria, que contemplaban atónitos la escena desde la puerta.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí, cuervos malditos! —gritó, fuera de sí.
Todos se hicieron humo.
Antes de salir, divisó la silla que impedía el acceso por la entrada común. Se acercó a ella lentamente. Luego, dio la vuelta, clavó sus ojos en los de Fiona, y le sonrió sarcásticamente.
—Muy ingeniosa —dijo, con expresión torva. La madera de la silla crujió con el puntapié que le propinó de Silva, que la desencajó del picaporte, y la envió a varios metros de distancia.
Fiona lanzó un grito desgarrador, y un momento después rompió en un llanto amargo y lastimero.
—¡Cree que le tengo miedo! —bramó en el momento en que Juan Cruz traspasaba la puerta—. ¡Cree que le temo porque puede matarme con una sola mano! ¡No, no!
De Silva se detuvo bajo el dintel.
—¡Lo odio, maldito de Silva! ¡Lo odio con toda mi alma! ¡Y usted sí debe ser el mismo diablo como dicen, porque esto se ha convertido para mí en el infierno!
Sin siquiera mirarla, Juan Cruz abandonó la habitación.
Con las palabras de Fiona aún golpeándole los oídos, Juan Cruz salió al corredor. Ya no había nadie allí; los sirvientes habían desaparecido.
Bajó a paso rápido la escalera y dio un portazo al ingresar a su escritorio. Se dejó caer en el sofá, y ocultó el rostro entre las manos. De pronto, se incorporó y fue directo a la bandeja con el coñac. Se sirvió una copa y la vació de un trago. Luego, sin inmutarse, apuró otras tres copas más. Finalmente, volvió al sofá, se recostó, y fijó la vista en el cielo raso.
Trataba de entenderla. Quería hacerlo, pero no podía. No conseguía ordenar sus pensamientos. Estaba demasiado humillado y herido para controlarse. Sabía que si regresaba a la habitación de Fiona era capaz de estrangularla. Golpeó con rudeza el piso de madera y profirió un insulto. Después, se levantó del sofá y abandonó el estudio.
Vio la puerta del salón azul entornada y el piano que había comprado para ella. Un escalofrío recorrio su cuerpo al recordar aquella primera noche. Todo había comenzado allí. La silueta de Fiona, hermosa y tentadora, reaparecía frente a él, sentada en ese taburete, descargando su pasión sobre las teclas nuevas del piano. Volvió a ver su rostro concentrado, su boca entreabierta, y a escuchar los acordes armoniosos que acompañaron el despertar de su irrefrenable deseo. Alcanzó de prisa la puerta principal y abandonó la mansión. El frío de la noche le golpeó el pecho, pero no le importó. De pronto, el sonido de la guitarra de los peones inundó sus oídos; decidió seguir aquella melodía hasta que el color alazán del fogón apareció unos cuantos metros más allá. Sólo deseaba escuchar la música, de modo que se mantuvo alejado, medio escondido. Sin embargo, tampoco así pudo dejar de pensar en Fiona. Cada recuerdo volvía a su mente azotándolo cruelmente. ¿Por qué había trabado las puertas? ¿Por qué se había encerrado? ¿Por qué no lo deseaba? ¿Por qué no era amable y dulce con él? Las preguntas sin respuesta le provocaban una sensación de tristeza y vacío que nunca había sentido.