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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Bodas de odio (20 page)

Su esposa era, sin duda, pensó él, una mujer valiente. Estaba seguro de que nadie se habría atrevido a desafiarlo de ese modo.

—Ay, Fiona Malone —dijo por fin Juan Cruz, con un suspiro—. Eres una niña para comprender algunas cosas. Pero...

La joven intentó replicarle, pero él le apoyó un dedo sobre los labios.

—Déjame hablar, querida. Creo que eres muy inteligente, y no pasará mucho antes de que comprendas cómo se maneja el mundo realmente.

—Ya sé cómo funciona. Lo que sucede es que no me gusta —musitó apenas. De Silva, por supuesto, la escuchó. Pero se limitó a sonreírle y a cambiar abruptamente el tema de conversación.

Fiona pensaba que después de cenar él le pediría que tocara el piano. Pero no fue así. Le ordenó a Candelaria que le llevase el mate a su estudio y, después, desapareció tras el vano de la puerta.

Fiona no podía creerlo. Se sentía humillada, llena de furia. Imaginó mil excusas para ir a su escritorio y pelearlo, pero todas le parecieron infantiles. Pensó en llevarle ella misma el mate para tener oportunidad de conversar con él; de la escuela y de la cremería, por supuesto. Después de todo, a la hora de la cena no habían quedado en nada; nada claro, por lo menos. Finalmente esa idea no la convenció. Abatida, decidió marcharse a su dormitorio; tal vez al día siguiente podrían hablar mejor; y a solas.

Ya en su dormitorio, empezó a dar vueltas en la cama, sin poder conciliar el sueño. No quería apagar el quinqué; temía la sensación de absoluta oscuridad. Tampoco deseaba leer; lo había intentado y su vista se demoraba largos minutos en el mismo renglón. Tampoco quería levantarse. Simplemente, no hallaba paz.

Ya muy entrada la noche, de Silva no había vuelto aún a su dormitorio. Fiona había estado muy atenta a cualquier sonido que proviniese de la habitación de al lado, y sabía que no se equivocaba. Durante mucho tiempo ese dormitorio había permanecido en silencio; ahora, estaba ansiosa por escuchar nuevamente sus sonidos. El taconeo de de Silva cuando regresaba, el suspiro que siempre exhalaba, el ruido de la hebilla de su cinto al golpear el respaldo de la silla, el sonido del agua en la jofaina cuando se enjuagaba el sudor y el polvo del rostro, los tacos de las botas cuando daban de lleno contra los tablones del piso, y los pasos deseosos hasta la habitación de ella. Fiona esperó, pero no escuchó nada. Todo estaba en la más absoluta quietud.

Se levantó de la cama y, antes de dejar la recámara, se envolvió en una bata de muselina, que tenía la liviandad justa para aquellas noches calurosas. Decidida, se encaminó por el pasillo hacia el estudio de su esposo; hablaría con él esa noche, o no volvería a conciliar el sueño en su vida. Bajó las escaleras casi adivinando dónde estaban los peldaños. La oscuridad era absoluta; ni una sola bujía parecía estar encendida y no se escuchaba ninguna voz. Sus escarpines apenas si rozaban la alfombra de la escalera.

El estudio también permanecía a oscuras; de Silva no estaba allí. Tampoco lo halló en el salón azul. Ni en la biblioteca, ni en el salón de baile, ni en la cocina. Se cansó de buscar a ciegas; ya se había golpeado varias veces y casi había tirado al suelo un
poliche
de porcelana que sus reflejos le permitieron atrapar en el aire. Ya no lo buscaría más. Lo esperaría en su dormitorio; tarde o temprano tendría que regresar a dormir. ¿O se habría marchado nuevamente? Se sintió mal, y trató de sobreponerse. Sin pensarlo, se encaminó a la recámara de Juan Cruz.

—No deberías mortificarla tanto con el tema de la escuela. ¡Está tan entusiasmada, la pobrecita! —comentó Candelaria.

Juan Cruz tomó el mate que le entregó la negra y se sentó frente a su escritorio. Tenía el entrecejo fruncido y la mirada pensativa.

—Tendrías que haber visto cómo se empeñó con todo. Con la cremería, con la escuela... ¡Tiene un carácter! Manejaba a los peones mejor que tú —prosiguió Candelaria, sonriendo.

Taciturno, de Silva le devolvió el mate sin levantar la vista. La mujer lo miró de refilón antes de volver a cebar. Sabía que lo molestaba con tanta alharaca, pero quería contarle todo.

—Los niños están muy contentos porque...

—¡Ya no digas más, Candelaria! —bramó Juan Cruz.

La negra no se inmutó. Más aún, ya le resultaba extraño que no hubiera reaccionado antes. Mientras se tomaba su mate, lo contempló con cariño. Lo conocía tanto que sabía exactamente lo que Juan Cruz pensaba en ese momento. No era el asunto de la escuelita el que lo tenía serio, claro que no. Pero ni loca de remate le iba a tirar de la lengua para que le contara. Se pondría hecho una furia si sospechaba que ella presentía el motivo de su malhumor.

Después de un silencio, Candelaria se levantó dispuesta a abandonar el estudio. Se acercó al escritorio para despedirse de Juan Cruz.

—¿Y desde cuándo la defiendes tanto? —preguntó de Silva de repente-Me pareció que no te caía nada bien la mocosa.

—No te creas que la adoro; pero no es tan mala. El tonto fuiste tú por elegírtela tan arisca y cocorita. Aunque tengo que admitir que es tan, pero tan bonita, que sus defectos se disimulan bien.

Juan Cruz la miró con una sonrisa que equivalía a un asentimiento. Se puso de pie y caminó sin rumbo por la habitación. Candelaria comprendió que era la única que podía ayudarlo. Para eso, tenía que hablar. Y sabía perfectamente qué era lo que debía decir.

—El otro día me cocinó a preguntas acerca de ti. Que desde cuándo te conocía, que qué día habías nacido, que esto, que lo otro —comentó la negra, como al paso.

Al escucharla, de Silva se acercó a su criada con el rostro alterado, como el de un chico ansioso. Se dio cuenta en seguida de su arrebato e intentó recuperar su habitual falsedad; pero fue inútil: la impaciencia por saber más lo delataba.

—¿Y?

—¿Y qué?

Candelaria puso cara de inocente; sabía que lo estaba exasperando, y que ésa era la única manera de lograr que sus sentimientos afloraran.

—¿Qué más te preguntó, mujer?

—¡Ah! Nada más. Le dije que si quería saber te preguntara a ti. Se enojó conmigo, pero no me importa. Además, ya se le pasó. No le duran mucho los berrinches —dijo a propósito.

Con la excusa de que estaba muy cansada, la negra se despidió y lo dejó solo. De Silva la siguió con la mirada hasta que la mujer cerró la puerta; después, se repantigó en el sofá. De pronto, sintió en su cuerpo el agotamiento de un día muy duro. Había salido de Buenos Aires antes del amanecer, con la intención de llegar a La Candelaria para el desayuno, a las siete. Una demora involuntaria echó por tierra sus planes. Uno de los caballos perdió una herradura y debieron desviar el camino en busca de un herrero. De Silva se enfureció con el peón que jineteaba el caballo en cuestión; se suponía que debían alistarlos en la ciudad para no perder un minuto al día siguiente.

El viaje a caballo, el paisaje hermoso de la aurora y el clima benigno le devolvieron el buen talante y la ansiedad con los que había partido de la ciudad. Llegó pasadas las nueve. Se decepcionó cuando preguntó por Fiona y Candelaria le informó que había salido muy temprano en el coche, pero que no tenía idea de hacia dónde se había dirigido.

—Te dije que la vigilaras... —la reconvino de Silva.

—Sí, me lo pediste; pero es imposible. Esa niña es pólvora y no se deja manejar tan fácilmente. ¿Crees que puedo estar preguntándole día y noche qué cosa hace? Varias veces lo intenté y me frenó en seco. "Candelaria, soy una mujer, no una chiquilla, no lo olvide", me decía; se daba la media vuelta y me dejaba parada como estaca. ¿Que querías que hiciera, que la atara a la pata de su cama? No creas...

—¡Bueno, bueno! Ya deja de quejarte —interrumpió Juan Cruz. Después, la abrazó con cariño y la besó en ambas mejillas.

—¡Ay, mi negra linda! ¿Qué voy a hacer con esa chinita?

Mientras Candelaria le contaba las últimas novedades, Juan Cruz desayunó algo en la cocina. No tenía hambre. Habían comido algo en el camino, así que al cabo de unos minutos salió con su padrillo a recorrer la hacienda.

La encontró en la fuente, pintando. No le dijo nada; fascinado, se limitó a contemplarla. Después, en la capilla, rodeada de niños medrosos, le resultó encantadora. Y ahora sabía que su esposa estaba en la alcoba, aprestándose para ir a la cama. De seguro Maria estaría peinándola. Siempre olía tan bien... Su piel naturalmente tenía ese aroma. Se irguió de súbito y abandonó el sofá.

Estaba de mal humor, pero no se debía al alboroto que Fiona había armado esas semanas en su ausencia, ni a la cremería, ni a la escuelita; nada de eso. Por fin, de Silva se sinceró consigo mismo. Sentía pavura de que su esposa volviera a rechazarlo. Sabía que no lo soportaría; la mataría, lleno de rabia y despecho.

Pavura, ¡ja! Él, el gran de Silva, le tenía miedo a una chiquilla de dieciocho años. Le dio un violento puntapié a una silla. Mejor sería salir un rato a despabilarse. Los peones lo habían invitado al fogón esa noche, una buena oportunidad para quitarse el mal humor de encima.

Lo recibieron con afecto. Uno de ellos escondió una botella de aguardiente; tenían prohibido beber. De Silva se dio cuenta, pero se hizo el zonzo. No tenía ganas de reprenderlos. Había llegado hasta allí en busca de un poco de distracción. Quizás, hasta le sentarían bien unos tragos de algo fuerte; sin embargo, se contuvo: no era cuestión de desautorizarse frente a sus hombres. Siempre había que estar atento y no meter la pata.

Las horas que pasó con su gente le vinieron bien. Se divirtió y logró alejar los malos pensamientos. Pero al otro día había que trabajar, y muy duro; comenzaba la época de la esquila, una tarea que, aunque ardua, resultaba estimulante para los peones. Organizaban concursos para ver quién esquilaba más ovejas en un tiempo determinado. Los premios no tenían demasiado valor; sí la sensación de ser el más rápido en la tarea. A ninguno se le ocurría competir con de Silva; a él, nadie lo igualaba.

Alguien apagó el fogón echándole tierra, otro se hizo cargo del mate y sus enseres, y así terminó la juerga de los gauchos. Se despidieron, encaminándose cada uno a su choza.

El chasquido de un yesquero la despertó. Miró a su alrededor, algo sobresaltada, y trató de recordar dónde estaba; le dolía el cuello y se le había dormido un brazo, en el que comenzaba a sentir el molesto cosquilleo. Restregó sus ojos y trató de ver a través de la luz de una lámpara encendida, unos pasos más allá.

De Silva estaba sentado en una silla, con el respaldo hacia adelante. En ese instante guardaba en el bolsillo del pantalón su yesquero de cola de mulita y se llevaba el cigarro a los labios. Después, apoyó tranquilamente el mentón sobre el espaldar de madera y continuó observándola con seriedad. Tenía el torso desnudo y sólo vestía los pantalones azules que llevara para la cena.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Fiona con voz soñolienta.

—¡Dios mío, Fiona! —Sus labios sonrieron divertidos—. Llego a
mi
dormitorio y te encuentro dormida en
mi
sillón... ¿No crees que debería ser yo el que pregunte eso?

Fiona recordó. Había decidido esperarlo en su alcoba; lo había aguardado un largo rato, hasta que el sueño la venció y se quedó dormida en el canapé. Sentía vergüenza; quería escapar de allí a toda prisa: ya no le importaba hablar con él, sólo quería huir. Se levantó, corrió los mechones ensortijados de sus ojos y trató de acomodarse la bata, que se abría, insinuante, ante la mirada lasciva de de Silva.

—Disculpe, señor. Sólo quería hablar con usted. Será mejor dejarlo para mañana. Ahora debe estar muy cansado. —Mientras lo decía, se encaminaba hacia la puerta común.

—¡Un momento!

Juan Cruz se había puesto de pie.

—No creerás que te observé dormir por más de media hora para dejarme ahora con la intriga de qué cosa tan importante tenías para decirme que no podía esperar hasta mañana. No, señora. Usted no se va de aquí hasta decírmelo.

Se había aproximado lentamente, interponiéndose entre ella y la salida.

—Pero... —balbuceó Fiona, con el rostro encarnado—. Tal vez sea mejor que...

No pudo seguir. Juan Cruz la tomó de los hombros y comenzó a besarla tan febrilmente que le hizo doler los labios. Fiona sintió que se estaba ahogando; pero lo cierto era que no quería detenerlo: comenzaba a sentir el roce erótico de las manos de él sobre su cintura, sus caderas, sus nalgas; luego, de nuevo su cintura y sus pechos.

—No... No lo haga... Déjeme... —Trató de vencer la tentación, trató de separarlo de su cuerpo: le resultó imposible; trató de sentirse ultrajada y humillada, pero no lo consiguió.

—¿Por qué no, Fiona? ¿Qué pasa? ¿No te gusta? —Mientras sus manos seguían recorriéndola, le hablaba con los labios apoyados en los suyos—. ¿No me deseas, Fiona? ¿No entiendes que me consumo por esta pasión que siento por ti? Tócame, por favor, tócame.

De nuevo esa voz torturada en sus oídos, en su boca, en sus pechos, en todo su cuerpo.

—Por favor... señor... Déjeme... —Su voz era un susurro entrecortado.

Juan Cruz la separó de sí bruscamente; Fiona pensó que todo acabaría en ese momento. Pero no. De Silva le quitó la bata, que cayó al costado del cuerpo de Fiona; luego, la tomó entre sus brazos y la llevó a la cama. Esta vez, Fiona no pataleó, no gritó, no lo mordió. Se tomó del cuello de su esposo y lo dejó hacer; y lo dejó hacer porque así lo quería. Ya no podía negarlo: ese hombre la llenaba de un deseo físico que ella no podía controlar. La arrastraba como un huracán, llevándola hasta arriba y dejándola caer como una pluma después de haberla hecho gozar del placer más arrasador.

Esa noche, Juan Cruz le hizo el amor una y otra vez. Lo hizo como nunca antes en su vida; él mismo estaba desconcertado. Se dio cuenta de que la había deseado terriblemente y que la había extrañado más aún.

Por momentos, Fiona sentía que debía detenerlo, detenerse. Pero no podía; aquello la dominaba como una potente fuerza externa, la doblegaba como una amapola frente al viento. Era imposible luchar contra él. Y los gemidos escapaban de su garganta cada vez que Juan Cruz le acariciaba el vientre, cada vez que le rozaba los pezones endurecidos con su lengua húmeda y anhelante, cada vez que susurraba "Fiona... Dios mío... Fiona...".

Cuando por fin terminaron, se tendió al lado de ella y, sosteniéndose la cabeza con la mano, permaneció largos minutos observándola dormir. Parecía tranquila; su respiración era acompasada y apenas si se escuchaba. Su nariz era tan pequeñita. Deseó rozarla con el dedo, pero temió despertarla. Su cabello flamígero se esparcía alrededor, sobre la almohada. Ese marco perfecto, pensó, resaltaba aún más la blancura de su piel.

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