En ese momento, pasamos junto a un viejecito que me dijo algo en ruso. Yo obviamente no lo puede entender, pero a la Madame le hizo tanta gracia que se puso a reír a carcajadas.
—¿Qué me ha dicho? —le pregunté a ella.
—Es un piropo. Te ha dicho que te comería con ropa y todo aunque pasara un mes cagando trapos.
—¡Qué asco! —exclamé.
—Pero ¿qué te pasa? —dijo, molesta—. Es un poco vulgar, pero es un cumplido, y los cumplidos siempre hay que agradecerlos.
—¿Agradecerlo? ¿A ese viejo?
—A ese viejo y a quien sea —dijo, serísima.
—Pero es un viejo asqueroso.
—¿Por qué es asqueroso? ¿Porque te dijo lo que piensa?
—¡Es que es un piropo horrible!
—El piropo es irrelevante. Es simplemente una metáfora. Lo que te está tratando de decir es que le pareces una mujer atractiva.
—¡Pero ese tipo debe de tener como un millón de años!
—¿Y qué importa? El es simplemente un hombre que se siente atraído por ti —explicó la Madame como si nunca hubiera dicho nada más serio en toda su vida—. Aprende a ser humilde, y a agradecer los cumplidos, sin importar de dónde vengan —sentenció, como si citara un pasaje del Antiguo Testamento.
Lo peor de todo es que tenía la razón: yo, que me pasaba la vida quejándome de que todos me rechazaban, oía un piropo y lo primero que hacía era ignorarlo e insultar al que me lo dedicaba. Aun así traté de defenderme echándole la culpa a un viejo enemigo: mi falta de autoestima.
—Lo que pasa es no estoy acostumbrada a escuchar cumplidos.
Ella me miró a los ojos y me contestó:
—Yo estoy segura de que te dicen cumplidos todo el tiempo, lo que pasa es que no has aprendido a escucharlos.
Bueno, obviamente si me decían los cumplidos en ruso, no me iba a enterar; pero sospechaba que la Madame me hablaba de otra cosa. ¿Sería posible que esta mujer, que trataba de reclutarme para su misteriosa agencia de
reconfortadoras profesionales
, tuviese razón? ¿Sería verdad que me decían cumplidos todo el tiempo, pero yo no había aprendido a escucharlos?
Ella se dio cuenta de que yo había bajado mis defensas y, mientras yo me hacía estas y miles de preguntas más, la Madame finalmente me acorraló.
—
Querrida
—me dijo—, soy una mujer muy ocupada, tengo un negocio que atender, y no puedo malgastar el tiempo en esto… pero se me está ocurriendo algo: una de mis chicas acaba de cancelar su cita de esta noche. Es un antiguo cliente que conozco
muy
bien. ¿Por qué no vas tú? Así puedes decidir si el trabajo te interesa o no.
Me detuve un momento para pensarlo.
—¿Qué es lo que tendría que hacer? —pregunté.
—Muy poco. Solo tienes que ir a pasar un rato con este señor. Tendrías que hacerle compañía durante un par de horas.
—¿Nada de sexo?
—Nada de sexo.
—¿Me lo jura?
—Jamás, bajo ninguna circunstancia, te voy a pedir que te acuestes con ninguno de mis clientes. Créeme, este negocio no tiene nada que ver con el sexo —me aseguró.
—¿Me lo jura…? —volví a preguntar.
—… sobre la tumba de Stalin.
—Pero yo tenía entendido que Stalin era un tirano y que todo el mundo lo detestaba —dije.
La Madame se rio tanto con eso que pensé que se iba a asfixiar. Seguro que no se imaginaba que yo sabía quién era Stalin. No es por nada, pero a veces las gorditas somos un poco más cultivadas que las modelos. Pero aunque la pillé jurando en vano, ya había logrado convencerme, y esa noche tendría mi primera cita.
—¿Quieres saber cuánto vas a ganar? —preguntó.
—No.
—Lo sabía —dijo ella con una sonrisa—. Por eso te elegí.
No entendí lo que quería decirme, pero fuera lo que fuese, me puso la piel de gallina.
—Oiga… y ¿qué me pongo?
—Ponte algo sexy… pero cómodo.
No sé si es por ser católica, o por ser latina, o por ser hija de mi madre, pero tengo serios problemas con la sexualidad. A mí me criaron creyendo que una buena mujer no podía disfrutar del sexo. Mi madre me hizo creer que cualquier mujer que lo disfrutaba era poco menos que una prostituta, y yo llevo grabado ese estúpido precepto como si fuera un tatuaje que no me puedo quitar.
El problema es que, a pesar de mi bagaje moral, sigo siendo una chica del siglo XXI, y por eso he tratado de ser tan sexualmente activa como mis amigas. La diferencia es que yo soy la única de ellas que siempre se siente culpable después de acostarse con un chico.
Perdí mi virginidad voluntariamente cuando tenía diecisiete años. Fui la última de mi círculo de amigas que aún seguía siendo virgen, y creo que decidí hacerlo, primero, porque tuve la oportunidad, y segundo, porque no quería ser menos que las demás.
Perder la virginidad no fue un acontecimiento terriblemente excitante. Tuvo lugar en Miami, en unas vacaciones de verano, con un chico llamado Darren que conocí a través de mis primas.
Lo cierto es que yo no estaba enamorada de Darren, pero estaba loca por salir de una vez del rollo de la virginidad; por eso preparé una velada cuyo único propósito era eliminarla. Ojalá pudiera hablar del intenso miedo, o del profundo dolor, o de los románticos violines que escuché. Pero no ocurrió nada de eso. Fue una de las experiencias menos memorables que he tenido jamás; lo único que sí recuerdo es el terrible sentimiento de culpa que tuve después. Esa culpa solo desapareció cuando le conté a mis primas todos los detalles de esa insípida noche.
Cuando fui a la universidad, aprendí a hablar de sexo en los mismos términos que usaban los hombres: mis amigas y yo éramos directas, descaradas y hasta vulgares. Nos contábamos las historias de las buenas y las malas citas sin escatimar detalles. Nos quejábamos de los hombres que eran demasiado lanzados, pero nos burlábamos de los que eran demasiado tímidos. Buscábamos el sexo sin pudor alguno, y de vez en cuando nos íbamos a la cama con algún chico, por puro aburrimiento, sabiendo que no tendría ninguna trascendencia.
Pero, a diferencia de mis amigas, cada vez que tenía alguno de estos encuentros casuales, yo quedaba atormentada por la culpa. Había veces en que me quedaba enganchada del chico, como si haberme acostado con él lo hubiera convertido automáticamente en el hombre de mi vida. «¡Yo creo que ves demasiadas telenovelas!», me decía mi prima Mariauxy. Pero, por más que trataba de hacerme la fuerte, caía en mi propia trampa una y otra vez.
Mi dilema era muy simple: quería ser una chica de mi época, pero también deseaba ser una mujer de los tiempos de mi madre, y las contradicciones entre lo que hacía y lo que me habían enseñado me estaban volviendo loca. Era liberada y mojigata a la vez, y sentía que me debatía entre ser una virgen y ser una cualquiera. Sospecho que la culpa de esto la tiene mi introducción al sexo: fue un episodio mitad gracioso y mitad traumático que tuvo lugar en la escuela primaria.
Cuando estudiaba apenas segundo grado, yo tenía una amiguita que se llamaba Monique, una rubia de aspecto angelical cuya familia era mitad belga y mitad mexicana. Quizá era este doble origen lo que le daba a Monique un aire exótico e internacional. El caso es que detrás de la carita de ángel de mi rubia amiga se escondía una pequeña pervertida.
Resulta que Monique sabía todo lo que había que saber sobre el sexo. Esta rubita de apenas un metro de estatura —que parecía la modelo de una tarjeta de Navidad— tenía una prima mayor que ella, que a su vez tenía otra prima aún mayor que le había contado todo lo que necesitábamos saber sobre el ancestral arte de la reproducción humana. Yo tenía apenas ocho años cuando Monique nos reveló, a mi amiga Gina y a mí, una tonelada de secretos sexuales que hasta la fecha no he terminado de procesar. Las tres nos pasábamos los recreos sentadas en una esquina del parque infantil, mientras Monique reproducía posturas del
Kama sutra
con nuestras muñecas.
Cada día Monique nos traía un nuevo detalle fascinantemente obsceno que, naturalmente, no compartíamos con nadie. Creo que eso era lo que más me gustaba: el hecho de que todo lo manteníamos en secreto; esas atrevidas conversaciones me hacían sentir mayor e independiente. Me fascinaba pensar que a mis tiernos años yo era capaz de tener conversaciones que nadie en mi casa se podía imaginar.
Las clases de sexo con Monique duraron todo el año escolar, pero toda esta información pareció desvanecerse cuando nos fuimos de vacaciones de verano, y es que el conocimiento sexual carece de uso cuando no está apoyado por las hormonas. Lo curioso es que, cuando las hormonas no están apoyadas por el conocimiento, una es capaz de inventar hasta lo que no sabe.
Pero el caso es que ya estábamos a punto de cumplir nueve años, y cuando llegó el mes de septiembre y volví a la escuela, me esperaba una terrible sorpresa: estábamos en fila, a punto de entrar en clase, cuando Alix, otra rubita, decidió compartir sus conocimientos sobre la sexualidad. A mí Alix me caía bastante mal, así que no estaba prestando mucha atención a lo que decía, pero di un respingo cuando la oí decir algo sobre el sexo… y los bebés.
—¿Qué tienen que ver los bebés con el sexo? —pregunté.
Ahí, amigos y amigas, fue cuando escuché la dolorosa verdad: «¡Qué tonta eres! ¿No sabías que los bebés vienen del sexo? ¿Qué creías, que los traía la cigüeña?».
Para no alargar la historia más de lo necesario, resulta que Monique nos había contado todos los misterios del sexo, menos uno: el hecho de que los bebés se concebían en la cama.
Me quedé petrificada.
Quería desmayarme, quería vomitar, quería salir corriendo. Menos mal que no lo hice, porque he visto a gente vomitar y salir corriendo, y a veces se resbalan y caen sentados en su propio vómito, cosa que puede ser extremadamente engorrosa.
Pero lo que más me perturbó de la revelación de Alix fue el hecho de que esas obscenas prácticas que me había descrito Monique en lúbrico detalle habían sido ejecutadas por mis padres unas cuatro veces, por lo menos.
Sí. No había vuelta de hoja: mis padres tenían que haber practicado el sexo para concebir a mis hermanos y a mí. Es posible que hasta estuvieran desnudos mientras lo hacían. ¡Qué horror! Recé en silencio mientras trataba de digerir este trago amargo.
Pero cuanto más lo pensaba, peor me ponía: era imposible imaginar que mis padres estuvieran asociados con las degradantes actividades que escuchaba en las historias de Monique. Ese día cuando llegué a casa ni siquiera pude mirar a mi madre a la cara.
Creo que si un adulto responsable me hubiera explicado lo más básico del sexo cuando era pequeña, a lo mejor yo habría estado preparada para lidiar con Monique y sus cuentos eróticos. Quizá si me lo hubieran explicado todo de una manera más natural, me habría ahorrado un profundo trauma y miles de dólares en psicoterapia.
El problema es que mi madre nunca nos habló de sexo. Lo que sí hizo —justo cuando empecé a menstruar— fue soltar comentarios del tipo «más vale que no llegues un día preñada, porque eso mataría a tu padre».
Ahora pienso que yo debía haberle dicho: «Pero, mamá, ¿por qué no me explicas qué es lo que hay que hacer para quedarse preñada? ¡Aunque solo sea para evitarlo!». Pero mi madre no hablaba de esas cosas, y la única evidencia de que alguna vez las practicó somos sus cuatro hijos.
Para mamá las mujeres que mostraban algún interés en el sexo siempre eran
putas
. Qué palabra tan desagradable, ¿verdad? Casi hace falta fruncir el ceño para decirla.
Obviamente lo opuesto a las
putas
eran las madres abnegadas, y esto me hizo asumir que una mujer solo podía ser lo uno o lo otro.
—Esa mujer de arriba —decía mamá, refiriéndose a una vecina divorciada que vivía en el piso once— se pasa el día saliendo toda maquillada, con su abrigo de pieles y sus
novios
, mientras deja a sus hijos abandonados… ¡Vergüenza debería darle!
La verdad es que no sabíamos casi nada de la vecina, pero el hecho de que mostrara algún interés romántico fuera de sus deberes maternos hacía que mamá se muriera del asco. ¿Quién sabe? A lo mejor la vecina era una madre ejemplar, pero para mamá era simplemente
una puta
, y para una niña como yo, los novios, el maquillaje y hasta el abrigo de pieles eran signos inequívocos de
putería
, y de la peor calaña.
Con los años me di cuenta de lo injusta que era la sociedad, de cómo le daba licencia a los hombres para ser promiscuos y agresivos, y de cómo obligaba a las mujeres a ser tímidas y virginales. Eso me permitió cuestionar los argumentos de mi madre, pero solo a nivel intelectual, porque en lo más profundo de mi corazón todavía llevaba conmigo el terror a esa horrenda palabra:
puta
.
Sor Juana Inés de la Cruz, esa monja mexicana que en el siglo XVII escribió la más subversiva poesía feminista, tiene un famoso poema sobre la prostitución:
¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga
o el que paga por pecar?
Muchos meses después de esa primera noche en la que fui a trabajar para la Madame, le regalé a mamá un libro con poemas de Sor Juana. Ella tardó mucho en leerlo, y no me comentó nada hasta que un día, mientras limpiaba compulsivamente los armarios de la cocina, me dijo:
—Ese libro que me diste…
—¿Cuál? —pregunté haciéndome la tonta.
—El de la monja.
—Ah, sí. ¿Qué pasa con él? —contesté tratando de que no se me notara el miedo a su reacción.
—Es un buen libro —dijo mamá—. Era una mujer inteligente.
No dijo nada más, y yo no le hice ninguna pregunta. Fue una especie de acuerdo silencioso que nos ha mantenido unidas desde entonces.
Pero me estoy adelantando demasiado. Esa noche, mi primera noche de trabajo para la Madame, nada de esto había ocurrido aún. Mientras me arreglaba, las ideas de mi madre me atormentaban, y las palabras de Sor Juana me daban aliento.
¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga
o el que paga por pecar?
No me interesaba la paga, pero… ¿y el pecado? ¿Me estaba convirtiendo en eso que mi madre tanto odiaba?
¿Una
puta
? ¿Yo?
Qué horror.
No voy a mentir: esa primera noche casi me hago pipí en los pantalones. Tenía tanto miedo que me tomé un traguito de anís para que calmara las mariposas que tenía en el estómago. Pero como no me calmaba, me tomé otro trago, y luego otro más, y al final seguía nerviosa, pero también un poco borracha.