Me arrastré hasta la oficina con la sensación de que acababa de regresar de las Bahamas, odiando la perspectiva de sentarme en mi mesa y, peor aún, tener que lidiar con Bonnie.
Ese día traté de pasar desapercibida y que la mañana transcurriera reviviendo los recuerdos del fin de semana. Me mantuve medianamente ocupada ordenando papeles mientras miraba de reojo, pero obsesivamente, el teléfono que me había dado la Madame. Entré en internet para buscar a alguna representante de los cosméticos Susie May y, para mi sorpresa, descubrí que Mary Pringle, la asistente de Bonnie, era una de ellas.
Yo sabía muy poco de Mary Pringle, de lo único que estaba segura era de que debía de tener la paciencia de un santo, porque pocas secretarias en el mundo eran capaces de aguantar lo que ella aguantaba. Eso sí, jamás me habría imaginado que vendiera productos de Susie May; Mary no era conversadora como Lilian, ni exuberante como la Madame. Mary Pringle era una chica muy morena, menuda y callada que apenas se hacía notar en la oficina. Siempre se vestía impecablemente, pero con un estilo demasiado tradicional para alguien que no debía de tener más de veinticinco años.
—¡Hola, Mary! Oye, ¿sigues vendiendo maquillaje de Susie May? —pregunté acercándome a su cubículo.
Mary reaccionó como si le hubiera preguntado si vendía drogas.
—¡Shhh! —susurró bajando la voz y agachando la cabeza, como si fuera más difícil oírla si hablaba encorvada—. ¿Quieres que nos tomemos un café?
—Claro. Pero ¿cuál es el problema?
—¡Shhh! —me hizo callar una vez más, señalando hacia la guarida de Bonnie.
No hizo falta que me explicara nada. Ya me imaginaba exactamente lo que estaba ocurriendo, pero aun así me moría por saber los detalles de su propia boca.
—Va a estar reunida durante dos horas —murmuró Mary refiriéndose a la víbora—. Espera mis instrucciones.
Yo volví a mi mesa y cinco minutos después pasó Mary y me dejó —muy discretamente— una nota en la que me pedía que nos encontráramos en media hora en el café que estaba a la vuelta de la esquina.
A la hora convenida entré en el café. Lo que no me esperaba era que Mary me iba a saludar en español.
—¡Gracias por venir! —dijo con una sonrisa.
—¡No sabía que hablaras español! —contesté sorprendida—. ¿De dónde eres?
—
I was born in Brooklyn
, pero mi familia es de Panamá —explicó en perfecto
spanglish
.
Es curioso, yo siempre había pensado que Mary era una chica muy seria y aburrida, pero estaba totalmente equivocada. Como siempre estábamos corriendo de un lado para otro en la oficina, nunca habíamos tenido la oportunidad de conocernos. Es triste pensar que a veces pasamos años trabajando junto a una persona, pero no sabemos nada de ella. Ni siquiera sabía lo bonita que era su sonrisa hasta que me la encontré en ese café con todos sus catálogos de cosméticos desplegados frente a mí.
—Lo que pasa es que cuando Bonnie se enteró de que estaba vendiendo maquillaje en la oficina me armó un escándalo y casi pierdo el trabajo.
Típico de Bonnie. Como si permitir que su secretaria se ganara un par de dólares de más fuera un atentado contra la compañía y contra el futuro de la industria de la publicidad.
—Lo peor es que de vez en cuando me manda a sus amigas a preguntarme si estoy vendiendo, pero solo para ver si me puede pillar con las manos en la masa. ¿No te ha mandado a ti, verdad?
—Mary, créeme, yo
no soy
su amiga —dije lo más diplomáticamente que pude.
—Me alegro de que pienses así, porque tú no le gustas. ¡Si oyeras las cosas que dice de ti a tus espaldas…! Ella odia a todo el mundo, pero contigo es mucho peor, y yo creo que es porque te tiene miedo.
¿Bonnie, tenerme miedo a mí? Jamás pensé que Bonnie le tuviera miedo a nadie.
—No sé si es miedo lo que me tiene, pero me consta que no me tiene ninguna simpatía —dije.
—Lo que ocurre es que tienes demasiado talento, y por eso trata de esconderte, para que nadie más lo vea. Estoy segura de que lo está haciendo a propósito.
—¿Y qué puedo hacer para sacarme a esa loca de encima? —pregunté.
—No te preocupes —contestó con una sonrisa—, algo se nos ocurrirá, pero antes déjame que te enseñe lo que he traído. Oye… ¿y por qué has decidido probar los productos de Susie May?
Obviamente no le podía decir la verdad, así que me inventé algo.
—Mi madrina me los recomendó.
—¿Tu
hada madrina
? —preguntó con una risita.
—Sí, exactamente: mi hada madrina.
A partir de ese momento Mary me enseñó lo que traía, pero mientras ella me mostraba los catálogos yo empecé a fijarme en su rostro. Mary era una maestra en el arte del maquillaje. A primera vista parecía que no llevara nada puesto, pero luego te dabas cuenta de que tenía el toque de Rembrandt, y que su aspecto estaba tan bien trabajado que era imposible imaginarse la cantidad de tiempo y esfuerzo que había dedicado. Mary había convertido su rostro en su obra maestra.
—¿Me permites que te diga lo que yo haría con tu cara? —preguntó, tratando de controlar su entusiasmo.
—¡Pues claro!
Con la excitación de un chef que trabaja por primera vez en una nueva cocina, ella saltó de su asiento, me limpió la cara con una toallita húmeda y empezó a aplicar líneas y sombras donde más falta me hacían.
—El perfilador de la boca debe ser casi del mismo color que la barra de labios. El secreto es que casi no se note. ¿Ves? —Y me puso un espejito delante para que lo comprobara.
Luego me explicó el misterioso arte de mezclar distintos tonos de sombra, cómo preparar la piel antes de aplicar la base, y las ventajas de usar polvos translúcidos.
Mary estaba encantada de que yo quisiera escuchar sus consejos, y es que para trabajar para alguien como Bonnie no le quedaba más remedio que guardarse sus opiniones. Quizá por eso me pareció tan conmovedor verla hablar con libertad. Era como si se hubiera caído un velo para que pudiera descubrir a la persona que estaba escondida detrás.
La presentación que hizo de sus cosméticos fue tan convincente que hasta las señoras mexicanas que trabajaban en el café terminaron comprándole. Mary estaba feliz.
Una hora después —ya de regreso en mi mesa—, Lilian vino a visitarme.
—¡Hola, B!
Eran casi las doce del mediodía y yo estaba tan concentrada en el teléfono rojo de la Madame que cuando Lilian se presentó de improviso casi me da un infarto. Inmediatamente ella se fijó en mi flamante teléfono móvil.
—¡Me encanta tu teléfono! ¿Es nuevo? ¿Tiene cámara? ¿Puedes ver vídeos con él?
Como Lilian es incapaz de respetar las distancias, agarró el teléfono como si fuera suyo y se puso a manosearlo. Inmediatamente salté de mi silla y se lo arranqué de la mano.
—Pero ¿qué te pasa? —preguntó más sorprendida que ofendida.
—Es que estoy esperando una llamada.
—Está bien, cálmate. ¿Quieres ir a una cena benéfica esta noche?
—Ya tengo planes para esta noche.
—¿Tienes planes? ¿Un lunes?
—Sí, ¿no fuiste tú la que me dijo que los lunes eran los nuevos martes?
—No, los lunes no han cambiado. Los lunes son para asistir a actos benéficos.
—Pues lo siento —dije—. Esta noche estoy ocupada.
—¿Ocupada haciendo qué?
—Ocupada con… ocupaciones que tengo.
Soy consciente de que mi respuesta fue bastante boba, pero es que ya estaba harta de Lilian imponiendo sus planes.
—¿Tienes una cita?
—Quizá.
—¿Así que tienes una cita…? —Lo dijo con un tono de sorpresa que me revolvió el estómago.
—¿Te parece raro que yo tenga una cita? —contesté arqueando tanto la ceja que la cara me dolía.
—No, es que… como no te he oído hablar de nadie últimamente… ¿Con quién vas a salir?
—Es una cita a ciegas.
—¿Quién la ha organizado?
—Fue a través de uno de mis primos.
—¿Uno de tus primos en Miami?
—No, otro primo.
—Pero todos tus otros primos están en Cuba.
—Es un primo segundo.
Ella se detuvo durante un minuto, y me miró fijamente tratando de entender lo que estaba pasando.
—¿Quieres que vaya contigo para darte apoyo moral? —saltó.
Antes de que pudiera mandarla a un lugar donde nunca brilla el sol, sonó mi teléfono.
—Gracias por la oferta, pero estoy segura de que no te necesito, y perdóname, pero tengo que contestar esta llamada —dije colocándome el teléfono en la oreja.
Cualquiera con dos dedos de frente se habría marchado después de ese intercambio. Pero parece que Lilian se había dejado su sentido común en casa, así que decidió quedarse ahí a escuchar mi conversación.
—Lilian, ya te puedes ir —insistí para sacármela de encima. Ella finalmente se fue; se marchó profundamente cabreada, pero se marchó.
Mi madre siempre dice: «Donde hay confianza… da asco». Aparentemente era el refrán favorito de mi abuela Celia, quien hasta el día en que murió se jactaba de no tener un amigo en el mundo —y de no necesitarlo—. En los primeros años de la revolución cubana mi abuela fue traicionada por sus vecinos, y a partir de ese momento ella no volvió a confiar en nadie. Su filosofía de la vida era bastante radical, pero me vino a la mente mientras Lilian se alejaba de mi mesa. Quizá era hora de distanciarme de ella. Quizá era mejor no compartir con Lilian la aventura que iba a iniciar con la Madame.
Tan pronto como Lilian desapareció, volví a mi llamada. Sin tan siquiera intercambiar un saludo, la Madame empezó a darme las instrucciones.
—Alberto te va a recoger a las siete y te va a llevar al hotel Lancashire. Allí conocerás a lord Carlton Arnfield. Es todo un caballero y no creo que tengas ningún problema con él. Te va a pagar en libras esterlinas y no hace falta que te pongas a contarlas.
—Entendido —dije, intrigada con la idea de conocer a un noble inglés.
—¡Ah! Una cosa muy importante: no te vayas a lavar los pies.
—¿Qué? —exclamé mirando mis pies aún atrapados en los mismos zapatos de tacón que la Madame me había dicho que dejara de usar. La verdad es que mis pies no estaban terriblemente descuidados, pero después de un largo día de trabajo la idea de acudir a una cita sin refrescarlos me parecía un poco asquerosa.
Cuando llegué a casa decidí darme un baño, pero, siguiendo las instrucciones, traté de mantener los pies fuera del agua. ¡Tenían que haberme visto! Estaba con el agua hasta el cuello pero con las piernas levantadas como si estuviera haciendo una clase de pilates. Era vergonzoso, pero estaba decidida a seguir las órdenes de Madame al pie de la letra.
Necesitaba música para relajarme, así que elegí una canción de Nikka Costa llamada «Everybody Got Their Something», y la puse una y otra vez mientras practicaba mi ritual de belleza. Si la Madame estaba en lo correcto, yo tenía
algo especial
que no tenían otras mujeres, así que debía hacer un esfuerzo para creerlo. Elegí uno de los vestidos que ella me dio —una especie de caftán de seda negra con bordados de plata que se podía ajustar en la cintura— y me puse de pie frente al espejo para ensayar la postura que ella había descrito: la cabeza en alto, la expresión segura, los labios suaves, los hombros relajados y el busto floreciente. En ese momento descubrí algo muy interesante: yo sabía que mi estado de ánimo cambiaba mi postura, lo que no sabía es que mi postura podía cambiar mi estado de ánimo. En el momento en que te yergues como una torre y te adueñas del espacio que te rodea, te empiezas a sentir como si fueras una persona distinta. Cuando salí de mi apartamento, y noté cómo el vestido que me había prestado la Madame flotaba detrás de mis muslos, me sentí como una reina. ¿Era el vestido lo que me hacía sentir bella, o era la manera de caminar, erguida y orgullosa de mi cuerpo?
Abajo me esperaba puntualmente Alberto.
En el momento en el que entré a la limusina mi corazón empezó a latir como una locomotora.
En Nueva York hay dos tipos de limusinas: las elegantes y las estudiantiles.
Las estudiantiles son un espanto: las alquilan jovencitos en su noche de graduación y generalmente son blancas, enormes, tienen televisores, luces de discoteca, un minibar lleno de licores baratos, y siempre huelen a vómito.
Las elegantes son negras, sobrias, y huelen a cuero antiguo, como olería la oficina de un influyente abogado. La limusina de Alberto era de las elegantes.
Esa noche tenía tanto miedo de lo que me podría encontrar en mi segunda cita que ni siquiera podía entablar conversación con mi chófer. Lo único que hacía era suspirar desde el asiento trasero. Él se dio cuenta de lo nerviosa que estaba y, mientras esperábamos en un semáforo, me preguntó:
—¿Se encuentra bien, señorita B?
Exhalé profundamente y en un susurro dije:
—Sí.
—Recuerde que si tiene cualquier problema, lo único que tiene que hacer es marcar el número dos de su teléfono y yo subiré corriendo a buscarla.
—Gracias, Alberto —contesté mirando su reflejo en el retrovisor. Él sonrió y yo tomé aire una vez más y me dije: «Tranquila, B, tranquila».
Finalmente llegamos al hotel Lancashire, y de pronto me entró miedo de que el personal de la recepción pensara que yo iba… pues a lo que iba. ¿Y si me detenían y me interrogaban en la puerta? ¿Y si me echaban a patadas? ¿Cómo podría explicarles lo que yo venía a hacer, si ni yo misma lo tenía claro?
Alberto abrió la puerta del vehículo diligentemente, pero yo me tomé un par de segundos antes de salir, para sacar esas ideas fatalistas de mi mente. Yo sospechaba que si entraba pensando «soy una prostituta… soy una prostituta…», ellos me verían como una prostituta, así que decidí buscarme un mantra. Primero pensé en «soy invisible», pero una mujer no se arregla como me había arreglado yo para pasar desapercibida, así que me dije: «Soy irresistible».
Total que entré al hotel repitiéndome «soy irresistible… soy irresistible…» y, aunque no lo crean, me sentí bastante irresistible durante un rato. No sé si fue por el vestido que me prestó la Madame o por mi nueva postura, pero todos y cada uno de los empleados me miraron como si fuera una estrella de cine que estaba alojada en la
suite
presidencial.
Mi miedo a que me echaran a patadas finalmente desapareció cuando entré en el ascensor que me condujo directamente a la
suite
de lord Arnfield.