Bella, o simplemente B, como todos la llaman, es una joven inteligente, divertida, trabajadora y honesta. Pero B no se quiere. Cuando se mira al espejo, no es capaz de ver ninguna de sus virtudes, solo ve demasiadas curvas voluminosas, más que las que tienen sus amigas y sus compañeras en la agencia de publicidad. Culpable del peor de los pecados modernos, convencida de que su talla le impedirá ascender en el trabajo, encontrar novio y triunfar en la gran ciudad, B tiene la autoestima por los suelos y está a punto de tocar fondo.
Un encuentro casual con una elegante mujer rusa dará un vuelco a su vida: dejará a B con un montón de preguntas retumbando en la cabeza y pondrá en marcha una inesperada historia de amor.
Alberto Ferreras
B de Bella
Una novela sobre tiburones, cisnes y un patito feo
ePUB v1.1
Jianka21.08.12
Título original:
B de Bella
Alberto Ferreras, 2009.
Diseño/retoque portada: Hennie Haworth
Editor original: Jianka (v1.0)
ePub base v2.0
Dedicado a
Myrna
Olga
Juline
Teodora
Trina
Yolanda
Diana
Lisa María
y a todas esas mujeres que me han enseñado a quererme como soy.
«Y pensar que este cuerpo que yo tanto odiaba pueda alimentar a un ser querido…».
OLGA FERRERAS-ANDERSON
Hay muchas teorías sobre mi peso. Hay quien dice que yo soy la culpable de mis kilos: que como demasiado, que no hago suficiente ejercicio, que ingiero más carbohidratos de la cuenta y que ceno demasiado tarde. Pero no me cabe duda de que esta teoría es totalmente falsa porque como poquísimo, hago ejercicio todos los días y jamás toco los carbohidratos, especialmente después de las siete de la tarde.
Hay quien dice que es un problema hereditario: que soy gorda como mi tía Chavela porque es parte de nuestra herencia genética. El único problema es que Chavela es mi tía porque se casó con el hermano de mi madre, o sea, que ella y yo no tenemos ni un solo gen en común. He ahí otra teoría que no vale para nada.
Luego está la teoría de mi segundo psicoterapeuta, el que me dijo que yo usaba mi peso para «eludir la intimidad»; o sea, que de manera subconsciente había engordado para evitar que me tocaran. Esta es otra necedad, porque no tengo ningún problema con el contacto físico. Es más: me encanta que me toquen.
Pero mi teoría favorita del
porqué
de mi gordura es la más compleja y romántica de todas. La llamo «la Teoría de la Niñera», e involucra a una madre desolada, un banco de tiburones, una base militar y sexo extramatrimonial.
Permítanme explicarme: resulta que, cuando yo era apenas un bebé, mi madre contrató a una niñera que venía de un pueblecito de Cuba. Su nombre era Inocencia, pero nosotros la llamábamos Ino. Era una chica joven e ingenua que nunca había estado en una gran ciudad como Nueva York. Como cualquier otra chica de su edad, Ino soñaba con enamorarse. Pero desafortunadamente, cuando por fin encontró el amor, lo hizo en una pastelería.
Mi amigo Wilfredo tenía una tía que decía que después de la menopausia toda la sensibilidad de los genitales se le había subido a la boca, y que por eso había reemplazado el sexo por la comida. Algo similar debe de haberle pasado a Ino, pero en su adolescencia.
Traten de imaginarse esta escena: estamos en Cuba en 1975, Ino acaba de cumplir los diecinueve años, y está desbordante de esa energía que despliegan los jóvenes atletas antes de correr un maratón. Es una noche calurosa, pero ella tiembla de miedo mientras trata de reunir el valor para lanzarse a las aguas de Playa Caimanera. Su propósito es simple, pero temerario: nadar en las peligrosas corrientes infestadas de tiburones hasta llegar a la base norteamericana de la bahía de Guantánamo. ¿Estaría sola o acompañada en este intento suicida por escapar de Cuba? Nunca lo sabremos; pero si cierro los ojos puedo verla despidiéndose de una madre empapada en lágrimas; es más: casi puedo escuchar a esa madre advirtiéndole no solo de los peligros del viaje, sino de un peligro aún mayor: esos rubios de ojos azules que la dejarían embarazada tan pronto pusiera un pie en suelo norteamericano.
«¡Cuidado con quedar preñada!», debió de decirle su madre con un lúgubre tono que la atormentaría para siempre. ¡Qué gran ejemplo de lógica materna! Olvídate de la corriente traicionera, de los disparos de la policía militar y de los tiburones asesinos; el verdadero peligro es quedarse preñada soltera. Confieso que, aunque quizá yo sufro las consecuencias de la relación amorosa entre Ino y la industria pastelera, entiendo perfectamente su drama. En esa hora crítica, Ino debe de haberle prometido a la Virgen de Regla mantener su virginidad intacta, si se le concedía el milagro de llegar sana y salva a Estados Unidos.
Mi madre fue la primera en contratar a Ino cuando llegó a Nueva York. La conoció a través de Radio Bemba, una red telefónica de cubanas en el exilio que se comunicaba a diario para intercambiar chismes y novedades.
Mamá decidió contratar a Ino por varias razones: primero, porque quería ayudar a una compatriota cubana que necesitaba un trabajo, pero también porque precisaba, desesperadamente, una ayudante en casa a tiempo completo. Resulta que mi padre estaba al borde de la quiebra: su socio le había robado todo el dinero de su compañía de importación de alimentos y había huido a Florida. Demasiado traumatizado para confiar en nadie y completamente abrumado por las responsabilidades, papá le había pedido a mamá que le ayudara a llevar el negocio. Mi madre, entendiendo cuán desesperada era la situación, se vio obligada a trabajar en el almacén que teníamos en Jersey City. Allí se encargaba de despachar cargamentos de yuca y plátanos, mientras dejaba el cuidado de sus tres hijitos y su pequeña bebé a la dulce y virginal Ino.
Mientras Ino estuvo empleada por mi madre, se gastó su salario semanal única y exclusivamente en postres. Compraba tantos que a menudo los traía a casa para compartirlos. Era tal su fijación oral que mi madre, que no era una mujer particularmente liberada, empezó a sugerirle que invirtiera su tiempo libre con chicos de su edad. Pero Ino no mostraba interés ni en los hombres, ni en las relaciones amorosas, ni en el sexo. A ella lo único que la hacía feliz eran los dulces.
Un buen día, mamá tuvo un minuto para sentarse con nosotras mientras me daban de cenar, y se le ocurrió probar la avena que Ino me daba a cucharadas; pero en cuanto se puso una pizca en la boca la tuvo que escupir.
—¿Qué carajo le has puesto a la avena?
—Un poquito de azúcar, para que la niña coma.
La avena tenía tanto azúcar que era prácticamente intragable. Fue entonces cuando Ino le confesó a mi madre que, dada la resistencia natural que tienen los niños a la comida, había añadido gigantescas cantidades de azúcar a todos mis alimentos. Como resultado, yo me había convertido en una pequeña y regordeta adicta al azúcar. Más aún, sospecho que estos azucarados abusos de mi infancia descalabraron mi metabolismo de por vida.
Mamá nunca me ha confirmado si esta fue la razón por la que despidió a mi niñera, pero lo cierto es que, poco después de este incidente, Ino desapareció de nuestras vidas. Por otro lado, he notado que mamá sufre en silencio cada vez que trato de discutir con ella esta teoría. No soy una mujer rencorosa, pero confieso que a menudo fantaseo con que Ino terminó gorda, preñada y abandonada por esos mismos rubios de ojos azules que su madre tanto temía.
Si mi teoría es cierta, debo agradecerle a Ino el primer recuerdo de mi infancia. Recuerdo estar de pie, frente a un espejo, y diciéndome a mí misma: «Tengo tres años de edad… y cinco kilos de más».
Ahora tengo veintiocho años y, aunque el tiempo ha pasado, hay una cosa que no ha cambiado, y es que siempre estoy batallando con mi peso. A veces lucho para bajar un par de kilos, y a veces para bajar una docena, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que todo esto se lo debo a la dulce, estúpida e inocente Ino.
Les parecerá increíble, pero yo nunca he sabido lo que es estar flaca. Siempre he estado preocupada por adelgazar, o aterrada de engordar aún más. Mi talla ha fluctuado constantemente a lo largo de los años —a veces en cuestión de meses y a veces en cuestión de días—, dependiendo de cuán absurda era la dieta de moda. Pero, hiciera lo que hiciese, los kilos siempre volvían.
He probado la dieta Scarsdale, la Atkins —esta la hice dos veces, la primera y la segunda vez que se puso de moda—, también probé la antidieta, remedios homeopáticos, acupuntura… En fin, he probado de todo, pero las pocas cosas que han funcionado lo han hecho solo temporalmente.
Recuerdo que en los años ochenta mi madre me llevó a un dietista que me ayudó a perder peso rápidamente y con mínimo esfuerzo. Se trataba del infame doctor Loomis. Loomis era tan popular que tenía una interminable fila de pacientes que, al no caber en su oficina, debían esperar su tumo en el pasillo. Lo curioso es que la fila se movía a toda velocidad porque Loomis atendía a cuatro pacientes a la vez. Había dispuesto varias salas de consulta simultánea, y pasaba un promedio de cinco segundos con cada paciente. En su breve visita, Loomis te pesaba, te obligaba a mirarte desnuda en el espejo y te insultaba.
«Mírate», decía con una cara de asco digna de quien hace un esfuerzo sobrehumano para no vomitar. «Mira toda esa grasa. ¿No te da vergüenza?».
Esta era su cariñosa manera de motivarte para adelgazar. Después te mandaba a la farmacia a comprar una potente droga que ahora es ilegal, y cuyos efectos secundarios todavía desconocemos. Desafortunadamente, ninguno de estos efectos fue la pérdida permanente de peso. Meses más tarde volví a engordar, y luego me enteré de que habían encarcelado a Loomis por recetar anfetaminas a sus pacientes.
Pero basta de quejas. Es hora de enfrentarnos a la realidad, y la realidad es muy simple: soy una gorda. Tengo pechos enormes, un trasero gigante y unas piernotas que difícilmente me caben en los pantalones. También he de reconocer que poseo una cinturita envidiable, así que por lo menos tengo la figura de un reloj de arena. Es una lástima que los relojes de arena no sean muy populares en nuestros tiempos.
Sí, señores, soy una gorda. Podemos usar términos más poéticos, como rolliza, rechoncha, robusta, frondosa…, pero después de todos estos años de gordura, finalmente me siento cómoda diciéndolo de la manera más clara y simple.
Gorda.
Gorda y ya.
Si alguno de ustedes es gordo, le recomiendo que lo diga en voz alta a cada oportunidad que tenga. Si la palabra «gordo» te define, debes acogerla con cariño y nunca dar la oportunidad a nadie de usarla como un insulto. Y ahora que estamos discutiendo términos lingüísticos, creo que ha llegado el momento de exponer otro problema: mi nombre.
Algunos latinos tienen la extraña tradición de bautizar a sus hijos con nombres absurdos. En ocasiones combinan el nombre del padre y el de la madre —por ejemplo, si los padres son Carlos y Teresa, a la niña la llaman Caresa—. Otras veces bautizan al niño con un adjetivo cualquiera, sin pensar en sus consecuencias.