Read B de Bella Online

Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

B de Bella (12 page)

Sospecho que uno de mis problemas es que yo crecí totalmente
desabuelada
. Mi abuela paterna se llamaba Brígida y nunca la conocí porque murió cuando mi padre tenía solamente quince años. Mi abuela materna se llamaba Celia, y aunque ella no tenía ninguna simpatía por Fidel Castro, rehusó salir de Cuba. Celia no podía contemplar la idea de emigrar y tratar de aprender inglés a los setenta años. Además, si se hubiera ido de Cuba, habría tenido que abandonar a ocho de sus hijos y treinta y dos de sus nietos, y eso era algo que su pobre corazón no hubiera podido resistir. Por estas razones nunca tuve a una abuela en mi niñez.

Mi madre —al igual que la mayoría de las madres de hoy en día— tuvo que salir a trabajar, y esa es la causa de que yo terminara en manos de niñeras tan incompetentes como la boba de Ino. Pero ahora que mamá estaba medio jubilada y tenía tiempo para relajarse, de vez en cuando la veía con sus nietos y me daba cuenta de lo especial que es la relación entre los niños y los abuelos. Es cierto que me fastidia un poco ver que mamá perdona a sus nietos cosas que a sus hijos nunca nos perdonó, pero también entiendo que es parte del misterioso equilibrio de la vida: los padres son estrictos y los abuelos son encubridores.

Como yo crecí sin abuela no tuve a nadie que me encubriera; y como mamá siempre estaba ocupadísima, no había tiempo para ningún tipo de complicidad entre ella y yo. Mamá solo hablaba conmigo cuando tenía que gritarme o reñirme. Desafortunadamente no tenía tiempo para más.

Gracias a la psicoterapia, la fricción entre mi madre y yo ha sido entendida y procesada; no me cabe la menor duda de que mi madre me crio lo mejor que pudo, y cualquier rencor que pudiera sentir hacia ella está olvidado y perdonado. Pero el problema persiste: nunca tuve a una mujer mayor que se sentara conmigo tranquilamente a discutir los misterios de la vida, y ya no me refiero ni a la menstruación ni al sexo, me refiero a otras sutilezas que ayudan a que una niña se convierta en mujer; el tipo de cosas que solo puedes aprender con una paciente maestra.

Cuento todo esto porque una vez que me subí de nuevo a la limusina con la Madame, hicimos las paces, y reconocí que estaba en su derecho de probar mi capacidad emocional para ejecutar el trabajo que me estaba proponiendo, la Madame me invitó a su apartamento, y esa visita fue como un reencuentro con la abuela que nunca tuve.

El apartamento de la Madame era un
loft
, o sea, un antiguo espacio industrial en lo que había sido una fábrica en el área de Long Island City en Queens. Era un apartamento grande, amplio y completamente abierto: tenía grandes ventanales, claraboyas y una gigantesca colección de antigüedades, alfombras y cojines.

No sé si alguna vez han visto la película
Ciudadano Kane
, pero el apartamento de Madame me recordaba al ficticio palacio de Xanadú de Charles Foster Kane. Estaba repleto de exóticos objetos traídos de todos los rincones del mundo: porcelanas holandesas, samovares rusos, marfiles de la China, máscaras ceremoniales de Africa… cada pieza en esa habitación tenía su historia.

En medio de esta multitud de objetos había un perchero cargado de elaborados vestidos de noche. Mientras yo miraba con fascinación sus pinturas del Renacimiento y sus esculturas de mármol, la Madame iba eligiendo vestidos que apartaba sobre un sofá que tenía a sus espaldas.

—Llévatelos. Sospecho que no tienes un vestido decente en tu armario —dijo—. ¡Ah! Y quiero que llames a mi oculista. Se llama Gerik y es como de la familia. Dile que vas de mi parte y que te haga unas lentes de contacto a buen precio. Tienes unos ojos preciosos y quiero que los muestres. Si decides hacerte las lentillas de colores, que sean color miel o avellana, porque las azules y las verdes siempre se nota que son falsas.

Inmediatamente traté de disculparme.

—He tenido lentes de contacto en el pasado, lo que pasa es que últimamente he estado tan ocupada que no he tenido tiempo de hacerme unas.

—¡Pues saca tiempo! Un trabajo que te obliga a arruinar tu apariencia no es un buen trabajo —sentenció.

Entonces encontré una foto de la Madame que debieron de hacerle cuando tenía unos veinte años.

—¿Esta es usted?

Era hermosísima. Con su pelo rojo y su figura despampanante, me recordaba a Ann-Margret en su juventud.

—Sí, soy yo —afirmó sin darle mayor importancia—. Estaba más delgada en esa época, pero ya sabes, a cierta edad una mujer tiene que sacrificar
el culo por la cara
.

—¿Qué quiere decir con eso?


Querrida
, a partir de cierta edad, mientras más flaca estás, más vieja pareces. Si tratas de mantener el peso de tu juventud, terminarás con la cara arrugada y demacrada. Pero si tienes carne sobre el hueso —dijo con un guiño—, tu cutis se mantendrá fresco y sin arrugas.

Su lógica tenía mucho sentido, y seguramente por eso la Madame —que tenía sesenta y tantos años— conservaba la tersa piel de una pastora de los Pirineos.

Mientras reflexionaba sobre este tema, me fijé en varios diplomas colgados en la pared.

—No sabía que tuviera un doctorado en psicología —dije.

—Tengo tres.

—¿Tres? ¿Y por qué?

—Porque me gusta trabajar con la gente —contestó sin conceder ningún mérito a sus logros académicos.

—Y ¿por qué no se dedica a la psicología entonces?

—Porque me gusta la gente… pero también me gusta el dinero —sentenció con una sonrisa.

—Pero, y entonces, ¿por qué trabaja haciendo declaraciones de impuestos? No creo que por ese trabajo le paguen una fortuna… aunque también es posible que lo use solo para reclutar chicas… —dije con una gota de sarcasmo.

Ella se rio.

—Solo lo hago una vez al año, en abril. Soy buena con los números, me ayuda a mantener la mente activa y me sirve para conocer gente interesante. Prefiero entretenerme con la gente que con la televisión. La realidad siempre es más interesante que la ficción.

La Madame me invitó a sentarme junto a ella en su gran sofá, que estaba cubierto de suaves almohadones de seda, y sacó un pequeño teléfono móvil rojo.

—Este va a ser tu teléfono de trabajo —dijo—. Este número no se lo vas a dar a nadie porque solo yo te voy a llamar por esta línea. Todos los días te llamaré hacia el mediodía para darte tus instrucciones. Si alguna vez necesitas llamarme, aprieta el
uno
. Alberto será tu chófer y tu guardaespaldas. Si algún día tienes un problema con un cliente, solo tienes que apretar el
dos
y Alberto irá al rescate. Cuando te paguen en efectivo depositarás el veinte por ciento del total, incluyendo la propina, en mi cuenta —explicó entregándome un papel con el número de su cuenta bancaria—. Luego debes llamarme para darme el total y el número de la operación. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contesté—. Pero usted me jura que nadie va a tratar de acostarse conmigo, ¿verdad?

—¡Ay,
querrida
—se rio—, hay cosas mejores que el sexo!

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que la gente le da demasiada importancia al sexo, y lo peor es que ni siquiera saben lo que hacen en la cama.

—Yo sí sé lo que hago en la cama —contesté orgullosa.

—¿Ah, sí? —dijo, incrédula—. ¿Alguna vez has tenido mal sexo?

—Nunca —contesté con la cabeza bien alta.

Ella sonrió con sorna.


Querrida
, si tú crees que nunca has tenido mal sexo, es porque nunca has tenido sexo del bueno. —Y con esto me hizo callar.

—Permíteme que te explique —prosiguió—. Mis clientes no están interesados en el sexo per se. Son personas que tienen fantasías, pequeños fetiches, todo depende de cada uno, pero esencialmente son hombres que están comprando tu confianza, ¿me entiendes?

—No.

—A ver, déjame que te lo explique de otra manera —dijo tomando una bocanada de aire—. ¿A ti te gusta que se burlen de ti?

—No.

—Pues a mis clientes tampoco. Así que no importa cuán raro o absurdo te parezca lo que te piden: nunca, bajo ningún concepto, debes burlarte de ellos. Ellos se están poniendo en una posición sumamente vulnerable, y por ello pagan extremadamente bien, para asegurarse de que pueden confiar en ti y de que todo se va a mantener en la más estricta confidencialidad. Si te piden que hagas algo que no quieres hacer, basta con que digas que no. Pero no trates de juzgarlos, ¿lo has entendido?

Asentí, pero todavía no entendía, porque yo era bastante inocente en esa época.

—Ahora dime… —continuó la Madame retocándose el maquillaje—, ¿eres capaz de soportar la crítica constructiva?

—¡Claro! —mentí descaradamente, y asombrándome del miedo que me producía cualquier tipo de crítica.

—Eso que llevas puesto no es ropa. Es camuflaje. De ahora en adelante debes vestirte para que te vean, no para que te ignoren.

—¿Cómo que para que me vean? ¿Para que me vean…
qué
?

—Para que te vean
la mercancía
. Llévate mis vestidos hasta que encuentres tu estilo personal. Pero mientras tanto, quiero que aprendas a mostrar lo que tienes. Quiero ver muslo y quiero ver pechuga. Quiero que trates tu escote con respeto y admiración. Siempre debes llevar algún collar que delicadamente se escurra entre tus senos. Muestra ese busto maravilloso que tienes.

—De acuerdo —asentí, dándome cuenta de que me había pasado toda la vida tratando de esconderlo.

—Pero lo más importante —continuó la Madame— es que te sientas cómoda contigo misma, porque no hay nada más sexy que una mujer que se siente a gusto en su propio cuerpo. Usa telas elásticas. No le tengas ningún miedo a la lycra. Y ahora hablemos de tu postura.

—¿Qué tiene de malo mi postura?

—Estás encorvada.

—¿En serio? —Inmediatamente me puse rígida.

—Y ahora pareces un soldado.

Yo volví a dejarme caer como si me hubiera desinflado y entonces la Madame alzó su rostro, como si se dirigiera a un auditorio lleno de profesores universitarios, y me explicó:

—La postura viene de dentro: cuando amas tu cuerpo eres capaz de ofrecerlo. Tu cabeza en alto, para que puedas mirar al mundo a los ojos. Tu expresión segura. Tus labios suaves, al borde mismo del beso. Tu busto floreciente, y tus hombros relajados para que tus brazos tengan libertad de envolver al hombre que te desea locamente. Eso sí, nunca,
nunca
olvides… —y esto me lo dijo mirándome a los ojos— que eres bella.

En cuanto oí esas palabras me enrollé como una oruga y me hundí en el sofá.

—Pues ese es el problema —confesé—, que no me siento bella.

Harta ya de mis quejas, me miró sin compasión y me soltó:

—Pues te lo vas a tener que creer, aunque no lo sientas. ¿Me lo prometes?

—Se lo prometo. —Y sentí como si me comprometiera a cruzar el Polo Norte de rodillas.

—El único obstáculo que tienes está en tu mente. El secreto de ser bella es
sentirse
bella.

Aunque no terminaba de creer lo que me decía, me quedé prendada de esa mujer que me daba los consejos que mis abuelas no pudieron darme.

—Esos zapatos que usas son demasiado altos y demasiado pequeños. ¿No te has dado cuenta de que caminas con dificultad? Parece que te fueras a caer de bruces en cualquier momento, y eso no tiene nada de
sexy
. Debes usar zapatos cómodos. ¿Qué número calzas?

—Siete y medio, casi ocho.

—Pruébate estos —dijo, y me dio unos tacones de plataforma—. Son altos, pero el ángulo no es tan pronunciado. ¿Qué usas en la ducha?

—Jabón antibacteriano y una manopla.

La Madame puso los ojos en blanco y me entregó una bolsa de cosméticos.

—Tu cuerpo es un templo, y ese templo debe ser terso y suave. Esto es lo que vas a hacer cada vez que te duches…

Con los brazos levantados como si me diera una clase de artes marciales, y con las palmas expuestas, empezó a hacer círculos alternando una mano y la otra.

—Exfoliar… hidratar… exfoliar… hidratar…

—Es como en el
Karate Kid
: dar cera… pulir cera… —dije riéndome.

—Exactamente —contestó sin reírse—, y también quiero que uses una crema reafirmante. Pero lo más importante es que cada vez que te toques, quiero que disfrutes del contacto con tu piel. Tienes que amar tu cuerpo de la misma manera que esperas que otros lo amen. Esa es la clave del asunto.

La Madame hablaba como si fuera un profeta que citaba las sagradas escrituras de las páginas de
Cosmopolitan
. Por un lado me parecía que todo lo que me decía era tremendamente superficial, pero, por el otro, le agradecía profundamente que se sentara a explicarme lo que nadie me había explicado. Me dieron ganas de abrazarla, agradecida, pero tuve que esperar a que terminara sus críticas.

—Usas demasiado maquillaje. El maquillaje es para acentuar, no para cubrir. Estás cubriendo la frescura de tu rostro. Además esos colores que te pones son demasiado artificiales.

—¿Qué tipo de maquillaje debería usar?

—Yo prefiero Susie May.

—¿Susie May? —pregunté, sorprendida de que no me recomendara alguna de esas carísimas y exóticas marcas que hay en el mercado—. Los polvos de Susie May ni siquiera los encuentras en las tiendas. Es esa marca que venden las amas de casa, ¿no?

—Yo prefiero Susie May. —Y con esto zanjó la discusión.

Yo me encogí de hombros.

—Quizá lo que necesito es cirugía plástica —dije medio en broma, medio en serio.


Querrida
, la única cirugía que necesitas… te la tienes que hacer aquí. —Y con el dedo me dio un golpecito en la sien—. Todo está en el poder de la mente sobre la materia.

Habrá quien piense que los consejos de la Madame eran como los de las revistas de belleza femeninas, pero, en mi caso, sus palabras tuvieron el efecto de un curso de física cuántica.

Esa noche llegué a mi apartamento, me metí en la bañera, y pasé un largo rato exfoliando y rehidratando mi piel. Por primera vez en mi vida acaricié mi cuerpo con amor, respeto y admiración.

Fue una experiencia desconocida, pero deliciosa.

10

Siempre estoy luchando contra el tiempo. Siempre tengo demasiado, o demasiado poco. Es como si no fuera capaz de medirlo objetivamente: algunos fines de semana se van volando, pero otros parecen durar una eternidad. Ese fin de semana que pasé con la Madame sentí como si hubiera estado un mes de vacaciones; por eso fue tan triste regresar el lunes al trabajo.

Other books

Foreign Land by Jonathan Raban
Chinaberry by James Still
Heaven Scent by SpursFanatic
Touch of Fire by Samantha Sommersby
World of Echos by Kelly, Kate
The Pea Soup Poisonings by Nancy Means Wright
The Kindest Thing by Cath Staincliffe


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024