Al escuchar que se abría la puerta di un salto casi hasta el techo.
—Siento mucho haberla hecho esperar —dijo Rauscher con voz profunda y un marcado acento alemán.
Lentamente me di la vuelta para enfrentarme a mi cliente. La primera sorpresa fue que era mucho más joven de lo que yo había pensado, y bastante guapo. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, de ojos azules, cabello canoso y abundante, y contundente mandíbula cuadrada. Tenía una excelente planta y estaba en muy buena forma. Iba disfrazado de millonario, con una bata de terciopelo azul marino sobre una camisa blanca y pantalones negros. Por un momento me recordó a uno de esos oficiales nazis de las películas; esos tipos que son tan malos, pero tan guapos, que te da vergüenza mirarlos con lujuria.
Rauscher se acercó a mí y extendió su mano.
—Hola, soy Ludwig —se presentó.
—Soy B —respondí estrechando su mano y tratando de controlar mis temblorosas rodillas.
—¿Qué te gustaría tomar, B?
Me hubiera gustado tomar una Coca-Cola light, pero como sonaba un poco infantil, le pedí lo mismo que había tomado antes de salir.
—¿Tendrías un poco de anís?
—¿Con hielo?
—Sí, por favor.
El señor Rauscher abrió una puerta escondida en la pared de madera, revelando un pequeño bar. Una vez más, se me enfriaron las manos, se me secó la boca y me entraron ganas de salir corriendo. Tan pronto como Rauscher me ofreció la copa, sonó su teléfono.
—Con tu permiso —se disculpó cortésmente.
Él levantó el teléfono, escuchó durante un segundo, replicó algo en alemán y colgó.
—Discúlpame, pero hay un asunto que requiere mi atención inmediata.
Dicho esto, y prometiéndome volver lo antes posible, me dejó sola en esa habitación y al borde de un ataque de nervios.
Me quedé sola, pero las contradictorias voces que escuchaba en mi mente se quedaron a hacerme compañía.
Fue entonces cuando esa parte de mi personalidad que quiere ser virginal, esa otra que es casquivana, la que es paranoica, la que es rebelde, y la que es católica decidieron ponerse a debatir mi situación en una frenética conversación que voy a tratar de reproducir:
—¡Este es el momento de escapar! ¡Corre! —dijo una.
—Pero ¿por qué? —intervino otra—. Ya estás aquí, y este tipo ni siquiera es un viejo feo. ¡Es guapo y millonario!
—Precisamente,
ese
es el peligro. Como es guapo y millonario vas a confiar en él, y en el momento menos pensado te cortará el cuello y echará tu cadáver al río.
—¡Ay, por favor! Un aristócrata como él no se va a poner a arrastrar un cadáver hasta el río.
—Lo más seguro es que le diga al mayordomo que se encargue de tu cadáver. ¿No has pensado que a lo mejor ya ha puesto un somnífero en tu bebida?
—Tranquila, tú sabes defenderte. Eres una mujer hecha y derecha.
—A lo mejor eres una mujer hecha y derecha, lo que no sabía es que eras una
puta
.
Aunque no lo crean, fue esta última acotación la que más impacto me causó. Inmediatamente decidí abortar la operación y salir de allí lo antes posible. Pero, naturalmente, no podía irme así como así; tenía que esperar a que él volviera y tratar de disculparme. Me abotoné la camisa y me bajé la falda para que me tomara en serio, y empecé a componer en mi cabeza un pequeño discurso que se desarrollaba más o menos así: «Ludwig, no sé cómo decirte esto, porque no quiero decepcionarte ni herir tus sentimientos, pero no soy capaz de seguir con esta farsa. Entiendo que tienes expectativas, deseos, ansias de poseerme, pero yo nunca he hecho algo así en toda mi vida, y creo que no soy capaz de hacerlo». Sí, sí, ya sé que mi discursito era bastante cursi, pero es que estaba muerta de miedo.
¿Cómo reaccionaría Rauscher? ¿Se pondría violento? ¿Trataría de forzarme? Era un hombre fornido, y era evidente que se pasaba horas en el gimnasio. Quizá era como uno de esos gladiadores de sus pinturas, capaz de levantar a una chica de mi talla y abusar de ella si le daba la gana. Además era alemán, y ya conocemos la reputación que le han creado a los alemanes las películas sobre la Segunda Guerra Mundial.
En medio de todo esto se abrió la puerta y Bradley entró con un sobre en la mano.
—El señor Rauscher me ha pedido que le entregue esto.
Tomé el sobre con manos temblorosas y noté que estaba lleno de billetes de cien dólares.
—Hay un poco más de lo acordado, para compensarla por las molestias. Si fuera tan amable de acompañarme…
Totalmente confusa, empecé a seguir a Bradley, pasillo tras pasillo, deshaciendo el camino que habíamos hecho al entrar. Mientras caminábamos por el museo de la gordura del alemán, le hice una tímida pregunta a Bradley.
—Oye, Bradley… ¿Esto quiere decir que el señor Rauscher no va a verme esta noche?
—Así es, señorita. Él le agradece su visita, pero sus servicios no serán necesarios.
—De modo que no vamos a… —No supe completar la oración, porque nadie me había explicado qué era lo que el señor Rauscher planeaba hacer conmigo.
—No, señorita. No van a hacer absolutamente nada —contestó Bradley.
Fue entonces cuando me di cuenta de lo que estaba pasando: Rauscher me estaba echando a la calle. Me vio, no le gusté, y decidió pagarme y mandarme a mi casa. Ni siquiera quería perder el tiempo conmigo. En ese momento me puse como una furia, me adelanté a Bradley y, bloqueando la salida, le hice frente.
—
Espera un momento, Bradford
—dije con un tono repelente que no sé de dónde me salió.
—Me llamo Bradley, señorita.
Dije su nombre mal a propósito, porque quería que se molestara, que se enfureciera tanto como lo estaba yo. Si ese imbécil iba a rechazarme, lo menos que podía hacer era darme sus razones.
—Quiero saber exactamente por qué este señor no quiere verme.
—Discúlpeme, pero no estoy autorizado a discutir eso…
Como no tenía nada que perder, se lo dije sin tapujos.
—¿Es por mi peso?
—Le repito que no estoy autorizado…
—¡Yo de aquí no me voy hasta que tú o ese alemán me contestéis!
—Madame, tengo que insistir…
—¿Es por mi peso? —grité.
—Madame… —susurró él tratando de evitar una escena.
—¿Es por mi peso o no? —grité una vez más como una loca.
Harto de mí, Bradley respiró profundamente, me miró a los ojos y finalmente contestó:
—Sí, señorita, es por su peso.
Qué extraños somos los seres humanos. Ahí estaba yo exigiendo, casi por la fuerza, que me dieran una respuesta, y cuando finalmente me la dieron —esa respuesta que esperaba, esa respuesta que me ha perseguido toda la vida—, fue como si me soltaran una bofetada. Emocionalmente, me desplomé.
Humillada, avergonzada y vencida, miré al suelo y arrastré los pies hasta salir del apartamento. Una vez afuera, con lágrimas en los ojos, me volví a Bradley y musité con un hilo de voz:
—Soy demasiado gorda, ¿verdad?
Entonces Bradley me respondió:
—Señorita… el problema es que usted
no es
lo suficientemente gorda. —Y me dio con la puerta en las narices.
Quizá a ustedes les parece gracioso, pero a mí no me lo pareció; de hecho, me puso más furiosa aún. ¡Qué descaro! Venir a decirme a mí que no soy lo suficientemente gorda es como decirle al Hombre Elefante que no es lo suficientemente feo para estar en el circo. Como ya no me quedaba ni una pizca de dignidad, me puse a dar patadas a la puerta.
—¿Cómo que no soy lo suficientemente gorda? ¡Bradley! ¡Bradley! ¡Deja que le enseñe a ese hijo de perra lo que es una gorda de verdad! ¡Bradley!
Bradley debió de llamar a los porteros, porque en cosa de segundos la puerta del ascensor se abrió y uno de ellos me indicó que era hora de irme. Molesta aún, caminaba hacia el ascensor cuando repentinamente sonó mi teléfono. Era la Madame.
—¿Madame?
—¿Cómo te ha ido? —preguntó.
—¡Horrible!
—¿Te pagó?
—Sí, me pagó, pero eso es lo de menos. Este idiota dice que no soy lo suficientemente gorda. ¡Es la estupidez más grande que he oído en mi vida!
El portero se estaba haciendo el tonto, pero yo sabía que estaba escuchando mi conversación sin perderse un detalle, así que me di la vuelta y le pregunté:
—¿Cuánto te parece que peso?
—La verdad es que no sabría decirle —contestó.
—¡Ay, no te hagas el inocente! ¡Vamos, dime cuánto peso!
—No sé… ¿Unos sesenta kilos…?
En otras circunstancias su cálculo me habría halagado, pero hoy no estaba de humor para diplomacias.
—¡No seas payaso y dime la verdad! ¿Cuánto crees que peso?
—Es que no soy bueno para estas cosas —trató de disculparse.
—A ver —insistí, tratando de resolver el asunto por las buenas—, si yo estuviera parada en una esquina, tu dirías «esa gorda que está en la esquina», ¿verdad?
—Pues… sí… seguramente diría eso.
—Gracias —contesté.
Eso era exactamente lo que yo necesitaba oír en ese momento. Para entonces habíamos salido del edificio y nos acercábamos a la limusina, mientras yo reanudaba la conversación con la Madame.
—¿Lo ve? Hasta el portero puede corroborar que soy una gorda. ¿Qué demonios le pasa a este imbécil?
—
Querrida
—contestó la Madame con una tranquilidad que me sacó de quicio—, esta es tu primera y tu más importante lección: el cliente siempre tiene la razón.
—¿Qué quiere decir con eso?
—El tipo te pagó, ¿cierto o no?
—Cierto.
—Entonces, ¿a ti qué te importa lo que haga o lo que no haga?
—¡Pero, Madame, usted no me entiende! Ese tipo debe de pensar que…
—¡B! —me interrumpió—. Esta es tu segunda lección: lo que otros piensan de ti no es asunto tuyo.
—Pero…
—B, cállate un segundo y ponte a pensar —dijo ella con tal seriedad que logró que dejara de quejarme durante un segundo—. Este señor te ha pagado por tu tiempo, y tiene derecho a usar ese tiempo como a él le dé la gana, no como a ti te dé la gana. Punto.
Mientras yo trataba de procesar la lógica de sus argumentos, llegamos hasta la limusina. El portero me abrió la puerta, entré, y casi me dio un infarto cuando encontré a la Madame —con su teléfono en la mano— cómodamente sentada en el asiento trasero.
—¿Qué hace usted aquí?
—Obviamente no te iba a mandar sola a tu primer trabajo —dijo, y sonrió como una madre que espera a su hijo en la puerta de la guardería. Este detalle me conmovió tanto que me desplomé llorando en sus brazos.
—¿Mi primer trabajo? Parece que no soy lo suficientemente gorda para esto —expliqué entre sollozos.
Ella me sostuvo con ternura durante un minuto, y luego me susurró al oído:
—
Querrida
, ese loco les ha hecho lo mismo a todas las chicas que le he mandado.
—¿Cómo? ¿O sea, que él ya había hecho esto antes?
—Una y otra vez —contestó.
Inmediatamente le di un empujón a la Madame para quitármela de encima.
—¿Y usted me mandó a sabiendas a casa de ese estúpido, para dejarle que me humillara de esta manera? —Sin pensarlo dos veces le tiré el sobre con el dinero y me bajé de la limusina. Menos mal que estábamos parados en un semáforo.
—¡Pero B, no seas tonta! —gritó la Madame mientras la limusina me seguía por la calle.
—¿Cómo se ha atrevido a hacerme esto? —sollocé.
Con total descaro, la Madame se puso a contar el dinero mientras trataba de consolarme.
—Pero ¿no te das cuenta de que este es el dinero más fácil que has ganado en toda tu vida? —dijo mientras se abanicaba con el fajo de billetes.
—¿Cuántas veces le tengo que decir que a mí no me importa el dinero? ¡Ese tipo me rechazó y me insultó!
—Bueno, bueno, cálmate, te prometo que no te volveré a mandar con alguien así. Te lo juro. Lo que pasa es que necesitaba asegurarme de que tú eras capaz de soportar ese tipo de situación.
—Claro, seguro que usted pensaba que, como soy gorda como una ballena, debía de estar acostumbrada al rechazo, ¿verdad? —contesté con rabia.
En ese momento ella pasó de la dulzura al sarcasmo.
—¡Ay, sí, pobrecita de ti! —dijo en tono de burla.
—¡Sí! ¡Exactamente! ¡Pobrecita de mí!
—
Querrida
, en este mundo no hay víctimas, lo que hay es voluntarios.
Me dio tanta rabia cuando dijo eso que no pude ni contestarle.
—Mira, chica —prosiguió ella pasando del sarcasmo a la impaciencia—, soy una mujer muy ocupada, tengo un negocio que atender, y no puedo malgastar el tiempo en esto. Si quieres echarte a llorar y sentirte como una víctima, te recomiendo que te vayas a tu casa a llorar en tu almohada. Pero si quieres aprender algo de esta experiencia, te aconsejo que vuelvas a subir al coche para que hablemos como personas civilizadas.
Sus palabras me hicieron sentir como una niña malcriada. Me sentía débil e infantil, pero seguí caminando como si fuera Juana de Arco marchando a la hoguera. La Madame debió de sospechar que yo empezaba a dudar, porque en ese momento volvió a endulzar el tono y me dijo:
—B, ese hombre es un idiota. ¿Estás molesta porque un idiota no te quiere?
—Sí, estoy molesta porque un idiota no me quiere.
—¿Y eso no te parece absurdo?
Fue entonces cuando me detuve a pensar. Yo, que tenía respuestas para todo, no tenía la respuesta para esto.
La limusina se detuvo junto a mí y la Madame, sentada aún junto a la ventanilla, esperó pacientemente sabiendo que se me habían acabado los argumentos.
Respiré hondo y —aún molesta— subí al coche. La Madame me sonrió y me entregó un montón de billetes, que yo acepté a regañadientes.
—Felicidades —dijo.
—¿Por qué? ¿Por aceptar el dinero?
—No. Por madurar.
¿Era cuestión de madurez lo que había pasado? No estaba segura. Pero de lo que sí estaba segura era de que necesitaba tiempo para entender lo que esta Madame rusa trataba de enseñarme. Por otro lado, si lo que ella se proponía era confundirme, había que reconocer que lo estaba logrando.
Cuando estaba en la escuela, mis amigos siempre tenían a una abuela viviendo en su casa. Quizá en otras culturas era aceptable mandar a la abuelita a un asilo de ancianos, pero para los latinos con los que yo crecí eso era impensable. Si tenían dinero le compraban la casa de al lado; si no lo tenían, le proporcionaban una habitación, o la invitaban a compartir el cuarto del hijo menor. Así se manejaba esa situación y nadie podía ni debía cuestionarla. En algunos casos ambas abuelas vivían con la familia, ya fuera para bien o para mal.