Por la ventana, podía ver a Septimus en su incesante patinar sobre la nieve. Decía que le hacía sentirse como un pájaro y que le proporcionaba un placer tridimensional que nunca había conocido. Bueno, a cada uno lo suyo.
Le advertí que no debía dejarse ver.
—Sería arriesgado para mí —le dije—, pues la CIA no aprobaría este experimento privado…, pero a mí no me importa mi peligro personal, pues para una persona como yo lo primero es la ciencia. No obstante, si llegaras a ser visto mientras te deslizas sobre la nieve como sueles hacer, te convertirías en blanco de la curiosidad del público, y caerían sobre ti enjambres de periodistas. La CIA se enteraría de ello, y tendrías que soportar los experimentos a que te someterían centenares de científicos y militares hurgándote. No estarías solo ni un minuto. Te convertirías en una celebridad nacional y te hallarías permanentemente a disposición de miles de personas interesadas en ti.
Septimus se estremeció intensamente ante la perspectiva, tal como yo sabía que le ocurriría a un amante de la soledad. Luego, dijo:
—Pero ¿cómo conseguiré provisiones cuando me encuentre bloqueado por la nieve? Ésa era la finalidad de este experimento.
—Estoy seguro de que los camiones casi siempre podrán pasar por las carreteras, y tú puedes hacer suficiente acopio de víveres como para subsistir en las ocasiones en que no puedan. Si cuando de verdad estés bloqueado por la nieve necesitas algo urgentemente, puedes ir deslizándote hasta tan cerca de la ciudad como te atrevas, cerciorándote de que no te ve nadie…; de todos modos, en esas condiciones habrá muy pocas personas al aire libre, posiblemente nadie, y luego, recuperar tu peso, recorrer los últimos metros caminando penosamente y parecer agotado. Recoges lo que necesitas, te alejas unos cientos de metros, caminando con fatiga, y vuelves a emprender el vuelo. ¿Comprendes?
En realidad, no fue necesario hacer eso ni una sola vez en todo el invierno; desde el principio yo sabía que había exagerado el peligro de la nieve. Y tampoco nadie le vio durante sus deslizamientos.
Septimus no se saciaba. Deberías haber visto su rostro cuando dejaba de nevar durante más de una semana o cuando la temperatura se elevaba por encima de los cero grados. No puedes imaginar cuánto le preocupaba la preservación del manto de nieve. ¡Qué invierno tan maravilloso! ¡Qué tragedia que fuese el único!
¿Qué sucedió? Te diré lo que sucedió. ¿Recuerdas lo que dijo Romeo justo antes de hundir su puñal en el cuerpo de Julieta? Probablemente no, así que te lo mencionaré: «Deja que una mujer penetre en tu vida, y se habrá terminado tu tranquilidad».
En el otoño siguiente, Septimus conoció a una mujer, Mercedes Gumm. Antes ya había conocido a otras mujeres, no era ningún ermitaño, pero nunca habían significado gran cosa para él: un breve período de amistad, idilio, ardor y, luego, las olvidaba, y ellas le olvidaban a él. Ningún daño se derivaba de ello. Después de todo, yo mismo he sido ferozmente perseguido por numerosas jóvenes y nunca he hallado en ello absolutamente ningún daño, aunque a menudo me acorralaban y me obligaban a…, pero me estoy apartando del asunto.
Septimus vino a mí con aire extremadamente abatido.
—La quiero, George —dijo—. Estoy loco por ella. Es el imán mismo de mi existencia.
—Muy bonito —dije—. Tienes mi permiso para seguir con ella durante algún tiempo.
—Gracias, George —respondió sombríamente Septimus—. Ahora lo que necesito es «su» aprobación. No sé por qué, pero no parece tenerme mucho aprecio.
—Es extraño —dije—. Por lo general, sueles tener mucho éxito con las mujeres. Después de todo, eres rico, musculoso y no más feo que la mayoría.
—Yo creo que la cuestión estriba en lo de musculoso —comentó Septimus—. Ella piensa que soy un patán.
Tuve que admirar la percepción de la señorita Gumm. Septimus, por decirlo lo más suavemente posible, «era» un patán. Sin embargo, al imaginar sus bíceps en tensión bajo las mangas de su chaqueta, consideré preferible no mencionar mi apreciación de la situación.
—Dice que ella no admira el aspecto físico en los hombres —añadió—. Quiere alguien reflexivo, intelectual, profundamente racional, filosófico y todo un montón de adjetivos de ese tipo. Dice que yo no soy ninguna de esas cosas.
—¿Le has mencionado que eres novelista?
—Claro que se lo he dicho. Y también ha leído un par de novelas mías. Pero, como sabes, George, suelen tratar sobre jugadores de rugby, y ella dice que eso le resulta repugnante.
—Entiendo que no es del tipo atlético.
—No, en efecto. Practica la natación. —Hizo una mueca, probablemente recordando la ocasión en que fue reanimado mediante respiración boca a boca a la tierna edad de tres años—. Pero eso no ayuda gran cosa.
—En ese caso —dije consoladoramente—, olvídala, Septimus. Las mujeres son fáciles de encontrar. Cuando una se marcha, llega otra. Hay muchos peces en el mar y muchos pájaros en el aire. Todas son iguales en la oscuridad: una mujer u otra, no hay ninguna diferencia.
Habría continuado indefinidamente, pero él parecía que estaba siendo presa de una extraña agitación mientras escuchaba, y uno no quiere provocarle agitación a un patán.
—Me ofendes profundamente con esos sentimientos, George —dijo Septimus—. Mercedes es la única mujer del mundo para mí. No podría vivir sin ella. Está inseparablemente ligada al núcleo mismo de mi ser. Ella es el aliento de mis pulmones, el latido de mi corazón, la visión de mis ojos. Ella…
Él sí continuó indefinidamente, y no parecía preocuparle lo más mínimo el hecho de que me estuviese ofendiendo en lo más hondo de aquellos sentimientos.
—Así, pues —dijo—, no veo más salida que insistir en el matrimonio.
Las palabras estaban impregnadas de ominosos presagios. Yo sabía exactamente cuál sería el resultado: tan pronto como se casaran, eso significaría el fin de mi paraíso. No sé por qué, pero si hay algo en que las recién casadas insisten es en que los amigos solteros se esfumen. Jamás volvería a ser invitado a la casa de campo de Septimus.
—No puedes hacer eso —exclamé, alarmado.
—Oh, reconozco que parece difícil, pero creo que puedo hacerlo. He elaborado un plan: aunque Mercedes piense que soy un patán, no carezco de refinamiento. La invitaré a mi casa de campo a principios del invierno. Allí, en el sosiego y la paz de mi Edén, sentirá expandirse todo su ser y acabará comprendiendo la verdadera belleza de mi alma.
Pensé que eso era esperar demasiado, incluso del Edén, pero lo que dije fue:
—No pretenderás mostrarle cómo puedes deslizarte sobre la nieve, ¿verdad?
—No, no —respondió—. Hasta que no nos casemos, no.
—Aun entonces…
—Tonterías, George —dijo Septimus con aire cortante—. Una esposa «es» el segundo yo de un marido. A una esposa se le pueden confiar los secretos más íntimos. Una esposa…
Volvió a continuar indefinidamente, y todo lo que pude hacer fue decir débilmente:
—A la CIA no le gustará.
Su breve comentario sobre la CIA lo habrían suscrito gustosamente los soviéticos. Y también Cuba y Nicaragua.
—De alguna manera la convenceré para que se venga conmigo a principios de diciembre —dijo—. Confío que comprenderás, George, que deseemos estar solos. Sé que ni siquiera pensarías en obstaculizar las románticas posibilidades que surgirían entre Mercedes y yo en la tranquila soledad de la Naturaleza. Sin duda alguna, nos sentiríamos atraídos el uno al otro por el magnetismo del silencio y del pausado tiempo.
Reconocí la cita, naturalmente. Es lo que Macbeth dice justo antes de hundir el puñal en el cuerpo de Duncan, pero me limité a mirar a Septimus con aire frío y digno. Un mes después, la señorita Gumm fue a la casa de campo de Septimus, y yo, no.
No presencié lo que sucedió en la casa de campo; lo conozco sólo a través del testimonio oral de Septimus, por lo que no puedo responder de todos los detalles.
La señorita Gumm era una entusiasta de la natación, pero Septimus, sintiendo una aversión invencible hacia esa particular afición, no hizo ninguna pregunta al respecto. Y, al parecer, la señorita Gumm tampoco consideró necesario dar detalles a un patán que no mostraba ninguna curiosidad. Por esa razón, Septimus nunca supo que la señorita Gumm era una de esas chifladas que disfrutan poniéndose un bañador en pleno invierno, rompiendo el hielo del lago y sumergiéndose en las gélidas aguas para dar unas cuantas saludables y vigorizantes brazadas.
Y ocurrió que una fría y radiante mañana, mientras Septimus roncaba sonoramente, la señorita Gumm se levantó, se puso su bañador, su albornoz y sus zapatillas y, a lo largo del nevado sendero, se dirigió al lago. La orilla estaba cubierta por una fina capa de hielo, pero el interior no se había helado, y, quitándose el albornoz y las zapatillas, se zambulló en las frígidas aguas, con lo que debieron de ser evidentes muestras de satisfacción.
Poco después, Septimus se despertó y, con el fino instinto de los enamorados, al instante se dio cuenta de que su amada Mercedes no estaba en la casa. Recorrió ésta llamándola por su nombre. Al encontrar en su habitación sus ropas y demás pertenencias, comprendió que no se había marchado a la ciudad en secreto, como al principio había temido. Así, pues, debía de estar fuera.
Apresuradamente, se calzó las botas en los descalzos pies y se puso sobre el pijama su abrigo más grueso. Se precipitó al exterior, gritando su nombre.
La señorita Gumm le oyó, como es lógico, y agitó vivamente los brazos en su dirección, gritando: «Aquí, Sep. Aquí».
Lo que sucedió después te lo contaré con las propias palabras de Septimus.
—Me pareció que pedía auxilio —dijo— y llegué a la natural conclusión de que mi amada se había aventurado sobre el hielo en un momento de locura y se había caído, ¿Cómo iba a pensar que ella fuera a arrojarse voluntariamente a las gélidas aguas?
»Era tan grande mi amor hacia ella, George, que al instante decidí desafiar al agua —a la que por lo general temía cobardemente, en particular si se trataba de agua gélida—, y me precipité a salvarla. Bueno, quizá no «al instante», pero de veras que no lo pensé más de dos minutos, o tres a lo sumo.
»Entonces, grité: «Ya voy, querida. Mantén la cabeza fuera del agua», y eché a correr. No iba a «caminar» sobre la nieve. Pensé que no había tiempo suficiente. De modo que disminuí mi peso mientras corría y, luego, en espléndido deslizamiento, me elevé sobre la delgada capa de nieve, sobre el hielo que bordeaba el lago, y caí al agua con horrendo chapoteo.
»Como sabes, tengo un miedo mortal al agua y no sé nadar. Además, las botas y el abrigo me arrastraban al fondo, y con toda seguridad me habría ahogado si Mercedes no me hubiera salvado.
»Uno pensaría que lo romántico de salvarme nos habría acercado más el uno al otro, nos habría unido, pero…
Septimus meneó la cabeza, y había lágrimas en sus ojos.
—No fue así. Ella estaba furiosa.
»—Maldito idiota —gritó—. Zambullirte en el agua con abrigo y botas y sin saber siquiera nadar. ¿Qué diablos creías que estabas haciendo? ¿Sabes los esfuerzos que he tenido que hacer para sacarte del lago? Y estabas tan dominado por el pánico, que me agarrabas de la mandíbula. Casi me haces perder el conocimiento, y nos hubiéramos ahogado «los dos». Y todavía me duele.
»Recogió sus cosas y se marchó hecha una furia, y yo tuve que quedarme con lo que se convirtió en un fortísimo catarro del que aún no me he recuperado por completo. No la he vuelto a ver desde entonces…, no contesta mis cartas ni mis llamadas telefónicas. Mi vida ha terminado, George.
—Sólo por curiosidad, Septimus —le dije—, ¿por qué te arrojaste al agua? ¿Por qué no te quedaste en la orilla, o tan internado en el hielo como te atrevieses, y le tendiste desde allí un palo largo o una cuerda, en el caso de poder conseguir una?
Septimus parecía apesadumbrado.
—No tenía intención de arrojarme al agua. Me proponía deslizarme sobre la superficie.
—¿Deslizarte sobre la superficie? ¿No te dije que tu ingravidez sólo funcionaría sobre el hielo?
La expresión de Septimus se tomó feroz.
—Yo pensaba que era eso. Tú dijiste que sólo daba resultado sobre H
2
O. Eso incluye el agua, ¿no?
Tenía razón. H2
2
O sonaba más científico, y yo tenía que mantener mi aire de genio científico.
—Pero me refería a H
2
O sólida —dije.
—Pero no «dijiste» H
2
O sólida —replicó, mientras se ponía lentamente en pie, con clara intención de despedazarme.
No me quedé a comprobar la exactitud de mi impresión. No le he vuelto a ver desde entonces, tampoco he vuelto a ir jamás a su paraíso campestre. Tengo entendido que, principalmente, ahora vive en una isla del mar del Sur, al parecer porque no quiere volver a ver hielo ni nieve.
—Y es lo que yo digo: «Deja que una mujer penetre en tu vida…», aunque, ahora que lo pienso, quizá fuera Hamlet quien dijo eso justo antes de hundir su puñal en el cuerpo de Ofelia.
George dejó escapar un vinoso suspiro de las profundidades de lo que él consideraba su alma, y dijo:
—Bueno, están cerrando el local y será mejor que nos marchemos. ¿Has pagado la cuenta?
Desafortunadamente, la había pagado.
—¿Y puedes prestarme cinco dólares para ir a casa?
Más desafortunadamente aún, podía.
George no era uno de esos espíritus pusilánimes que consideraban que el hecho de no pagar una comida les privaba del derecho a criticarla. De manera que me expresaba su decepción con toda la delicadeza que podía…, o con toda la que creía que yo merecía, lo cual no es lo mismo, naturalmente.
—Este
smorgasbord
—dijo— obviamente es de una calidad inferior. Las albóndigas no tienen suficiente picante, el arenque no está lo bastante salado, los huevos en salsa están secos, la…
—George —le interrumpí—, ése es el tercer plato rebosante que devoras. Un bocado más, y tendrás que someterte a una intervención quirúrgica para aliviar la presión gástrica. ¿Por qué comes tanto de una calidad tan deficiente?
—¿Es propio en mí humillar a mi anfitrión negándome a ingerir su comida? —replicó altivamente George.
—La comida no es mía; es del restaurante.
—Es al dueño de esta miserable choza a quien me refiero. Dime, amigo mío, ¿por qué no perteneces a algún buen club?