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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

Azazel (11 page)

Salieron otros anuncios del mismo tipo, y obtuvieron el mismo éxito.

Y, de pronto, lo comprendí: Azazel se las había arreglado para dar a Gottlieb una estructura mental que le hacía posible complacer al público con lo que escribía, pero, al ser pequeño y de poca categoría, no había sido capaz de afinar su sintonía mental para que el don conferido fuese aplicable únicamente a las novelas. Muy bien podría ser que Azazel ni siquiera supiese lo que era una novela.

Bueno, ¿importaba realmente?

No puedo decir que Gottlieb se sintiese exactamente complacido cuando me encontró a la puerta de su casa, pero no se hallaba tan sumido por completo en la infamia como para no invitarme a entrar. De hecho, comprendí con cierta satisfacción que no podía dejar de invitarme a cenar, aunque trató —yo creo que deliberadamente— de destruir ese placer haciéndome sostener en brazos al pequeño Gottlieb durante un largo período de tiempo. Fue una experiencia horrible.

Después, a solas en su comedor, le pregunté:

—¿Y cuánta basura ganas, Gottlieb?

Me miró con aire de reproche.

—No lo llames basura, George. Es poco respetuoso. Admito que cincuenta mil al año sea basura, pero cien mil, más varios extras sumamente satisfactorios, es estatus financiero.

»Es más, pronto fundaré mi propia empresa y me haré multimillonario, nivel en el que el dinero se convierte en virtud…, o poder, que es lo mismo, naturalmente. Con mi poder, por ejemplo, me será posible expulsar del negocio a Fineberg. Eso le enseñará a dirigirse a mí en términos que ningún caballero debe usar con otro. A propósito, George, ¿sabes por casualidad qué significa
shmendrick
?

No podía ayudarle en ese aspecto. Estoy versado en varios idiomas, pero el
urdú
no es uno de ellos.

—Entonces, te has enriquecido —le dije.

—Y tengo el propósito de enriquecerme más.

—En ese caso, Gottlieb, ¿puedo puntualizar que esto ha sucedido sólo después de que yo accediera a hacerte rico, momento en el que tú, a tu vez, prometiste darme la mitad de tus ganancias?

Gottlieb frunció el ceño.

—¿Accediste? ¿Prometí?

—Admito que se trata de una de esas cosas que se olvidan con mucha facilidad, pero, afortunadamente, todo fue puesto por escrito…, a cambio de servicios prestados…, firmado, escriturado, todas esas cosas. Y da la casualidad de que llevo encima una fotocopia del contrato.

—Ah. ¿Puedo verla, entonces?

—Por supuesto, pero permíteme que te aclare que únicamente se trata de una fotocopia, por lo que si se diera la circunstancia de que, accidentalmente, la rompieras en mil trocitos en tu avidez por examinarla con atención, yo seguiría teniendo el original en mi poder.

—Una medida prudente, George, pero no temas. Si todo es como tú dices, no te verás privado ni de un solo centavo que te corresponda. Yo soy un hombre de principios y cumplo todos los pactos al pie de la letra.

Le entregué la fotocopia, y la examinó con detenimiento.

—Ah, sí —dijo—. Recuerdo. Naturalmente. Sólo hay un pequeño detalle…

—¿Qué? —pregunté.

—Bueno, aquí, en este papel, se habla de mis ganancias como novelista. Yo no soy un novelista, George.

—Querías serlo, y lo puedes ser en cuanto te sientes ante la máquina de escribir.

—Pero ya no quiero serlo, George, y no espero sentarme ante la máquina de escribir.

—Pero las grandes novelas significarán fama inmortal. ¿Qué pueden reportarte tus estúpidos eslóganes?

—Montones y montones de dinero, George, más una gran empresa que será mía y que dará trabajo a muchos desdichados redactores de anuncios cuyas vidas dependerán por entero de mí. ¿Tuvo Tolstoi alguna vez eso? ¿Lo tiene Del Rey?

Yo no podía dar crédito a lo que oía.

—Y, después de lo que he hecho por ti, ¿no me darás ni un mísero centavo, simplemente por una sola palabra de nuestro solemne contrato?

—¿Has probado tú alguna vez a escribir, George? Porque yo mismo no podría haber expresado con palabras más clara y sucintamente la situación. Mis principios me supeditan a la letra del contrato, y yo soy un hombre de principios.

Su postura se mantenía inalterable, y comprendí que de nada serviría sacar a colación la cuestión de los once dólares que yo había gastado en nuestra última comida juntos. Por no decir nada de los veinticinco centavos de propina.

George se puso en pie y se marchó en un estado tal de histriónica desesperación, que no me atreví a sugerirle que primero pagase la mitad que le correspondía de las bebidas. Pedí la cuenta y observé que ascendía a veintidós dólares.

Admiré la escrupulosa aritmética de George para resarcirse, y me sentí obligado a dejar cincuenta centavos de propina.

El mal que hace la bebida

—Sería difícil evaluar el mal que hace la bebida —dijo George, con un suspiro fuertemente alcohólico.

—No, si fueses abstemio —repuse.

Me miró fijamente, con una expresión mezcla de reproche y de indignación en sus claros ojos azules.

—¿Cuándo no lo he sido? —preguntó.

—Desde que naciste —respondí; luego, comprendiendo que estaba siendo injusto con él, me apresuré a rectificar—. Desde que te destetaron.

—Supongo —dijo George—, que ése es uno de tus ineficaces intentos de humorismo.

Y, con aire totalmente abstraído, se llevó mi bebida a los labios, tomó un sorbo y la volvió a dejar sobre la mesa, sujetándola con garra de hierro.

Lo dejé pasar. Quitarle una bebida a George era algo muy similar a quitarle un hueso a un bulldog hambriento.

—Al formular mi observación —dijo—, estaba pensando en una joven por la que me sentía muy interesado, de forma puramente paternal, y que se llamaba Ishtar Mistik.

—Un nombre poco corriente —comenté.

—Pero apropiado, pues Ishtar es el nombre de la diosa babilónica del amor, y una verdadera diosa del amor es lo que era Ishtar Mistik…, en potencia al menos.

Ishtar Mistik —dijo George— era lo que se dice un hermoso ejemplar de mujer si uno tuviera una tendencia congénita a las descripciones incompletas. Su rostro era bello en el sentido clásico, con la perfección impresa en cada uno de sus rasgos, y se hallaba coronado por una aureola de dorados cabellos, tan delicados y rutilantes que semejaban un halo. Su cuerpo sólo podría ser descrito como afrodisíaco: ondulante y hermoso, una combinación de firmeza y ductilidad encerrada en una suave perfección.

Tu sucia mente tal vez induzca a preguntarte cómo es que conozco también la cualidad táctil de sus encantos, pero te aseguro que se trata de una valoración a distancia que yo puedo realizar gracias a mi experiencia general en tales cuestiones, y no por ninguna observación directa en este caso concreto.

Completamente vestida, componía una imagen más espléndida que ninguna de las que suelen presentar las revistas dedicadas a este tipo de artísticas perspectivas. Una cintura estrecha, coronada y cimentada por una doble suculencia que no podrías imaginar sin haberla visto; piernas largas, brazos airosos, movimientos embelesadores.

Y a pesar de que difícilmente podría pedirse más a semejante perfección física, Ishtar tenía además una mente aguda y flexible, había terminado sus estudios en la Universidad de Columbia con un
magna cum laude
…, aunque cabe suponer que el profesor universitario medio, al otorgar la licenciatura a Ishtar Mistik, podría sentirse inclinado a concederle el beneficio de la duda. Como tú también eres profesor, mi querido amigo —y lo digo sin ánimo de herir tus sentimientos—, no puedo por menos de tener una paupérrima opinión de la profesión en general.

Con todo esto, uno habría pensado que Ishtar tendría muchos hombres entre los que elegir e, incluso, que podría ir renovando su elección cada día. De hecho, yo había pensado alguna que otra vez que si llegara a elegirme a mí, me esforzaría por hacer frente al desafío, llevado de mi caballerosa consideración hacia el bello sexo, pero debo reconocer que no me atrevía a ponérselo de manifiesto.

Pues si Ishtar tenía un pequeño defecto, éste consistía en que ella resultaba una criatura un tanto intimidante. Su estatura rebasaba el metro ochenta, poseía una voz que, cuando se conmovía, parecía más bien un toque de trompeta, y se sabía que en cierta ocasión se había vuelto contra un individuo bastante corpulento que, incautamente, había intentado tomarse ciertas libertades con ella, levantándole en el aire y arrojándole al otro lado de la carretera, bastante ancha, hasta hacerle chocar contra una farola. El hombre pasó seis meses en el hospital.

La población masculina mostraba una cierta renuencia a entablar relaciones con ella, ni aun del tipo más respetuoso. El innegable impulso que se sentía, siempre resultaba abortado por una largo reflexión acerca de si en realidad no había riesgos físicos al intentarlo. Incluso yo mismo —por otra parte, valiente como un león, como sabes que soy—, me encontré pensando en la posibilidad de acabar con varios huesos rotos. Así, por acuñar una frase, la conciencia nos hace cobardes a todos.

Ishtar estaba al corriente de la situación, y una vez se lamentó amargamente de ella conmigo. Recuerdo muy bien la ocasión: era un magnífico día de primavera, y nos hallábamos sentados en un banco de Central Park. Recuerdo que en aquella ocasión no menos de tres hombres que hacían deporte por el parque no tomaron bien una curva al volverse para mirar a Ishtar y terminaron dándose de narices contra un árbol.

—Es probable que permanezca virgen toda mi vida —dijo, mientras le temblaba su deliciosamente curvado labio inferior—. Nadie parece interesarse en mí, nadie en absoluto. Y pronto cumpliré veinticinco años.

—Verás…, querida —dije, alargando con cierta cautela la mano para darle unas palmaditas en la suya—, debes comprender que los jóvenes se sienten atemorizados ante tu perfección física y no se consideran dignos de ti.

—Eso es ridículo —exclamó ella, con voz lo suficientemente fuerte como para que varios lejanos transeúntes se volvieran inquisitivamente en nuestra dirección—. Lo que estás tratando de decir es que se asustan de mí. Hay algo en la forma en que esos imbéciles me miran cuando somos presentados, y se frotan los nudillos cuando nos damos la mano, que me indica que no sucederá nada. Se limitan a decir «Encantado de conocerte» y se alejan rápidamente.

—Tienes que darle ánimos, mi querida Ishtar. Debes considerar al hombre como una frágil flor que sólo puede florecer adecuadamente bajo el cálido sol de tu sonrisa. De alguna manera debes darle a entender que eres receptiva a sus avances y abstenerte de todo intento de agarrarle por el cuello de la chaqueta y el fondo de los pantalones y estrellarle la cabeza contra la pared.

—Nunca he hecho eso —exclamó, indignada—. Bueno, casi nunca. ¿Y cómo diablos esperas que indique que soy receptiva? Ya sonrío y digo: «¿Cómo estás?», y siempre comento: «Hace un día espléndido», aunque no lo haga.

—No es suficiente, querida. Debes coger el brazo de un hombre y ponerlo suavemente bajo el tuyo. Podrías pellizcarle la mejilla, acariciarle el pelo, mordisquearle delicadamente las puntas de los dedos. Pequeñas cosas como ésas evidencian un interés, cierta disposición por tu parte a entregarte a besos y abrazos amistosos.

Ishtar pareció horrorizada.

—Yo no podría hacer eso. Sencillamente, no podría. He recibido una educación muy rigurosa. Me es imposible comportarme de ninguna manera que no sea la forma más correcta. Debe ser el hombre quien tome la iniciativa, y aun en ese caso, debo frenarle tan enérgicamente como pueda. Mi madre siempre me enseñó eso.

—Pero, Ishtar, hazlo cuando tu madre no esté mirando.

—No podría. Soy demasiado…, demasiado inhibida. ¿Por qué no puede un hombre simplemente…, simplemente venir a mí?

Se ruborizó a consecuencia de algún pensamiento que debió de cruzar su mente al pronunciar aquellas palabras, y se llevó al corazón su grande pero perfectamente moldeada mano. (Vagamente me pregunté si sabía lo privilegiada que era su mano en esos momentos.)

Creo que fue la palabra «inhibida» lo que me dio la idea.

—Ishtar, hija mía —le dije—, ya lo tengo. Debes tomar bebidas alcohólicas. Algunas tienen un sabor muy agradable y producen un saludable efecto vigorizante. Si invitases a un joven a tomar contigo varios saltamontes, o margaritas, o cualquiera de una docena de bebidas que podría mencionar, te encontrarías con que tus inhibiciones disminuían rápidamente, y también las de él. Se atrevería a hacerte proposiciones que ningún caballero debería hacer a una dama, y tú, por tu parte, le soltarías una risita y le sugerirías una visita a un hotel que tú conoces y donde no te encontraría tu madre.

Ishtar suspiró y dijo:

—Eso sería maravilloso, pero no daría resultado.

—Ya lo creo que sí. Casi cualquier hombre estaría encantado de tomar una copa contigo. Si vacila, ofrécete a pagar tu misma la cuenta. Ningún hombre que valga algo rechazaría una copa cuando una dama se ofrece a…

—No es eso —me interrumpió—. El problema está en mí. Yo no puedo beber.

Jamás había oído nada semejante.

—Basta con que abras la boca, querida…

—Ya lo sé. Puedo «beber»…, o sea, tragar el líquido. La cuestión es el efecto que me produce. Me deja completamente aturdida.

—Pues no bebas tanto…

—Una sola copa me aturde, salvo cuando me marea y vomito. Lo he intentado montones de veces, y, sencillamente, no puedo tomar más de una copa, y una vez que las he tomado, en realidad ya no estoy de humor para…, ya sabes. Yo creo que es un defecto de mi metabolismo, pero mi madre dice que es un don del cielo destinado a conservarme virtuosa frente a las argucias de hombres perversos que tratarían de privarme de mi pureza.

Debo confesar que me quedé casi sin habla ante la idea de alguien que encontrara realmente algún mérito en la incapacidad para gozar de los placeres de la uva. Sin embargo, el pensamiento de semejante perversión robusteció mi audacia y me situó en un estado tal de indiferencia al peligro que apreté con fuerza el mórbido brazo de Ishtar y dije:

—Hija mía, déjamelo a mí. Yo lo arreglaré todo.

Sabía exactamente lo que tenía que hacer.

Sin duda, nunca te he hablado de mi amigo Azazel, ya que sobre este punto soy de una discreción absoluta…, veo que vas a asegurar que le conoces, y, teniendo en cuenta tu conocido historial de violador de la verdad —si puedo decirlo sin ánimo de turbarte—, no me sorprende.

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