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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

Azazel (20 page)

Pero tenía un buen corazón. Sobrellevaba con su melancólica sonrisa las situaciones en que los jóvenes de su edad, tras haberles sido presentada, dejaban traslucir su repentino desagrado. Servía de dama de honor a todas sus amigas a medida que se casaban, correspondiendo siempre con una serie de dulces y melancólicas sonrisas. También sirvió como madrina para innumerables niños e hizo de niñera para otros, pues era tan diestra en dar el biberón como jamás nadie lo ha sido.

Llevaba sopa caliente a los pobres que se lo merecían…, y también a los que no se lo merecían, aunque hubo alguien que dijo que eran precisamente estos últimos los que más se merecían aquella visita larga y molesta. Realizaba diversos servicios en la iglesia de su barrio y en diversas ocasiones… Una vez lo hacía por ella misma y otras por cada una de sus amigas que preferían los brillos pecaminosos de las salas de cine al servicio desinteresado. Daba clases en la escuela dominical y divertía a los niños haciendo (ellos así lo creían) muecas con su rostro. Frecuentemente los reunía para leerles los Diez Mandamientos. (Evitaba leerles el que se refería al adulterio porque la experiencia le había enseñado que ello implicaba invariablemente el que le hicieran una serie de preguntas inconvenientes.) También se prestaba como voluntaria para atender los servicios de la biblioteca del barrio.

Naturalmente ya había perdido toda esperanza de casarse desde que tenía, aproximadamente, cuatro años. Incluso ya a la edad de diez años, le había parecido un sueño totalmente imposible la posibilidad de tener una eventual cita con un miembro del sexo opuesto.

Muchas veces me había dicho:

—No me considero desdichada, tío George. El mundo de los hombres me está vedado, sí, siempre lo ha estado excepto en lo que se refiere a usted mismo y a la memoria del pobre papá, pero existe mucha y auténtica felicidad en hacer el bien.

Entonces comenzó a visitar a los presos de la cárcel del Condado para buscar su arrepentimiento y tratar de convertirlos para que iniciaran trabajos dignos. Los días que ella debía ir a visitarlos, sólo había uno o dos de entre los presos más indolentes, que se prestaban al encierro incomunicado.

Pero entonces conoció a Octavius Ott, que acababa de incorporarse al vecindario y era un joven ingeniero electrónico con un puesto de responsabilidad en una empresa de energía eléctrica. Era un joven respetable, serio, trabajador, perseverante, valeroso, honesto y respetuoso… Pero no era precisamente lo que usted o yo llamaríamos un hombre atractivo. De hecho, y sin querer insistir en el tema, nadie a lo largo de la historia lo hubiera catalogado como un hombre guapo.

Tenía grandes entradas en su cabello… O, por decirlo más exactamente, era medio calvo. Tenía una frente bulbosa, la nariz chata, los labios delgados, las orejas totalmente separadas de la cabeza y una prominente nuez que no acababa nunca de estar quieta. El poco pelo que tenía era de color de orín y sus brazos y su rostro estaban irregularmente salpicados por pecas.

Sucedió que yo estaba con Maggie cuando Octavius y ella se encontraron en la calle por primera vez. Ambos se hallaban igualmente desprevenidos y ambos se mostraron como un par de caballos asustadizos enfrentados de repente a una docena de payasos con doce espantosas pelucas, tocando doce silbatos. Por un momento, pensé que los dos, Maggie y Octavius, iban a ponerse de manos como los caballos y comenzarían a relinchar.

Pasó aquel primer momento, sin embargo, y los dos lograron superar con éxito aquel instante de pánico que habían experimentado. Ella no hizo sino colocar su mano en el corazón como si quisiera evitar con ello que se le escapara del pecho en busca de un lugar más oculto y seguro, mientras que él se enjugó la frente como para borrar un horrible recuerdo.

Yo había conocido a Octavius algunos días antes y por tanto pude presentarlos a los dos. Ambos tendieron sus manos tanteando, como si no tuvieran ningún deseo de añadir el sentido del tacto al de la vista. Algo después, por la tarde, Maggie rompió su silencio y me dijo:

—Qué hombre más raro parece ese señor Ott.

Yo respondí con esa original metáfora que tanto gusta a todos mis amigos:

—No debes juzgar a un libro por su cubierta, querida.

—Pero la cubierta existe, tío George —dijo con la mayor seriedad—, y todo debe tenerse en cuenta. Me atrevería a decir que la mujer joven media, frívola e insensible, tiene poco que hacer con el señor Ott. Por tanto, podría hacérsele un favor, mostrándole que no todas las mujeres jóvenes son totalmente desatentas, y que al menos una de éstas no se da la vuelta frente a un hombre por el mero hecho de que éste tenga un desgraciado parecido con…, con…

Hizo una pausa al no ocurrírsele con qué miembro del reino animal podía compararlo; por lo tanto, tuvo que acabar la frase, sin convicción, pero afectuosamente con un:

—A lo que quiera que se parezca. Debo ser amable con él.

No sé si Octavius tuvo o no un confidente sobre quien poder descargar sus pensamientos de igual manera que hizo Maggie. Probablemente no, porque pocos de nosotros, por no decir ninguno, tienen la ventaja de tener un tío George. Sin embargo, estoy bastante seguro, que, a juzgar por los acontecimientos posteriores, le vinieron a la cabeza el mismo tipo de pensamientos…, pero al revés, claro.

En cualquier caso, los dos se afanaron por ser amables el uno con el otro, con dudas y como tanteo al principio, con entusiasmo más tarde, y con vehemencia finalmente. Lo que empezó con casuales encuentros en la biblioteca, se convirtió después en visitas al zoológico, más tarde en salir alguna noche al cine o a bailar, para, finalmente, acabar con lo que únicamente puede ser definido, si se me permite la expresión, como… citas.

La gente empezó a esperar ver a uno cuando quiera que veía al otro, ya que se habían convertido en una pareja indisoluble. Algunas personas del vecindario se quejaban amargamente de que tener una doble dosis de Octavius y Maggie era más de lo que se esperaba que la vista humana podía soportar, y más de uno, entre los más desdeñosos y afectados, se compró gafas de sol. No quiero decir que compartiera totalmente aquellos extremados criterios, pero, sin embargo, había otras personas…, más tolerantes y quizá más razonables, que señalaban que, por alguna extraña coincidencia, los rasgos de uno de ellos eran justamente opuestos a los correspondientes al otro. El verlos a los dos juntos hacía que se introdujera un efecto de anulación mutua, de manera que verlos a los dos juntos era más soportable que ver a cada uno por separado. O al menos eso era lo que algunos afirmaban.

Finalmente, llegó el día en que Maggie explotó ante mí y me dijo:

—Tío George, Octavius es la luz de mi existencia y le da vida a la misma. Es leal, fuerte, sensato, firme y tenaz. Es un hombre encantador.

—Estoy seguro —dije— de que internamente, querida, él es todas esas cosas. Su apariencia externa sin embargo, es…

—Adorable —dijo ella leal, fuerte, sensata, firme y tenaz—. Tío George, él siente por mí lo mismo que yo por él y vamos a casarnos.

—¿Otto y tú? —dije con voz débil.

Una involuntaria imagen del posible resultado de tal matrimonio se paseó por delante de mis ojos y me puse muy pálido.

—Sí —dijo—. Me ha dicho que soy el sol de sus gozos y la luna de sus alegrías. Después añadió que yo representaba todas las estrellas de su felicidad. Es un hombre muy poético.

—Sí, parece que sí lo es —dije yo un tanto dudoso—. ¿Cuándo vais a casaros?

—Lo más pronto posible —dijo.

No pude hacer otra cosa más que rechinar mis dientes. Se hizo el anuncio de boda, se llevaron a cabo los preparativos, y se realizó el matrimonio siendo yo mismo el que condujo a la novia al altar. Todo el vecindario prestó atención al acontecimiento con incredulidad. Incluso el pastor permitió que pasara por su rostro un aire de sorpresa.

Tampoco nadie pareció contemplar con agrado a la joven pareja. A través de toda la ceremonia, el público asistente se quedó mirando fijamente a sus respectivas rodillas. Excepto el pastor. Éste mantuvo sus ojos fijados firmemente en el rosetón de la puerta principal. Algún tiempo después, yo dejé el vecindario, cogí un alojamiento en otra parte de la ciudad y perdí totalmente el contacto con Maggie. Once años más tarde, sin embargo, tuve ocasión de volver por allí por razones que tenían que ver con una inversión hecha en las eruditas investigaciones que un amigo estaba llevando a cabo sobre las cualidades de los caballos de carreras. Aproveché la oportunidad para visitar a Maggie, que tenía, entre otras bien escondidas cualidades, la de ser una excelente cocinera.

Llegué a la hora del almuerzo. Octavius estaba fuera, en el trabajo, pero eso no importaba. No soy un egoísta y me comí su ración aparte de la mía.

No pude evitar darme cuenta, sin embargo, que había una sombra de aflicción en el rostro de Maggie. Después de tomar el café, le dije:

—¿Eres desgraciada, Maggie? ¿No va bien tu matrimonio?

—¡Oh!, no, tío George —dijo con vehemencia—, nuestro matrimonio es una bendición del cielo. Pese a que seguimos sin tener hijos, estamos tan dedicados el uno al otro que apenas nos damos cuenta de la falta de los niños. Vivimos en un mar de perpetua felicidad y no tenemos nada más que pedir de este mundo.

—Ya veo —susurré entre dientes—; pero, entonces, ¿a qué es debida esa sombra de preocupación que me parece haber detectado en tu rostro?

Maggie vaciló, para luego explotar:

—¡Oh, tío George, es usted un hombre tan sensible! Sí, hay una cosa que se interpone en la rueda de mi felicidad.

—Y, ¿qué es eso?

—Mi aspecto.

—¿Tu aspecto? ¿Qué hay de malo en tu…?

Tragué saliva y me encontré imposibilitado de continuar la frase.

—No soy guapa —acabó Maggie, con el aire de querer comunicar un muy oculto secreto.

—¡Ah! —dije.

—Y me gustaría serlo…, por consideración a Octavius. Quiero ser hermosa sólo para él.

—¿Acaso se queja él de tu aspecto? —pregunté cauteloso.

—¿Octavius? Por supuesto que no. Sobrelleva su sufrimiento con digno silencio.

—Entonces, ¿cómo sabes que sufre?

—Mi corazón de mujer me lo dice.

—Pero, Maggie, Octavius tampoco él es…, bueno…, guapo.

—¿Cómo puede usted decir eso? —inquirió Maggie con indignación—. Es maravilloso.

—Quizá también él piensa que tú «eres» maravillosa.

—¡Oh, no! —dijo Maggie—. ¿Cómo podría él pensar eso?

—En fin, ¿acaso está interesado en otras mujeres?

—¡Tío George! —dijo Maggie indignada—. ¡Qué pensamiento tan infame! Me sorprende usted. Octavius no tiene ojos más que para mí.

—Entonces, ¿qué importancia tiene si tú eres guapa o no?

—Es «por él» —dijo—. ¡Oh, tío George, yo quiero ser hermosa para «él»!

Y, abalanzándose sobre mi regazo de la manera más inesperada y desagradable, humedeció la solapa de mi chaqueta con sus lágrimas. De hecho, antes de que Maggie terminara de llorar, la solapa quedó totalmente mojada.

Por aquellos tiempos, naturalmente, ya había conocido a Azazel, el extraterrestre de dos centímetros del que quizá ya le he hablado en alguna ocasión… Está bien, viejo amigo, no hace falta que murmure usted
ad nauseam
de esa forma tan arrogante. Cualquiera que escriba como usted hace, se sentiría molesto por sacar a colación la idea de asco fuera cual fuera el tema al que se refiriera.

De cualquier forma, llamé a Azazel.

Azazel estaba dormido cuando llegué. Tenía un saco de una especie de material de color verde cubriendo su diminuta cabeza, y sólo el apagado sonido de un agudo soprano chirriando en su interior daba pruebas de que estaba vivo. Eso, y el hecho de que, de vez en cuando, su pequeña y nervuda cola se atiesaba y vibraba con un pequeño zumbido.

Naturalmente esperé algunos minutos hasta que se despertara, pero, en vista de que ello no ocurría, le quité el saco de su cabeza con unas pinzas. Abrió sus ojos lentamente y éstos se fijaron en mí, tras lo cual experimentó un exagerado sobresalto.

—Por un momento pensé —dijo— que se trataba simplemente de una pesadilla. No contaba con «usted».

No hice caso de su pueril malhumor y dije:

—Tengo un trabajo que quiero que haga para mí.

—Naturalmente —replicó Azazel con tono áspero—. No supondrá usted que esperaba que se ofreciera usted a hacer un trabajo para mí.

—Lo haría y en cualquier momento —dije cortésmente—, si mis inferiores dotes fueran suficientes para hacer algo que pudiera ser considerado de suficiente utilidad por un personaje de su estatura y fuerza.

—Cierto, cierto —dijo Azazel, apaciguado.

Es verdaderamente repugnante, debería decir, lo que la adulación representa para la susceptibilidad de algunas mentalidades. Yo le he visto a usted perder el juicio de absurda alegría cuando alguien le pide un autógrafo… Pero volvamos a mi historia…

—¿De qué se trata? —preguntó Azazel.

—Quiero que haga hermosa a una joven mujer.

Azazel se dio una sacudida.

—No estoy muy seguro de que pueda hacer una cosa así. Los modelos de belleza entre su presumida y despreciable especie de vida son horribles.

—Pero son los nuestros. Ya le diré lo que tiene que hacer.

—«Usted» me dirá lo que debo hacer —dijo gritando y estremeciéndose indignado—. ¿Va «usted» a decirme cómo estimular y modificar los remedios del cabello, cómo fortalecer los músculos o cómo hacer crecer o reducir los huesos? ¿De verdad? ¿Me dirá «usted» todo eso?

—No, en absoluto —dije humildemente—. Los detalles del mecanismo que necesitará tal hazaña sólo pueden ser manejados por un ser con unas dotes tan magníficas como las suyas. Permítame, sin embargo, indicarle los superficiales efectos que deben conseguirse.

Azazel se apaciguó de nuevo, y nos pusimos a tratar el asunto con detalle.

—Recuerde —dije—. Los efectos no deben lograrse antes de un período de sesenta días. Un cambio demasiado repentino se notaría demasiado.

—¿Quiere usted decir —inquirió Azazel— que tengo que pasar sesenta de sus días supervisando, ajustando y rectificando? Mi tiempo, según su opinión, ¿no vale nada?

—Bueno, pero, en ese tiempo, usted podría anotar sus experiencias en este tema en uno de los Diarios biológicos de su mundo. No es una tarea que mucha gente de su mundo tendría la habilidad o la paciencia de acometer. Como resultado de todo ello, usted sería profundamente admirado.

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