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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

Azazel (17 page)

—¿Yo? ¿Pagar sumas enormes a cambio de dudosas compensaciones?

—Me refiero a un buen club, en el que yo pueda concederte el honor de ser tu invitado a cambio de una opípara comida. Pero no —añadió con tono quejumbroso—, es un sueño disparatado. ¿Qué buen club comprometería su posición admitiéndote a ti como miembro?

—Cualquier club que te admitiera a ti como invitado, con toda seguridad que me admitiría a mí… —empecé, pero George ya estaba sumido en sus evocaciones.

—Recuerdo —dijo, con ojos relucientes— cuando, lo menos una vez al mes, cenaba en el club que ofrecía el más abundante y complicado buffet que jamás ha honrado una bien provista mesa desde los tiempos de Lúculo.

—Supongo que tú ibas como invitado gratuito de alguien.

—No es ésa una suposición necesaria, que yo sepa, pero se da la curiosa casualidad de que has acertado. Era Alistair Tobago Crump VI, el cual en realidad pertenecía al club y quien, sobre todo, de vez en cuando era mi anfitrión.

—George —dije—, ¿va a ser éste otro relato en el que Azazel y tú os confabuláis para arrojar a un pobre hombre por un precipicio de desgracia y desesperación en vuestros descarriados esfuerzos por ayudarle?

—No sé a qué te refieres. Le concedimos lo que deseaba por pura bondad y por amor abstracto a la Humanidad…, y por mi algo más concreto amor al buffet. Pero deja que te cuente la historia desde el principio.

Alistair Tobago Crump VI había sido miembro del «Edén» desde el momento mismo de su nacimiento, pues su padre, Alistair Tobago Crump V, apuntó el nombre de su hijo en los registros tan pronto como una inspección personal le cercioró de que la estimación inicial del médico con respecto al sexo de la criatura había sido correcta. Del mismo modo, Alistair Tobago Crump V había sido apuntado por su padre, y así sucesivamente, hasta los días en que Bill Crump, sumido en el profundo sopor de una borrachera, había sido enrolado en la Armada británica justo a tiempo para encontrarse convertido en indigno miembro de la tripulación de una de las naves de la flota que arrebató Nueva Ámsterdam a los holandeses en 1664.

Resulta que el «Edén» es el club más exclusivo del continente americano, hasta el punto de que su existencia misma tan sólo es conocida por sus miembros y unos cuantos, muy escasos, invitados. Yo ni siquiera sé su emplazamiento, pues siempre fui llevado allí con los ojos vendados, en un cabriolé de ventanillas opacas. Únicamente puedo decirte que al final del trayecto los cascos del caballo pasaron durante un rato sobre un trecho de carretera adoquinada.

No podría pertenecer al «Edén» nadie cuyos antepasados no se remontasen al período colonial por ambas ramas de la familia. Y no es solamente la ascendencia lo que cuenta, su reputación debe ser intachable. George Washington vio vetado por unanimidad su ingreso en el club porque, innegablemente, se había rebelado contra su señor soberano.

La misma exigencia se mantenía para cualquier invitado, pero eso no me excluía a mí, naturalmente. A diferencia de ti, yo no soy un emigrante de primera generación procedente de Dobrudja, Herzegovina, o algún otro lugar igualmente inverosímil. Mi ascendencia es impecable, ya que todos mis antepasados han poblado el territorio de esta nación desde el siglo XVII, y desde entonces, todos y cada uno de ellos han evitado los pecados de rebelión, deslealtad y anti-norteamericanismo durante la guerra revolucionaria y la guerra civil, aclamando imparcialmente a ambos bandos cuando sus Ejércitos desfilaban ante ellos.

Mi amigo Alistair se sentía excesivamente orgulloso de su cualidad de miembro del club. Muchas veces —pues era uno de tus clásicos pelmas y se repetía con frecuencia— me decía: «George, el “Edén” es el nervio y la esencia de mi ser, el eje de mi existencia. Si tuviera todo lo que la riqueza y el poder pudieran darme y no tuviese el “Edén”, no valdría nada.»

Naturalmente, Alistair tenía todo lo que la riqueza y el poder podían darle, pues otro requisito para ser miembro del «Edén» era poseer una gran riqueza. Tan sólo el importe a que ascendía la cuota anual lo convertía en requisito imprescindible. Y tampoco eso bastaba por sí solo; la riqueza tenía que ser heredada, no podía ser ganada. Cualquier indicio de que se realizara algún trabajo a cambio de una remuneración económica hacía a una persona claramente inelegible para pertenecer al club. Yo he permanecido fuera de él únicamente porque mi padre, irreflexivamente, olvidó dejarme varios millones de dólares, aunque jamás he sufrido la ignominia de trabajar por…

No digas «ya lo sé». Es imposible que puedas saberlo.

Como es natural, no existía ninguna objeción a que un miembro aumentase sus ingresos mediante métodos que no entrañasen un trabajo remunerado. Siempre había cosas tales como manipulación bursátil, evasión de impuestos, tráfico de influencias y otros hábiles recursos que son como una segunda naturaleza para los ricos.

Todo esto era tomado muy en serio por los miembros del «Edén». Se habían dado casos de edenitas que, habiendo perdido todo su dinero a consecuencia de inexplicables ataques de momentánea honradez, preferían irse muriendo lentamente de hambre antes que ponerse a trabajar y verse privados de su pertenencia al club. Sus nombres todavía se mencionan entre susurros y en la sede social se ven placas esculpidas en su honor.

No, no podían pedir dinero prestado a otros, amigo mío. Es muy propio de ti sugerir tal cosa. Todo miembro del «Edén» sabe que no se toma dinero prestado de manos de un rico cuando hay cantidades ingentes de personas pobres esperando ansiosamente en cola la oportunidad de ser estafados. La Biblia nos recuerda: «Siempre tendréis a los pobres con vosotros», y los miembros del «Edén» son en extremo devotos.

Y, sin embargo, Alistair no era feliz del todo, pues desgraciadamente los miembros del «Edén» tendían a rehuirle. Ya te he dicho que era un pelma. No tenía conversación, ni agudeza de ingenio, ni opiniones destacables. De hecho, aun en medio de una colectividad de socios cuyo caudal de ingenio y originalidad se hallaba al nivel de un cuarto grado de escuela elemental, él destacaba como notablemente aburrido.

Puedes imaginar su frustración mientras permanecía sentado en el «Edén» noche tras noche, solo en medio de la multitud. El océano de conversaciones desbordaba sobre él, pero permanecía seco. Sin embargo, ni una sola noche dejaba de asistir al club. Incluso había acudido durante un violento ataque de disentería para no perder su récord de «hombre de hierro». Esto era apreciado en abstracto por los miembros del club, pero, por alguna razón, generalmente no era estimado.

Desde luego, de vez en cuando tenía el privilegio de llevarme al «Edén» como invitado suyo. Mi ascendencia era impecable, mi historial aristocrático de acreditado no trabajador causaba la admiración de todos, y a cambio de una comida exquisita y de un ambiente extremadamente distinguido, todo ello a costa de Crump, yo me tomaba la molestia de hablar con él y reírle sus horribles chistes. Y me encontré compadeciendo al pobre hombre desde lo más profundo de mi anchuroso corazón.

Tenía que haber alguna manera de convertirle en el alma de la fiesta, en el hombre con quien todos los miembros del «Edén» desearan estar. Me imaginaba a ancianos y respetables edenitas disputándose implacablemente el honor de sentarse a su lado durante la cena.

Después de todo, Alistair era la imagen misma de la respetabilidad y de todo lo que un edenita debía ser: alto, delgado, el rostro tenía la expresión de un caballo pensativo, poseía los cabellos rubios y lacios, claros ojos azules, y el estólido aire de formal ortodoxia conservadora de un hombre cuyos antepasados habían tenido la suficiente buena opinión de sí mismos como para contraer matrimonio dentro del clan. De lo que carecía, era del más mínimo rastro de algo interesante que decir o hacer.

Sin embargo, eso seguramente se podría arreglar. Era un caso para Azazel.

Por una vez, Azazel no se sintió irritado por el hecho de que yo le hiciera venir desde su mundo místico. Al parecer, se encontraba en alguna especie de banquete y le correspondía a él hacerse cargo de la cuenta, y yo le había arrancado del lugar cinco minutos antes del momento en que ésta llegase. Rió entre dientes con agudo tono de falsete, pues, como sabes, sólo tiene dos centímetros de estatura.

—Volveré quince minutos después —dijo—, y para entonces alguien se habrá comprometido a pagar la cuenta.

—¿Cómo explicarás tu ausencia? —pregunté.

Se irguió en la totalidad de su micro-estructura, sacudiendo nerviosamente la cola.

—Les diré la verdad: que fui llamado a una conferencia con un monstruo extra-galáctico de estupidez extraordinaria que se hallaba desesperadamente necesitado de mi inteligencia. ¿Qué quieres esta vez?

Se lo dije y, para mi asombro, rompió a llorar con abundantes lágrimas. Por lo menos, comenzaron a brotar de sus ojos minúsculas espiguillas rojas. Supongo que eran lágrimas. Una de ellas se me introdujo en la boca, y sabía horrible…, a vino tinto barato, o como sabría el vino tinto barato si alguna vez hubiera llegado a probarlo.

—Es triste —dijo—. Conozco el caso de un ente muy valioso que constantemente está siendo humillado por otros muy inferiores a él. Considero que no hay nada más trágico.

—¿Quién es? Me refiero al ente humillado.

—¡Yo! —exclamó, golpeándose el diminuto pecho hasta hacerlo crujir.

—No puedo concebirlo —dije—. ¿Tú?

—Tampoco yo lo puedo concebir —respondió—, pero así es. ¿Qué hace ese amigo tuyo que pueda considerarse que constituye una cierta promesa?

—Bueno, cuenta chistes. O intenta hacerlo. Son horribles. Los va desgranando con voz monótona, da interminables rodeos en torno a lo que constituye la gracia del chiste, y luego, lo olvida. A menudo, con uno de sus chistes, le he visto hacer llorar a un hombre hecho y derecho.

—Malo. Muy malo. Yo, en cambio, soy excelente para contar chistes. ¿Te he contado alguna vez ese en que un día un
plocks
y un
jinniram
estaban entregados a un mutuo
andesantorio
y uno de ellos dice…?

—Sí, ya me lo has contado —repuse, mintiendo con esfuerzo—, pero vayamos al caso de Crump.

—¿Hay alguna técnica sencilla que pueda mejorar la forma de contar un chiste? —preguntó Azazel.

—Una cierta locuacidad, desde luego —respondí.

—Desde luego —convino Azazel—. Una simple
divalinación
de las cuerdas vocales podría lograrlo…, suponiendo que vosotros, los bárbaros, tengáis esas cosas.

—Las tenemos. Y también la capacidad para hablar con acento.

—¿Acento?

—Inglés incorrecto. Los extranjeros que no han aprendido el idioma de niños, sino más tarde, invariablemente pronuncian mal las vocales, alteran el orden de las palabras, violan la gramática, etcétera.

En el diminuto rostro de Azazel se dibujó una horrorizada expresión.

—Pero ése es un crimen terrible —dijo.

—En este mundo, no —respondí—. Debería serlo, pero no lo es.

Azazel meneó tristemente la cabeza.

—¿Ha oído alguna vez ese amigo tuyo esas atrocidades que llamáis acentos?

—Naturalmente. Todo el que vive en Nueva York oye continuamente acentos de todas clases. Lo que apenas si se oye es un inglés correcto como el mío.

—Ah —dijo Azazel—, entonces es sólo cuestión de
escapular
la memoria.

—¿Hacerle qué a la memoria?

—«
Escapular
», una forma de aguzarla, de la palabra «
escapos
», que se refiere a los dientes de un
dirigin
.

—¿Y eso hará que pueda contar chistes con acento?

—Sólo con los acentos que haya oído en el transcurso de su vida. Después de todo, mis poderes no son ilimitados.

—Entonces,
escapula
.

Una semana después me encontré con Alistair Tobago Crump VI en el cruce de la Quinta Avenida y la Calle 53, y escruté su rostro en vano en busca de alguna señal de un triunfo reciente.

—Alistair —dije—, ¿has contado algún chiste últimamente?

—Nadie quiere escucharlos, George. A veces creo que no cuento chistes mejor que la mayoría de la gente.

—Bien, te diré lo que vamos a hacer. Vas a venir conmigo a un pequeño establecimiento que conozco. Yo te hago una presentación humorística, y luego tú te levantas y dices lo que se te ocurra.

Te aseguro que no fue nada fácil persuadirle para que lo hiciera. Tuve que recurrir a toda la fuerza de mi magnética personalidad. Pero al final lo conseguí.

Le llevé a un infecto garito que casualmente conocía. La mejor forma de describirlo es diciendo que recuerda a los lugares a los que tú me invitas a cenar.

Casualmente también, conocía al dueño del garito y le convencí para que nos dejara realizar el experimento.

A las once de la noche, cuando el bullicio estaba en su punto culminante, me puse en pie e impresioné al auditorio con mi aire de dignidad. Sólo había once personas presentes, pero consideré que eran suficientes para el experimento.

—Señoras y caballeros —dije—, tenemos entre nosotros a un hombre de gran inteligencia, un maestro de nuestro idioma al que estoy seguro que les encantará conocer. Se trata de Alistair Tobago Crump VI; es profesor emersoniano de inglés en la Universidad de Columbia y autor de
Cómo hablar un inglés perfecto
. Profesor Crump, tenga la bondad de levantarse y dirigir unas palabras a los intelectuales aquí presentes.

Crump se levantó con aire confuso y pronunció unas breves palabras de agradecimiento con fuerte acento
yiddish
.

Bueno, amigo, yo te he oído contar chistes en lo que se entiende que es acento
yiddish
, pero en comparación con Crump, tú podrías pasar por un graduado en Harvard. El asunto es que Crump tenía exactamente el aspecto que uno esperaría de un profesor emersoniano de inglés. Y ver aquel rostro triste y severo y oír de pronto una frase dicha en una mezcla perfecta de inglés y
yiddish
, dejó boquiabiertos de asombro a todos los presentes. El aire se llenó de un aroma tal a cebollas alcohólicas, que te gustaría creerlo. Y luego estalló una carcajada general que rayaba en la histeria.

En el rostro de Crump se pintó una expresión de leve sorpresa. Con un hermoso tonillo sueco que no intentaré reproducir, me dijo:

—No suelo conseguir una reacción tan intensa.

—No importa —repliqué—, sigue hablando.

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