Read Azazel Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

Azazel (19 page)

—Eso no es fácil —dijo Azazel—. Una repugnancia arraigada a los viajes puede depender muy bien de varias experiencias infantiles deformadoras del cerebro. Sería necesaria ingeniería mental del tipo más avanzado para tratarlo. No digo que no pueda hacerse, Puesto que las toscas mentes de tu gente no resultan dañadas con facilidad, pero tendría que ver a la persona para poder identificar su mente y estudiarla.

Eso era fácil. Hice que Fifí me invitara a cenar como un viejo compañero de clase de la universidad. (Ella había pasado algún tiempo en el campus de una universidad hacía años, aunque no creo que asistiera a las clases. Era muy extracurricular.)

Llevé a Azazel conmigo en el bolsillo de mi chaqueta, y pude oírle ocasionalmente chirriar elaboradas fórmulas matemáticas para sí mismo. Supuse que estaba analizando la mente de Sophocles Moskowitz y, si así era, se trataba de una hazaña impresionante, porque en lo que a mí respecta su conversación me permitió apreciar el hecho de que su mente no era lo bastante amplia como para permitir mucho análisis.

De vuelta a casa, le dije a Azazel:

—¿Y bien?

Respondió con un frívolo agitar de su escamoso bracito:

—Puedo hacerlo. ¿No tendrás a mano por casualidad un
sinaptómetro mentodinámico multifase
?

—A mano precisamente no —respondí—. Ayer le presté el mío a un amigo que se iba a Australia.

—Qué estupidez —gruñó Azazel—. Eso significa que tendré que trabajar con cálculos a base de tablas.

Siguió irritado incluso después de haber terminado (como afirmó) con éxito su tarea.

—Era casi imposible —dijo—. Sólo una persona de mis magníficas habilidades hubiera podido conseguirlo, y tuve que clavar su mente a su actual forma ajustada con unos alfileres más bien gruesos.

Supuse que estaba hablando metafóricamente, y así se lo dije.

A lo que Azazel respondió:

—Bueno, pueden calificarse como alfileres más bien gruesos. Nadie podrá mover su mente después de esto. Va a desear viajar con una firmeza tan abrumadora que podría llegar a agitar los cimientos del universo si fuera necesario para hacer posible su viaje. «Eso» mostrará…

Estalló en una larga serie de sílabas estridentes en su idioma natal. No comprendí nada de lo que dijo, por supuesto, pero quedó completamente claro, por el simple hecho de que los cubitos de hielo de la nevera en la otra habitación se fundieron por completo, que no se trataba de ningún cumplido. Sospeché que estaba arrojando algunas animadversiones hacia aquellos de su planeta natal que le habían acusado de falta de habilidad.

No habían pasado ni tres días cuando Fifí me telefoneó. No es tan efectiva por teléfono que en persona por razones que resultan claramente evidentes, aunque quizá para ti no lo resulten tanto, con tu incapacidad congénita de apreciar las cosas delicadas de la vida. Entiéndelo: uno es más consciente de la ligera dureza en su voz cuando no puede equilibrar directamente esta dureza con la blandura que se exhibe en todas las otras partes de su configuración anatómica.

—George —cloqueó—, tiene que ser magia. No sé lo que hiciste durante esa cena, pero ha funcionado. Sophocles me lleva a París. Ha sido idea suya, y se muestra terriblemente excitado al respecto. ¿No es maravilloso?

—Es más que maravilloso —dije, con un entusiasmo natural—. Es capaz de provocar un temblor de tierras. Ahora podemos dedicarnos a la pequeña promesa que me hiciste. Podemos repetir lo de Asbury Park y hacer temblar toda la Tierra.

Supongo que alguna vez habrás notado, sin embargo, que a las mujeres les falta ese sentimiento de que un trato es algo sagrado. A este respecto son completamente distintas de los hombres. Parecen no tener la menor idea de la importancia de mantener su palabra, ningún sentido del honor.

Dijo:

—Nos vamos mañana, George, así que ahora no tengo tiempo. Te llamaré cuando hayamos vuelto.

Colgó, y eso fue todo. La mujer tenía veinticuatro horas por delante y yo apenas sería capaz de usar la mitad de ellas…, pero se fue.

Supe de ella cuando volvió, pero eso fue seis meses más tarde.

Me telefoneó de nuevo, y al principio no reconocí su voz. Había algo extraño y cansado en ella.

—¿Con quién hablo? —pregunté, con mi dignidad habitual.

—Soy Fifí Laveme Moskowitz —dijo con voz débil.

—¡Bum-Bum! —exclamé—. ¡Has vuelto! ¡Maravilloso! Ven esta noche, y así podremos…

—Olvídalo, George —respondió—. Si se trata de magia, eres un miserable tramposo, y no iría a Asbury Park contigo ni aunque me llevaras a rastras.

Me sentí abrumado.

—¿Acaso Sophocles no te ha llevado a París?

—Sí lo hizo. Ahora pregúntame cómo fueron mis compras.

—¿Cómo fueron tus compras? —pregunté inmediatamente.

—¡Una mierda! Ni siquiera empezaron. ¡Sophocles no se detuvo ni un instante! —Su voz olvidó el cansancio y, bajo el estrés de la emoción, ascendió casi a un chillido—. Llegamos a París, y seguimos. Él iba señalando las cosas a medida que pasábamos junto a ellas a toda velocidad. «Esto es la Torre Eiffel», dijo, señalando a una construcción absurda que estaban erigiendo. «Esto es Notre Dame», dijo. Ni siquiera sabía de qué estaba hablando. Dos jugadores de béisbol me llevaron una vez a Notre Dame, y ni siquiera estaba en París. Estaba en South Bend, Indiana.

»¿Pero a quién le importa? Luego fuimos a Frankfurt y a Berna y a Viena…, que esos estúpidos extranjeros del lugar llaman Veen. ¿Hay algún lugar llamado Triste?

—Trieste —dije—. Sí lo hay.

—Entonces también fuimos allí. Y ni siquiera nos parábamos en los hoteles. Nos parábamos en antiguas granjas. Sophocles decía que ésa era la auténtica forma de viajar. Decía que hay que ver gente y naturaleza. ¿Quién quiere ver gente y naturaleza? Lo que no vimos fueron duchas. Ni facilidades sanitarias. Al cabo de un tiempo, empiezas a oler. Y atrapé cocos en el pelo. Acabo de tomar cinco duchas una tras otra, y «sigo» sin hallarme limpia.

—Toma otras cinco duchas por mí —la animé con mi voz más razonable—, y vayamos a Asbury Park.

No pareció oírme. Es sorprendente lo sordas que son las mujeres a la pura razón. Prosiguió:

—Dice que vamos a empezar otra vez la semana próxima. Quiere cruzar el Pacífico e ir a Hong Kong. Ha contratado un petrolero. Dice que ésa es la forma de ver el océano. Yo le he dicho: «Escucha, maldito loco, no vas a llevarme en carguero hasta China, así que puedes hacer el viaje solo».

—Muy poético —reconocí.

—¿Y sabes lo que dijo? Dijo: «Muy bien, querida. Iré sin ti». Luego dijo algo de lo más extraño, porque no tenía ningún sentido. Dijo: «Abajo hasta el Gehena o arriba hasta el trono, viaja más rápido quien viaja solo.» ¿Qué significa eso? ¿Qué es el Gehena? ¿Cómo puede llegar a alcanzar ningún trono? ¿Acaso se cree la Reina de Inglaterra?

—Es de Kipling —dije.

—No, fue él quien lo dijo. Y parecía decirlo en serio. De modo que le respondí que iba a divorciarme de él, y le sacaría hasta el último centavo, y él se limitó a decir: «Adelante, mi subestúpida querida, pero no tienes nada a lo que agarrarte y no vas a conseguir nada. Todo lo que me importa es viajar.» ¿Puedes entender eso? ¿Pese a lo de subestúpida? Siempre diciéndome palabras dulces.

Tienes que comprender, viejo amigo, que éste era el primer trabajo que hacía Azazel para mí, y que aún no había aprendido a controlarse. Y «yo» le había pedido que Sophocles viajara sin su esposa si se presentaba la ocasión.

Quedaba todavía la ventaja de la situación que yo había imaginado desde un principio.

—Bum-Bum —dije—, hablemos juntos de eso del divorcio en Asbury…

—Y tú, miserable tramposo. No me importa si hiciste magia o lo que fuera. Sal de mi vida, porque conozco a un tipo que puede convertirte en panqueques tan pronto como le diga una palabra. Y lo haría bien, porque sabe hacer bien todo lo demás.

Me temo que Bum-Bum se había convertido en Plaf-Plaf, y no precisamente de la forma en que yo había deseado o, conociendo sus medidas y estilo, esperado.

Llamé a Azazel pero, aunque lo intentó, no hubo forma en que pudiera deshacer lo que había hecho. Y se negó llanamente a intentar nada que hiciera que Bum-Bum se mostrara más razonable conmigo. Dijo que aquello sería demasiado para cualquiera. No sé por qué.

Sin embargo, siguió la pista de Sophocles a petición mía. La manía del hombre fue creciendo. Cruzó la Divisoria Continental sobre sus manos. Remontó el Nilo haciendo esquí acuático, todo el camino hasta el lago Victoria. Cruzó la Antártida en ala delta. Cuando el presidente Kennedy anunció en 1961 que alcanzaríamos la Luna a finales de la década, Azazel dijo:

—Ahí está mi ajuste actuando de nuevo.

—¿Quieres decir que lo que fuera que le hiciste a su cerebro le da el poder de influenciar al presidente y al programa espacial? —quise saber.

—No lo hace a propósito —dijo Azazel—, pero ya te dije que el ajuste era lo bastante fuerte como para sacudir el universo.

Y el viejo tipo se fue a la Luna. ¿Recuerdas el «Apolo 13», el que se supuso que sufrió una avería en el espacio en su camino a la Luna en 1970, y cuya tripulación apenas consiguió llegar de vuelta a la Tierra? En realidad, Sophocles se había hecho cargo de él, y llevó toda una porción del aparato hasta la Luna, dejando que la tripulación nominal volviera a la Tierra como mejor pudiera con el resto.

Está en la Luna desde entonces, viajando por toda su superficie. No tiene ni aire, ni comida ni agua, pero su ajuste a viaje constante le suministra de alguna forma todo lo que necesita. De hecho, de alguna forma, ha elaborado algo que va a llevarlo ahora hasta Marte…, y más allá.

George agitó tristemente la cabeza.

—Es tan irónico —dijo—. Tan irónico.

—¿Qué es irónico? —pregunté.

—¿No lo ves? ¡El pobre Sophocles Moskowitz! Se ha convertido en una nueva versión mejorada del Judío Errante, y la mayor ironía es que ni siquiera es Ortodoxo.

George se llevó la mano izquierda a los ojos y tanteó con la derecha en busca de su servilleta. Mientras lo hacía, tomó accidentalmente el billete de diez dólares que yo había dejado a un lado de la mesa como propina para el camarero. Se secó los ojos con la servilleta, pero no pude ver lo que le ocurrió al billete de diez dólares. Abandonó el restaurante sollozando, dejando la mesa vacía.

Suspiré y deposité otro billete de diez dólares.

Los ojos del observador

George y yo estábamos sentados en un banco del paseo que se extendía a la orilla del mar y contemplábamos la inmensa playa y el bravo mar que se divisaba en la distancia. Yo estaba inmerso en el inocente placer que supone observar a las jovencitas con sus bikinis, y preguntándome qué es lo que ellas pueden obtener de las bellezas de esta vida que no sea como mucho la mitad de lo que ellas contribuyen con su belleza.

Conociendo a George como lo conocía, sospechaba que con bastante seguridad sus propios pensamientos debían ser considerablemente menos estéticos y generosos que los míos. Estaba seguro de que sus pensamientos estarían centrados en los aspectos más provechosos de aquellas mismas jovencitas.

Me llevé, por tanto, una sorpresa, cuando le oí decirme:

—Viejo amigo, henos aquí sentados, pendientes de las bellezas de la Naturaleza en la forma de la divina apariencia femenina…, por inventar una frase… Y, sin embargo, seguramente la verdadera belleza no es, y no puede ser, tan manifiestamente evidente. Después de todo, la verdadera belleza, al ser tan apreciada, ¿debe mantenerse oculta a los ojos de los observadores triviales? ¿Había pensado en eso alguna vez?

—No —repliqué—. Nunca había pensado en ello y, ahora que lo menciona, sigo sin hacerlo. Es más, tampoco creo que usted haya pensado alguna vez eso.

George suspiró.

—Charlar con usted, viejo amigo, es como nadar en melaza… Poca compensación para un esfuerzo tan grande. He observado cómo contemplaba a aquella alta diosa que se ve ahí, esa cuyas finas tiras de tejido no sirven para ocultar el reducido espacio que pretenden cubrir. Seguramente usted considera que lo que ella exhibe son frivolidades.

—Nunca he pedido mucho de la vida —repuse de una forma humilde—. Me sentiría satisfecho con frivolidades de ese tipo.

—Piense cuánto más bella sería una mujer joven…, incluso una mujer muy poco atractiva a los indoctos ojos de alguien como usted…, si ésta poseyera las eternas glorias de bondad, abnegación, buen humor, sumisa laboriosidad y dedicación a los demás, todas las virtudes, en resumen, que reflejan el encanto y la aureola de una mujer.

—Lo que estoy pensando, George —dije—, es que usted debe estar borracho. ¿Qué demonios sabe posiblemente usted acerca de virtudes como ésas?

—Me son completamente familiares —siguió George arrogantemente—, porque las practico asiduamente y al completo.

—Sin duda alguna —convine—, sólo en la intimidad de su habitación y en la oscuridad.

—Dejando a un lado su vulgar comentario —dijo George—, debo decir que, aunque no hubiera tenido un conocimiento personal de esas virtudes, he sabido de ellas a través de mi relación con una señora joven, llamada Melisande Ott, de soltera Melisande Renn, y conocida por su querido esposo, Octavius Ott, como Maggie. También yo la conocía por Maggie, ya que era la hija de un amigo mío muy querido. ¡Ay!, ya fallecido, por lo que ésta siempre me consideró como su tío George.

Debo admitir que yo, en parte e igual que usted, aprecio las sutiles cualidades de lo que usted llama «frivolidades» Sí, viejo amigo, ya sé que yo utilicé el término primero, pero no iremos a ninguna parte si continúa interrumpiéndome constantemente con trivialidades.

Porque debido a la pequeña debilidad en mí existente, debo también admitir que cuando, demostrando una excesiva alegría por verme, corría dando gritos a abrazarme, el placer que yo sentía al ocurrir esto no era tanto como hubiera sido en realidad si ella hubiera estado más generosamente proporcionada. Era muy delgada y sus huesos eran terriblemente prominentes. Tenía la nariz grande, un mentón débil, su pelo era lacio y de color pardusco y sus ojos tenían un indefinible color entre gris y verde. Sus pómulos eran anchos y marcados, lo que le hacía parecerse a una ardilla que acabara de completar una buena colección de nueces y granos. En resumen, no era el tipo de mujer que al aparecer en escena hubiera hecho que ninguno de los jóvenes presentes en la sala hubiera comenzado a acelerar su respiración ni a esforzarse por acercarse a ella.

Other books

Ask No Questions by Elyot, Justine
The 21 Biggest Sex Lies by Shane Dustin
His Last Fire by Alix Nathan
They'd Rather Be Right by Mark Clifton
The Blood of the Land by Angela Korra'ti
The Suitor List by Shirley Marks
Locked Inside by Nancy Werlin
Them Bones by Carolyn Haines
La tierra en llamas by Bernard Cornwell


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024