Read Antología de novelas de anticipación III Online

Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

Antología de novelas de anticipación III (8 page)

—Eso significa que quedan otros dos duplicados del Robert Blane original. Supongo que tú eres uno de ellos. ¿Cuál?

—Al parecer, yo soy el bueno —dijo Robert el Bueno—, basando esta afirmación en un período de autoanálisis evidentemente corto. Ahora, el problema consiste en saber cuál eres tú.

El otro se había anudado la corbata al estilo Windsor. Dejó que Robert el Bueno le ayudara a ponerse la americana.

—Yo no tengo nada que ver con ustedes —dijo—. Me llamo Hillary Manchester.

Robert el Bueno sonrió indulgentemente.

—Te llamas Robert Blane, lo mismo que todos nosotros. Para ti ha sido una decepción comprobar que no eres el bueno, lo comprendo. Pero tampoco eres el malo. Al parecer, eres amoral, lo cual es una desgracia. Pero ser amoral es únicamente carecer de un atributo. Tenemos que enterarnos de cuál es tu característica predominante, Robert.

—Me llamo Hillary Manchester —insistió el otro—. Puedes llamarme Hillary. Y no es necesario que presumas tanto de ser bueno, si es que en realidad lo eres. La bondad que no va acompañada de otras cualidades o defectos puede resultar insoportable.

—No podemos perder el tiempo discutiendo. En realidad, la personalidad que escojas para ti no tiene importancia. Lo que sí la tiene es que el asesino, si no actuamos unidos, nos matará por separado.

—Dices que ha matado ya a cuatro personas. ¿Cómo lo sabes?

—Puedo mostrarte los cadáveres, si quieres.

—Acepto que haya unos cadáveres —dijo Hillary—. Pero esto no demuestra que hayan sido víctimas del mismo hombre. Algunos de ellos pueden haberse matado entre sí. En esta casa tan siniestra puede suceder cualquier cosa, incluso la más absurda.

Robert el Bueno enarcó las cejas.

—Es cierto que no tengo ninguna prueba asegurando que hayan sido asesinados por el mismo hombre, pero algo me dice que ocurrió así. Hay un vínculo entre todos nosotros. Como si la célula común de la que procedemos nos hubiera dado una memoria común. Por lo tanto, tú y yo tenemos que poseer esa facultad. ¿Te he comunicado algo? ¿Has obtenido algo de mí?

—Únicamente un montón de tonterías. Ya te he dicho que no soy uno de vuestros monstruos biológicos. Soy Hillary Manchester, el..., el explorador y cazador de fieras, entre otras cosas.

Se las arregló para mirar a Robert desde las alturas, a pesar que sus estaturas eran idénticas.

—Tú eres Robert el Embustero, probablemente —murmuró para sí Robert el Bueno.

—Llegué aquí anoche, cuando se estropeó mi automóvil —continuó diciendo Hillary, que, al parecer, no había oído el último comentario de Robert—. Me dirigía a un lugar en el cual tenía que pronunciar una conferencia. El doctor Antioch fue lo bastante amable como para ofrecerme su hospitalidad. En mi calidad de invitado, supongo que tengo ciertas obligaciones, pero entre ellas no está incluida la caza del hombre, especialmente teniendo en cuenta que el hombre puede ser una víctima inocente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Robert el Bueno.

—¿Qué prueba tengo para afirmar que el asesino no eres

?

Robert el Bueno se irguió, en actitud digna.

—Te doy mi palabra —dijo—. Y, si mi palabra no es suficiente para ti, sólo tienes que esperar a que despierte el asesino. O ir a despertarle, para ver cómo te estrangula sin pedirte ninguna explicación.

Hillary tragó saliva.

—Supongo que tendré que confiar en tu palabra. Pero, si está dormido, ¿por qué no le atamos ahora que tenemos la oportunidad de hacerlo?

—Entre otras cosas, porque no podemos exponernos a un fracaso. Cuando el asesino despierte, todas sus energías se concentrarán en su instinto de matar, y sería capaz de acabar con nosotros, que carecemos de ese impulso.

—Entonces, di que le tienes miedo.

—Lo que temo es el fracaso, si no planeamos la cosa cuidadosamente.
Nosotros
le conocemos; pero, si consiguiera librarse de nosotros, caería entre personas que no le conocen. Y antes de ser capturado, podría cometer docenas de asesinatos.

Hillary Manchester apoyó su espalda en una tina.

—Recuerdo que una vez, en la India, acabé con un tigre devorador de hombres —dijo—. La fiera tenía aterrorizado al poblado con sus incursiones, en el curso de las cuales había matado numerosas cabras y algunos hombres. Me gustaría que pudieras leer mi relato de aquella hazaña en la revista del Club de Aventureros. Lo intitulé
Cara a cara con un Tigre
.

—Patológico —comentó Robert el Bueno en voz baja.

—También me he ganado cierto prestigio como autor de novelas policíacas —continuó Hillary—. Tal vez hayas oído hablar de uno de mis personajes, el detective privado Ace Hillary, némesis del crimen. Catorce novelas, docenas de relatos cortos, y cinco..., no, seis películas. Radio y televisión también, desde luego. Recuerdo aquella vez en que un anciano muy rico, que llevaba una existencia de recluso, fue encontrado muerto en su casa. Muerte accidental, concluyó la policía, y se disponían a cerrar el caso, cuando me presenté en el escenario de los hechos.

—Oye, Hillary...

—Llámame Ace. Todo el mundo me llama así. De modo que le dije al jefe de policía: «La cosa no está tan clara como parece, jefe. Huelo a asesinato..., y a asesinato por codicia. Reúna aquí a todos los herederos del difunto. Cuando los haya interrogado, podré entregarle al asesino».

—Incurable —murmuró Robert el Bueno.

—No es necesario que te diga que... Pero ahora no nos interesa aquel caso. El problema, aquí, consiste en que debo capturar a tu asesino. Bien, bien, no te preocupes. El viejo Ace no fracasa nunca. Te diré lo que vamos a hacer. Su habitación da a un vestíbulo, que...

Robert el Bueno escuchó resignado. Incluso la ayuda de aquel..., de aquel hombre, que cambiaba varias veces de personalidad en el curso de una conversación, era preferible a carecer de ella.

Ace Hillary Manchester, o quienquiera que fuese (Robert el Bueno no tenía ninguna duda del hecho que era Robert Blane VI, personalidad múltiple), estaba ocupado frotando los peldaños de la escalera.

—Las trampas más sencillas son siempre las más eficaces —dijo Hillary—. Aplico esta grasa de oso (en realidad era jabón blando) cada dos peldaños. Nosotros sabemos que sólo podemos utilizar el primero, tercero, quinto, etcétera. Pero nuestro amigo el asesino nos persigue cegado por la rabia, coloca el pie en uno de los peldaños pares, resbala y rueda por la escalera. Al llegar abajo, ya es nuestro.

—Sí, muy bien —dijo Robert el Bueno impacientemente—. Pero, ¿por qué tiene que perseguirnos? ¿Por qué no debe limitarse a disparar contra nosotros?

—Porque —dijo Hillary— no tendrá ningún revólver; se lo habremos quitado nosotros.

—En tal caso, ¿por qué no nos apoderamos de él entonces? Podemos amenazarle con la pistola y entregarlo a las autoridades...

—Imagínate que estás en África, con un revólver, una jaula y un león. ¿Se meterá el león en la jaula, sólo porque le amenaces con tu pequeño revólver? No. Saltará sobre ti. Y lo mismo ocurriría aquí. El asesino se lanzaría contra nosotros, por mucha artillería que lleváramos. De modo que tenemos que obligarle a bajar la escalera, y esperar que la baje de cabeza. Si esto no le atonta lo suficiente como para que podamos atarle, tendremos que utilizar el Plan Número Dos. ¿Cómo está la red?

—La estoy desenredando —dijo Robert el Bueno—. Pero, ¿no se dará cuenta del hecho que hay una red extendida al final de la escalera?

—No. No verá más que sangre.

—¿Qué sangre?

—Hablo en sentido figurado, caramba. De modo que... la emoción de la caza le hace salir corriendo detrás de nosotros, resbala, cae, aterriza sobre la red, y si no ha perdido el sentido, le enrollamos con ella. ¿De acuerdo?

—Si tú lo dices —murmuró Robert el Bueno en tono de duda—. ¿No podríamos limitarnos a avisar a la policía?

—No. Cuando llegara, el pájaro ya habría volado. No te preocupes. El viejo Ace Hillary está aquí, y sería la primera vez que se le escapa su hombre. Esto me recuerda aquella ocasión en que, estando en Blackpool, el Yard me llamó para consultarme...

Cuando terminaron sus preparativos se había hecho de noche. Apagaron las luces y se deslizaron silenciosamente a través de los oscuros pasillos.

—¿Has traído la linterna? —susurró Robert el Bueno.

—Sí, sí, no te preocupes. Lo único que tienes que hacer es esperar, y, cuando llegue el momento, correr como alma que lleva el diablo.

Llegaron ante la puerta de la habitación del asesino y pegaron el oído a ella. No oyeron nada. Silenciosamente, Hillary hizo girar el pomo y abrió la puerta una pulgada. Súbitamente, la abrió del todo de un puntapié y proyectó el rayo luminoso de la linterna sobre la cama.

—¡Venimos por ti, Asesino Bob! —tronó.

Pero el rayo luminoso se había posado sobre una cama vacía. Su presa no estaba en la habitación.

—¡Oh! No está... —murmuró Hillary.

—Pero ha dejado el revólver —dijo Robert el Bueno, con sentido práctico.

Recogió el revólver de un rincón de la habitación, donde, al parecer, lo había tirado el asesino.

—¿Dónde crees que está? —preguntó Hillary.

—Puede estar en cualquier parte. Tal vez comiendo. La cocina no queda lejos...

No estaba en la cocina, pero había pasado por allí. Sobre la mesa había un plato con un roído hueso de jamón, y el desorden de la nevera demostraba que alguien la había saqueado. Los dos expedicionarios se dieron cuenta que ellos estaban hambrientos y decidieron comer algo, mientras discutían lo que harían a continuación. En aquel momento empezó a llover.

El doctor Antioch había vivido bien. En la nevera, enorme, había almacenadas provisiones para varios meses.

La lluvia, empujada por un fuerte viento, repiqueteaba contra la ventana de la cocina.

—No podemos descuidarnos —dijo Hillary—. Confabulado con los elementos, el Asesino Bob podría jugarnos una mala pasada. Ha llegado el momento de hacer algo.

—Deja de hablar como uno de tus míticos personajes —dijo Robert el Bueno en tono irritado—. Pero tienes razón. Vamos a mirar en el desván. Puede que esté allí.

—¿Qué hay en el desván?

—Lo sabes tan bien como yo. Pero si quieres seguir fingiendo, allí está la filmoteca del doctor Antioch. Era un coleccionista de películas clásicas. Su filmoteca es casi tan buena como la del Museo Moderno.

—¿Una filmoteca? ¿Con proyector y todo?

—Sí.

—Me pregunto si habrá alguna de mis películas. Mi favorita es
Ace Hillary, el Magnífico
. La dirigió Huston. Vamos allá.

Robert el Bueno suspiró y echó a andar.

Oyeron una voz y se detuvieron en medio de la escalera. No era la voz del asesino. Tenía cierto sonido mecánico.

—¡Es Vince Barnett! —susurró Hillary Manchester.

—¿Quién?

—Es una película. La escena del teléfono de
Scarface
. Escucha. —Se oyó el tableteo de una pistola ametralladora—. El Asesino Bob está gozando con lo suyo: la violencia. Escucha... El pobre Vince se está muriendo, pero a pesar de todo está tratando de recoger el mensaje. Ahora es la ocasión.

—¿Tú crees?

—Desde luego. Toda su atención está concentrada es la pantalla. Yo abriré la puerta de golpe. Tú entrarás..., conoces mejor el camino. Él saltará sobre ti. Yo me deslizaré sin ser visto, y le atacaré por detrás.

—No estoy tan seguro que...

Pero Hillary había abierto ya la puerta y empujado al otro al interior de la habitación.

Robert Blane, el asesino, estaba sentado en una de la media docena de butacas que había en la estancia. La única claridad era la que procedía del proyector situado detrás de él, y de la pantalla iluminada, al otro extremo de la habitación.

Robert el Bueno tropezó con una de las butacas. El asesino se levantó de un salto, olvidándose de la violencia de Hollywood. Un instante después luchaba a brazo partido con su sosías.

Hillary se deslizó silenciosamente en la habitación. En la semioscuridad, vio algo que brillaba sobre una mesilla. Lo tomó y se acercó a los dos hombres que estaban luchando, débilmente iluminados por la claridad del proyector. Hillary levantó el brazo y lo dejó caer. Se oyó un ruido de huesos machacados. Hillary repitió el golpe, para más seguridad. La lucha cesó.

Hillary levantó su arma de modo que quedara iluminada por el rayo luminoso del proyector, silueteándola contra Paul Muni. Era una reproducción en plomo de un Oscar de la Academia.

El capellán dijo:

—De modo que tienes que pagar, Robert Blane. La sociedad lo exige.

—Usted no es la sociedad. ¿Dónde están los policías?

—En Lost Oaks no hay policías. Nosotros somos un mundo —y una ley— aparte. Estos barrotes no son los de una celda carcelaria; el doctor Antioch utilizó este cuarto para encerrar a un mono. Ahora te encierran a ti, aunque yo hubiera preferido al mono.

—Acérquese un poco más, padre. Déjeme llegar a su garganta.

—Eres tú el que va a morir, mi pobre amigo, no yo. ¿Qué prefieres? ¿El revólver en la base del cráneo? ¿La cuerda? La silla eléctrica es más de lo que Lost Oaks puede ofrecerte.

—Usted no se atreverá a matarme, hijo de perra. Su religión le prohíbe hacerlo.

—¿El veneno, quizá? Resulta algo doloroso. ¿Y ahogado?

—¿Trata usted de hacerme vivir un poco de infierno en la tierra, padre? Llame de una vez a la policía.

El otro escribió algo en un trozo de papel. Antes ya había hecho otro tanto.

—¿Qué es eso? —preguntó el hombre enjaulado—. ¿Qué está usted escribiendo?

—¡Oh! Eres curioso, ¿verdad? Sólo un poco de diálogo. El tuyo, para ser más exacto.

—¡Usted no es sacerdote! ¡Usted no es sacerdote! —exclamó el asesino—. Usted ha salido también de una tina... Vamos a hacer un trato, compañero experimental. Déjeme en libertad, y le prometo no matarle. Hay otros...

—No hago tratos con el diablo.

El hombre enjaulado rugió, tratando de alcanzar al capellán a través de los barrotes. El otro retrocedió, sonriendo.

—Lo has acertado, amigo. No soy sacerdote. Pero hay algo que no sabes: no soy tampoco Robert el Bueno...

El asesino se quedó mirándole, con las manos engarfiadas en los barrotes.

—¿Te das cuenta de lo que significa eso? Dices que no vas a matarme. Pero yo tengo que matarte a ti, y puedo hacerlo. No tengo escrúpulos de conciencia. No soy un asesino puro, como tú, pero tampoco soy un santo. Robert el Bueno me llamó amoral. Verás, soy el que salió de la sexta tina.

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