Read Antología de novelas de anticipación III Online

Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

Antología de novelas de anticipación III (3 page)

El desconocido se acercó a una de las paredes y pulsó varios interruptores.

La luz violácea se apagó e inmediatamente el hombre volvió a su primitivo estado, con la cabeza unida a su tronco. Estaba tendido sobre la mesa, sin ningún peso que le aplastara, y la mesita cúbica sobre la cual había reposado su cabeza, al otro lado de la habitación, vacía.

El hombre notó un hormigueo en todo su cuerpo, como si millares de insectos se pasearan por él. Se sentó rápidamente. En el suelo, estaba su rifle.

No se detuvo a pensar por qué estaba entero otra vez, sino que saltó de la mesa y cogió el rifle.

Disparó casi a quemarropa contra el ser. Falló el tiro por una pulgada.

—Por favor —dijo el desconocido—. Yo no le he hecho a usted ningún daño.

El segundo proyectil atravesó el hombro del desconocido.

—Pero,
puedo
hacerle daño —advirtió el ser—. No tengo por qué tenerle consideraciones especiales. Hay millones de seres de su especie.

Levantó la mano derecha, dejando al descubierto una especie de reloj que llevaba en la muñeca.

El rifle disparó por tercera vez.

Simultáneamente, el reloj desprendió unas radiaciones y el hombre quedó muerto.

El ser se encogió de hombros.

«Podía haber sido una interesante compañía», murmuro.

Recogió el cadáver del hombre y lo tiró al expulsor de los desperdicios.

El conductor del automóvil llegó al lugar de aparcamiento próximo a la entrada del metro. La avispa estaba de nuevo pegada al cristal del parabrisas.

El hombre se sentó ante el volante, dio la vuelta a la llave del encendido, pisó el embrague, dio gas y soltó el embrague.

Aquella serie de movimientos repentinos y maquinales debieron inquietar a la avispa.

Zumbó furiosamente, y se acercó al rostro del hombre.

El hombre agitó una mano delante de su rostro.

—Mira, avispa —dijo, medio en broma, medio asustado—. No quiero hacerte ningún daño. Quédate quieta, y no te pasará nada.

La avispa voló hacia la parte trasera del automóvil y volvió a acercarse al hombre.

—¡Maldito bicho! —exclamó el hombre, y utilizó su cartera de mano para librarse del ataque.

El zumbido del insecto se hizo todavía más furioso. El hombre vio su oportunidad, y la cartera de mano aplastó a la avispa.

El hombre cogió el insecto muerto por un ala y lo tiró por la ventanilla.

El mejor mundo posible

Richard Wilson

La hora del programa estaba próxima. Floyd Geringer llamó a su hijo:

—Vic..., ya es casi la hora.

—Voy, papá.

El muchacho vivía la época del crecimiento. Era un niño sin madre cuando fueron lanzados, y ahora iba a cumplir los catorce años. «Lanzamiento» era la palabra empleada por Floyd para denominar el acto que les hizo viajar por el espacio, sin esperanzas de regresar a la Tierra.

Se sentaron en las gastadas y cómodas butacas, frente al altavoz. El dedo meñique de la mano izquierda de Floyd hurgó inconscientemente en el diminuto círculo que la quemadura de un cigarro había dejado en el tapizado rojo del brazo de la butaca. ¿Cuántos años habían pasado desde que fumó su último cigarrillo? Esta pregunta vagó por la mente de Floyd; luego, fue rechazada por él. Carecía de importancia.

Floyd Geringer consultó el reloj. Faltaba un minuto.

Vic preguntó:

—¿Por qué escuchamos siempre el programa de las ocho?

—Es el mejor —dijo su padre—. Es de noche, y la gente está en casa terminando de cenar. Reservan los mejores programas para el mayor auditorio.

Naturalmente, mantenían su reloj a la hora de la Tierra, según había dicho Floyd en cierta ocasión. Hora de Nueva York, específicamente.

—Pero, ¿por qué no podemos escucharlo más que una vez a la semana? —preguntó el muchacho.

Era de corta estatura para su edad, pero también su padre era bajo. Y su madre había sido una mujer menuda, también, antes de... Bueno, antes que ocurriera aquello. Floyd no quería recordarlo.

—Tenemos que conservar las baterías, hijo —respondió—. No van a durar siempre.

—Supongo que no.

Vic se reclinó en su butaca y abrió el libro que había estado sosteniendo en la mano, por las páginas entre las que introducía su dedo índice. Era
Robinson Crusoe
. Y Lloyd sonrió levemente.

—Deja el libro, Vic —dijo con cariño—. Esto va a empezar.

Conectó el aparato cuando la roja saeta del reloj señalaba las ocho menos treinta segundos.

—Es un buen libro. Habla de unas personas parecidas a nosotros. ¿Lo has leído, papá?

—Sí, lo leí cuando tenía tu edad, poco más o menos. Ahora, silencio.

* * *

Vic sacó una señal de cartulina del bolsillo de su camisa y lo colocó entre las páginas. Lo había hecho siempre desde que su padre le riñó por doblar el extremo superior de una página. Dejó el libro en el suelo, suavemente, y se apoyó contra el respaldo de la butaca, cerrando los ojos.

—Lástima que no tengamos televisión —dijo.

—Ya te he explicado los motivos —respondió su padre—. Es...

—Lo sé, papá. Sssst, ya es la hora.

Cuando la saeta grande del reloj llegó al 12, una voz dijo a través del altavoz:

«Y, ahora, la International Broadcasting Corporation presenta: ¡La Marcha del Mundo! Acontecimientos y personajes que son noticia. Llega hasta ustedes por gentileza de los fabricantes del remedio casero que alivió a sus bisabuelos y que hoy sigue aliviando...»

Vic dijo:

—A nosotros no va a aliviarnos, ¿verdad, papá?

—No, hijo. Esa es una de las cosas sin las cuales podemos pasar. Pero no debemos ser duros con ellos. Son los que patrocinan el programa.

«Y,
ahora
—dijo el locutor—. ¡La Marcha del Mundo! En primer lugar vamos a trasladarles a ustedes a Kansas City, donde Sinclair Lewis, el novelista ganador del Premio Nobel, es noticia hoy por haber desafiado a Dios a que le matara. Conectamos con Kansas City. Lane McGrath al habla. Conectamos.

»Buenas noches, queridos radioyentes. Les habla Lane McGrath desde Kansas City, una ciudad que se encuentra profundamente afectada después de la exhibición llevada a cabo por uno de nuestros novelistas más famosos, Sinclair «Rojo» Lewis, el cual le ha dado a Dios un plazo de diez minutos para que le matara. El señor Lewis continúa vivo, y nosotros hemos querido recoger la opinión del hombre de la calle acerca de este acontecimiento. Tenemos junto al micrófono a al señor Arthur Baldwin, propietario de una tienda de ultramarinos. Señor Baldwin, nuestros oyentes están muy interesados en conocer su opinión sobre este suceso. ¿Qué opina usted de él?

»—Bueno, yo creo que tal vez Dios, en su Infinita compasión, ha tenido piedad de ese hombre, o tal vez no ha querido malgastar uno de sus rayos en él. No creo que ese hombre haya demostrado nada...

»Chicago es hoy también noticia. Las fuerzas de la ley y el orden, y los agentes del F.B.I., gracias a una confidencia de una misteriosa mujer vestida de rojo, han conseguido acabar con el Enemigo Público Número Uno, el célebre John Dillinger. Dillinger, el hombre que había declarado la guerra a los Estados Unidos, que se había teñido el pelo y se había dejado crecer el bigote en una vana tentativa de escapar a la justicia, ha caído acribillado a balazos cuando salía de un cine de barrio llamado El Biógrafo. ¡Una prueba más demostrando que el crimen se paga!»

* * *

Floyd Geringer miró a su hijo. Los ojos del muchacho continuaban cerrados. Si aquel gran drama le había conmovido, no dio la menor señal de ello.

«... Pero, malas noticias de Inglaterra. El rey Jorge VI ha muerto. El dolor del Imperio sólo está mitigado por el hecho que su encantadora hija subirá al trono como Isabel II. La antigua tradición se repite: ¡El Rey ha muerto! ¡Viva la Reina!

»En el mundo de los deportes, el Bombero de Detroit y el Ulano Negro del Rin...»

De nuevo el padre miró a su hijo mientras el locutor explicaba la apabullante derrota de Max Schmeling a manos de Joe Louis, en el primer asalto de su combate de desquite. Pero Vic continuaba sin moverse, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, sin que su rostro reflejara la menor emoción.

El programa estaba terminado. El locutor dijo:

«Éste ha sido nuestro número de hoy de La Marcha del Mundo. Buenas noches, queridos radioyentes, y esperamos encontrarles a ustedes de nuevo mañana en nuestra sintonía.»

Floyd, como hacía invariablemente, tomó el mando del aparato cuando el locutor decía «buenas noches», y le dio media vuelta en la última sílaba de «sintonía».

Vic abrió los ojos. Los había mantenido cerrados durante toda la emisión, y Floyd se preguntó si habría estado durmiendo durante parte de ella.

—En la Tierra han tenido un día ajetreado, ¿verdad? —dijo Floyd.

—Hum —respondió el muchacho—. Papá, ¿tenemos algún libro de Sinclair Lewis?

Por lo menos había oído el primer comentario.

—Creo que tenemos
Calle Mayor
.

—Parece un hombre con mucha personalidad —dijo Vic—. Nosotros tampoco somos muy religiosos, ¿verdad, papá?

—Creo que no, Vic. Pero confío en que nunca te atrevas a desafiar a la Divinidad. En estas cosas no hay que llegar nunca demasiado lejos.

—No te preocupes, papá. —Recogió el
Robinson Crusoe
—. Creo que me iré a la cama y leeré un rato. Buenas noches.

—Buenas noches, hijo.

Vic había dejado de darle un beso antes de acostarse cuando cumplió nueve años. A Floyd le había entristecido aquel hecho, revelador, junto con otros muchos, del crecimiento de su hijo. El tiempo pasaba. Algún día, él moriría y Vic se quedaría solo. Algún día. Pero no había por qué pensar en un hecho futuro que podía tardar muchos años en llegar.

Unos meses antes que ellos fueran lanzados, Floyd había sido sometido a una minuciosa revisión médica, y el doctor le había dicho que su salud era excelente. Tenía una tos crónica, desde luego. El médico, hombre práctico, le había advertido que dejara de fumar..., si podía. Floyd dejó de fumar cuando se acabaron los cigarrillos —se había fumado el último el día que Vic cumplió cinco años, en una especie de celebración—, y su tos se había desvanecido un mes más tarde.

* * *

En la mente de Floyd, el recuerdo del doctor se encadenó con otros recuerdos terrestres. El pánico en Florida, y especialmente en el pueblo de Cocoa, donde estaban pasando sus vacaciones, cuando cayeron las primeras bombas en las proximidades de Cabo Kennedy. Naturalmente, el Cabo y la Base Aérea Vanderberg de California se encontraban entre los primeros objetivos del enemigo.

Su esposa estaba en la playa, esperando presenciar un proyectado lanzamiento. Su afición a los cohetes espaciales había sido la causa de su muerte.

Floyd estaba durmiendo en el hotel, en una de las camas gemelas de su habitación. Vic, que no había cumplido los dos años, dormía en su cuna. Vic no se había despertado. Floyd lo envolvió en una manta y salió corriendo en medio de la oscuridad.

«¡Todos los que estaban en la playa han muerto!», gritó alguien, y Floyd subió a su automóvil y se marchó en dirección opuesta, hacia el centro experimental de proyectiles dirigidos, pensando en los refugios de hormigón armado que podían proporcionarles protección a su hijo y a él contra el ataque.

En la verja de entrada no había nadie y Floyd la cruzó a toda velocidad, encaminándose hacia las grúas silueteadas contra el resplandor de los incendios.

El
Proyecto Magellan
les había salvado. El
Magellan
era el cohete espacial cuyo lanzamiento esperaba presenciar su esposa. Los dos astronautas que debían tripularlo habían sido las primeras víctimas del inesperado ataque, y el lanzamiento no había tenido lugar.

Pero todo estaba preparado. Los soldados permanecían en sus puestos esperando órdenes. El vehículo espacial, dispuesto para el lanzamiento, se erguía contra el cielo, alargado y liso.

Floyd, conduciendo sin rumbo fijo a través del pandemonio de la base, llegó a la zona del
Proyecto Magellan
.

—¡Eh! ¡El del automóvil! Póngase a cubierto! —aulló un centinela de uniforme.

Floyd detuvo el automóvil. El soldado —llevaba los suficientes galones como para ser un sargento, pero Floyd no estaba al corriente de las nuevas categorías de la Aviación— le ayudó a transportar a Vic al refugio de hormigón.

* * *

Mientras estaba allí, sorbiendo una taza de café y haciéndole comer a Vic un trozo de chocolate que uno de los soldados le había dado, la radio dio las noticias.

«Aquí, Washington —dijo, con la voz de la derrota—. Hemos sido vencidos. Nueva York dice lo mismo. Chicago no contesta. San Francisco se ha rendido. Ottawa permanece en silencio. Colorado Springs y Omaha han sido destruidas. Vanderberg y Cañaveral han quedado inutilizadas.»

—Esto es el infierno —dijo el sargento.

—Cállese, sargento. Escuche.

«En la imposibilidad de reorganizar nuestras fuerzas, las instrucciones son las siguientes: Prepararse para la guerra de guerrillas. Rendirse únicamente ante la fuerza del número y bajo la amenaza de aniquilación. Destruir todo el material que no pueda ser utilizado eficazmente contra el enemigo y que pueda caer en sus manos. Que el Cielo nos ayude. Por orden del Jefe superviviente de mayor graduación, Coronel del Cuerpo de Transmisiones, Robert G. Hayden.»

—¡Coronel! —dijo el sargento—. ¿Es eso lo mejor que nos queda?

—¡Transmisiones! —exclamó un cabo—. La situación debe ser realmente grave.

—¡Dios mío! —murmuró el sargento—. Hasta ahora, nunca me habían hablado de rendición..., ni siquiera en Corea.

—Aquí tenemos algo que destruir —dijo el cabo—. El cohete.

—Calma, calma —dijo el sargento—. Cumpliremos las órdenes recibidas. Haremos la guerra de guerrillas. Pero antes tenemos que poner a salvo al personal civil y evitar que el cohete caiga en manos del enemigo. Y creo que podemos hacer las dos cosas al mismo tiempo... —Evidentemente había estado pensando en aquella solución. Se volvió hacia Floyd—. ¿Qué le parece la idea de darse un pequeño paseo con el niño?

Floyd parpadeó, asombrado.

—¿Por el espacio?

—Exactamente. Por lo que veo, no puede usted convertirse en guerrillero. ¿No quiere usted marcharse? De acuerdo. Destruiremos el cohete. Pero, en tal caso tendrá usted que arreglárselas como pueda. Nos será imposible ayudarle. La otra solución es embarcar en el
Magellan
. Todo está preparado para el lanzamiento. El cohete contiene provisiones para dos personas durante treinta años. Pasará mucho tiempo antes que el niño consuma como un adulto, de modo que las provisiones durarán un poco más. ¿Qué dice usted?

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