Read Antología de novelas de anticipación III Online
Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon
Tags: #Ciencia Ficción, Relato
Una mañana, siete días después, el señor William Williams estaba sentado en la antesala de las habitaciones del Presidente, en la Casa de la República. Masticaba una aspirina. De pronto, una rubia y maternal karania, la secretaria personal del Presidente, le invitó a pasar a presencia del mismo. La secretaria acababa de hacer salir al embajador del Este por otra puerta.
—Buenos días, señor Williams —le saludó Schaag con una afable sonrisa—. Ha venido usted a explicar los desdichados incidentes de la pasada noche, sin duda. No obstante, debo advertirle que el pueblo karanio, aunque pacífico por temperamento, se ha tomado muy en serio el..., el suceso.
El señor Williams se quedó con la boca abierta por el asombro.
—¿Explicar? —preguntó, en tono de incredulidad.
Schaag asintió.
—El embajador del Este acaba de asegurarme solemnemente que el bloque oriental no es responsable de lo ocurrido. En vista de lo cual, espero con sumo interés sus manifestaciones.
El señor Williams suspiró.
—Vamos a ver si nos entendemos, señor Presidente. Usted ha preguntado ya al Este; el Este ha preguntado ya al Oeste; y yo he venido aquí a preguntarle a usted.
—Un círculo vicioso —dijo el mariscal Schaag en tono amable—. Pero es evidente que la responsabilidad recae sobre alguien.
—Creo que sería mejor que nos pusiéramos de acuerdo acerca de los hechos —dijo el señor Williams.
—Eso podría ser un provechoso comienzo —asintió Schaag—. Pero, en vista de las circunstancias, me gustaría conocer en primer lugar su versión.
El señor Williams se introdujo otro par de aspirinas en la boca.
—Anoche me acosté temprano —dijo—. La primera noticia me llegó a través de uno de mis secretarios, el cual me despertó para mostrarme el texto de un mensaje radiado en onda corta, en inglés, invitando al mundo a deponer sus armas, bajo la amenaza de graves sanciones en caso contrario. Creo que el mismo mensaje fue radiado también en francés y en ruso.
—Así es —confirmó Schaag—. Las emisiones empezaron aproximadamente a la una cincuenta, hora de Karania.
—Naturalmente, el Oeste utilizó localizadores de dirección —dijo el señor Williams.
—Lo mismo que hizo el Este y que hicimos nosotros ¿Conoce usted los resultados?
—Según nuestros expertos —admitió el señor Williams—, las emisiones procedían de una aeronave que volaba a más de tres mil quinientos kilómetros por hora.
—Ése es el veredicto general —dijo Schaag.
—Posteriormente —dijo el señor Williams—, nos han llegado informes asegurando que la mitad de los campesinos de la zona septentrional de Karania han visto escuadrones de platillos volantes.
—La posibilidad de una ilusión óptica en masa parece más bien remota —observó el mariscal—. Desde luego, existe también el problema de los depósitos de uranio.
El señor Williams contempló con fijeza a su interlocutor.
—¿Qué ha sucedido con los depósitos de uranio?
Schaag pareció sorprendido.
—¿No ha leído usted los periódicos, señor Williams?
—Sí, los he leído. Y el mundo parece haber enloquecido. Ese..., ese asalto es sumamente grave desde el punto de vista internacional. Mi gobierno me ha exigido el envío inmediato de informes exactos.
—La zona del uranio está devastada —anunció Schaag, fingiendo admirablemente—. Según mis investigadores científicos, la explosión no parece haber sido atómica..., aunque existe radiactividad, desde luego...
—¿Qué medidas piensa usted adoptar?
—Aparte de declarar la ley marcial, evacuar la zona afectada, congelar el tráfico septentrional y continuar las investigaciones, no hay nada que yo pueda hacer... Esperaba que el Este y el Oeste tendrían alguna explicación que ofrecerme.
—Si debemos creer en los mensajes radiados —dijo el señor Williams con lentitud—, el mundo está amenazado por una potencia exterior... Se exigía un desarme general inmediato.
—La potencia exterior parece disponer de excelentes lingüistas —observó secamente Schaag—. Y una visión muy clara de la psicología humana.
—Entonces, ¿no lo ha tomado usted en serio?
—Personalmente, no me siento inclinado a creer en cuentos de hadas, ni siquiera de platillos volantes, señor Williams.
—No tardará en reunirse una conferencia de alto nivel, y allí se hablará claro —profetizó el señor Williams—. Entretanto, si el Este esboza la más leve amenaza en contra de Karania, intervendremos con todas las consecuencias.
—¿Debo entender que el Oeste está dispuesto a garantizar nuestra neutralidad..., de forma incondicional?
—Si llega el caso..., sí.
—Da la casualidad que el Este ha expresado unos sentimientos similares —dijo el mariscal Schaag—. Espero que el acuerdo esté listo para la firma dentro de cuarenta y ocho horas.
—Nuestro acuerdo estará listo antes —dijo el señor Williams, consultando su reloj—. Todo este asunto es una conspiración.
—¿Usted cree? —inquirió el Presidente de Karania—.Y, ¿quién es el que conspira?
—Esta mañana —dijo el mariscal Schaag, en tono de satisfacción— he firmado el acuerdo con el Oeste. Esta tarde he firmado el acuerdo con el Este. De modo que Karania conserva su independencia. Cada uno de los bloques ha insistido en protegernos contra el otro, sin exigir bases ni concesiones, sin provocar ninguna revolución del martirizado proletariado.
—Mi querido Karl, brindo por ti —dijo el ministro para el Progreso cultural, alzando su vaso de
schnapps
—. Es soberbio. Es magnífico. La posteridad...
—Espero que la posteridad no llegue a enterarse —dijo el mariscal en tono grave. Contempló pensativo su vaso—. Resulta curioso, mi querido Josef, que la naturaleza humana prefiera rechazar lo probable y aceptar lo imposible.
El humo del tabaco se esparció en densas nubes sobre el tablero de ajedrez y alrededor de las botellas de
schnapps
. El Presidente de la República se arrellanó en su asiento, experimentando la satisfacción de un trabajo bien hecho.
—¿Puedes descorrer un poco el velo del misterio para mí? —inquirió Herr Barranz al cabo de un rato.
—Desde luego —el mariscal sonrió burlonamente—. Ha sido cuestión de matemáticas, de imaginación..., y de una veintena de científicos karanios de absoluta confianza. Los mensajes fueron radiados por tres aviones civiles, en tanto que en la zona septentrional eran lanzados unos globos luminosos. Lo más difícil fue el transporte de varias toneladas de explosivos a Scloss Benzen.
—¡Pero los mensajes fueron radiados desde unas aeronaves que volaban a más de tres mil quinientos kilómetros por hora!
—Fueron radiados desde unos anticuados aviones de transporte, que volaban a menos de quinientos kilómetros por hora.
Herr Barranz estaba estupefacto.
—¿Y los localizadores de dirección? —inquirió—. Según los datos obtenidos por ellos...
—Sus localizadores de dirección no eran tan buenos como nuestros matemáticos —le interrumpió Schaag—. Los aviones volaban en amplios círculos a veinticinco mil pies de altura. Cada uno de ellos contenía tres emisoras de radio, y tres cintas magnetofónicas previamente grabadas. Cuando el primer avión empezó a emitir, el segundo empezó unos instantes después, y otro unos instantes más tarde. Cada una de las emisoras radió un fragmento del ultimátum en inglés, francés y ruso, sucesivamente, en tres longitudes de onda distintas. ¿Comprendes ahora?
El ministro para el Progreso Cultural asintió.
—Desde luego. Los localizadores de dirección detectaron que cada uno de los mensajes era emitido por un solo transmisor, instalado en una aeronave que volaba a terrible velocidad.
—¡Exactamente! —asintió Schaag.
Herr Barranz volvió a llenar su vaso, lo vació y lo llenó de nuevo. Estaba tratando de descubrir una grieta en el plan. Al no conseguirlo, esgrimió otra clase de argumento.
—Un secreto así no podrá ser mantenido —dijo—. Alguno de tus veinte hombres hablará.
El mariscal Schaag sacudió la cabeza vivamente.
—Esa posibilidad ha sido prevista, desde luego, y se han adoptado las medidas oportunas. Estoy convencido del hecho que ellos eran unos karanios leales, pero estaba en juego la seguridad de su patria. Les di instrucciones para que se concentraran en Schloss Benzen, en cuanto terminaran su trabajo.
—No comprendo...
—Tus conocimientos geográficos, Josef, son deplorables. Schloss Benzen está muy cerca de las primeras minas de pecblenda. Fue volado tres horas antes del amanecer... Estaban convencidos del hecho que la voladura no se produciría hasta el alba.
Herr Barranz alzó tristemente su vaso.
—¡Por un heroísmo que nunca será cantado! —murmuró.
—Eran científicos —dijo el mariscal Schaag fríamente—, y, por lo tanto, tenían la obligación de sacrificarse. Recuerda que la ciencia fue directamente responsable del atolladero en que estábamos metidos.
—Pero no olvides, Karl, que es también responsable de nuestra salvación.
El mariscal Schaag se permitió a sí mismo el fantasma de una sonrisa.
—Es cierto —convino, y levantó su vaso—. Brindo por la divertida duplicidad de la ciencia..., que permite rugir a un ratón y hace que un elefante profiera chillidos...
Edmund Cooper
Estamos a 31 de agosto de 1965 y mi trabajo ha terminado. Mañana, después de la conferencia de prensa y la cena de despedida y la aparición en la televisión podré, así lo espero, retirarme a una vida plácida y tranquila. Un hombre no puede ser «noticia» durante demasiado tiempo; y en mi caso, el tiempo límite puede ser medido por horas. Después, la notoriedad se convierte en una pesada carga.
El cielo sabe cómo se las arreglan las estrellas del cine y de la televisión para soportarla... o incluso los prodigios de dieciocho años que sólo permanecen en el candelero el tiempo suficiente para comprarse un Jaguar y un paquete de acciones. Quizá tienen una constitución más fuerte, o quizá yo soy un poco más sensible. De todos modos, cinco años han sido más que suficientes: y me alegro de que hayan terminado.
No es que —publicidad aparte— hayan sido unos años aburridos. He sobrevivido a tres tentativas de asesinato, a dos tentativas de rapto, y a una invitación a «huir» a la Unión Soviética, donde, según me prometieron, podría vivir felizmente como un millonario proletario... a cambio de pequeños trabajos de investigación nuclear, para que el trato resultara justo. Y desde luego, durante los últimos cinco años he recibido casi medio millón de cartas de «fans»: de desagrado y de admiración en una proporción de cinco a una, respectivamente.
Pero será mejor que empiece por lo que, aún sin ser el principio en el verdadero sentido de la palabra, es el punto que me izó al primer plano de la actualidad.
En abril de 1960, después de pasar algún tiempo en Harwell y un par de años en las agradables instalaciones de una pequeña isla, la cual sigue estando erróneamente clasificada como Muy Secreta, estaba considerado como un físico subatómico muy prometedor. No tan bueno, quizá, como William Rausen, o incluso Jenkins, de Cambridge, pero sí de primera categoría. Además, desde el punto de vista del gobierno, se me suponían cualidades que me hacían más apto para el proyecto en curso que cualquiera de las personas que he mencionado.
Se me suponía endurecido y ambicioso, aunque no tengo la menor idea de cómo llegaron a colgarme ese sambenito. Tal vez tenía algo que ver con el rumor de que me había casado con una sobrina del ministro de Ciencias a fin de conseguir que el Rayo Azul fuera aplicado como vehículo de una pequeña cabeza de torpedo atómica que mi equipo había inventado. Sin embargo, aunque tengo que admitir que me casé con una de las encantadoras sobrinas del Ministro, en aquella época el Rayo Azul había sido aplicado ya a todos los proyectiles dirigidos. De modo que insisto en afirmar mi inocencia.
Pero, sea cual fuere el motivo, fui escogido para aquel trabajo. En consecuencia, una deliciosa mañana de la primavera de 1960, sostuve una fructífera conversación con el primer ministro, el ministro de Ciencias y el canciller del Exchequer.
La atmósfera fue amistosa, cordial. El ministro de Ciencias me llamó Richard y se interesó vivamente por mis inexistentes hijos (el ministro tenía muchas sobrinas); el Premier me llamó Hamilton y quiso saber si estaba interesado, en la caza; y el canciller, sin llamarme nada, trató de descubrir, con mucho tacto, hasta qué punto estaba interesado en el dinero.
Pero súbitamente, tras unos escarceos preliminares, el primer ministro entró en materia.
—Tenemos un nuevo trabajo para usted, Hamilton —dijo—. Se trata del proyecto más importante y, puedo asegurárselo, más susceptible de provocar polémicas de nuestra época. ¿Está usted interesado?
—Más que interesado, señor. Estoy muerto de curiosidad.
El primer ministro sonrió.
—Si consigue usted llevarlo adelante con éxito, una enmienda será la menor de sus numerosas recompensas.
Sir Richard Hamilton... posiblemente el ingreso en la Orden del Mérito. La perspectiva me halagaba. Y no es que yo sea un «snob», no. Pero, por algún inexplicable motivo, siempre había tropezado con dificultades en lo que respecta a los
maitres
. Un titulo de caballero era una de las cosas que podían allanarme considerablemente el camino en los restaurantes.
—Puede usted escoger su propio equipo —me dijo el ministro de Ciencias afablemente—, y tendrá prioridad en lo que respecta a materiales e instalaciones.
Medité unos instantes.
—¿Cuál es la clasificación del trabajo, señor? —pregunté—. ¿Secreto o público?
—Las dos cosas —respondió el ministro de Ciencias—. El proyecto se hará público, pero todos los aspectos del trabajo, investigación, construcción, ensayos, progresos, éxitos o fracasos, permanecerán secretos.
—¿Habrá perros guardianes? —inquirí.
—Ladrando en gran profusión —confirmó sobriamente el primer ministro.
—Dispondrá usted de ilimitados recursos financieros —continuó el ministro de Ciencias.
—Hablando en sentido figurado —intervino rápidamente el Canciller.
—En realidad, lo único que pedimos —concluyó el ministro de Ciencias— es que usted nos dé una razonable esperanza de éxito.
Contemplé a los tres hombres con aire ligeramente incrédulo. Aun admitiendo la habitual sutileza de las mentes políticas y las leves reservas acerca del personal, del material y de las finanzas que indudablemente me serían reveladas más tarde, me estaban ofreciendo lo que un científico considera el paraíso. Tenía que existir alguna pega, desde luego; y como todavía no me habían dicho exactamente lo que deseaban que hiciera, la pega tenía que estar allí.