Read Antología de novelas de anticipación III Online

Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

Antología de novelas de anticipación III (7 page)

Blane había recorrido toda la comarca en la furgoneta, buscando vasijas de un tamaño apropiado y, cuando consiguió encontrarlas, tuvo que cargárselas al hombro y subirlas al laboratorio, situado en la parte más alta de la casa. Antioch no permitía que ningún extraño cruzara las verjas de Lost Oaks.

Cuando las tinas estuvieron en el laboratorio, Antioch hizo salir a Blane y se encerró para trasladar a ellas el contenido de las jarras. Blane, jadeante y sudoroso, se quedó pegado a la puerta escuchando y oyó un sonido chapoteante. Antioch estaba hablando consigo mismo, y los chapoteos punteaban su casi inaudible monólogo. Blane esperó hasta el sexto chapoteo y luego tuvo que marcharse a su habitación y tenderse en la cama. Su corazón latía atropelladamente a causa del esfuerzo que había tenido que hacer para subir las interminables escaleras cargado con las tinas.

Blane murió al día siguiente mientras transportaba un cesto de ropa recién lavada desde el lavadero a los tendederos. Cuando descubrió el cadáver, Antioch empezó a proferir maldiciones. Luego lo enterró, en un hoyo poco profundo, a pocos pasos del lugar donde lo había encontrado.

Antioch se encaminó directamente al laboratorio. En aquel momento, su estado de ánimo no debía ser muy alegre.

«¡Hacerme eso a mí! —exclamó, dirigiéndose al semicírculo de tinas—. No importa. He perdido un Robert Blane..., pero pronto tendré seis.»

Murmurando en voz baja, anduvo de una tina a otra, midiendo cuidadosamente algo verde y líquido y vertiéndolo sobre la masa semigelatinosa contenida en cada uno de los recipientes. Antes de salir del laboratorio, dijo por encima de su hombro, como si se dirigiera al fantasma de su difunto ayudante: «Aquí estás, completo, Robert Blane. —Soltó una risita ahogada y añadió—: ¡El ubicuo!»

Dando por terminada su inspección matinal, se encaminó a la biblioteca para descansar una hora, leyendo. Por el camino, se desabrochó la manchada bata y la dejó caer al pasar por el vestíbulo.

Cuando los seres contenidos en las tinas se desarrollaron completamente, Antioch fue colocándolos sobre una mesa portátil y limpiándolos cuidadosamente. Luego los pesó. Cada uno de ellos pesaba 145 libras. Eran exactamente iguales en constitución y en desarrollo muscular; duplicados del difunto Robert Blane en todo, menos en una cosa: sus rostros eran distintos unos de otros, aunque todos tenían cierto parecido común.

Esto decepcionó a Antioch, aunque su decepción no duró mucho. Era un pequeño fracaso en un éxito de grandes proporciones.

Empezó por insuflarles la respiración con un pulmotor, pero no se animaron inmediatamente. Antioch los colocó en habitaciones separadas. Tenía tanta seguridad en el éxito, que había preparado las habitaciones con anticipación y había comprado la ropa necesaria. El verdadero Robert Blane se asombró mucho cuando Antioch hizo que se encargara una docena de trajes; más tarde se había preguntado por qué no había vuelto a verlos una vez terminados.

Antioch, gruñendo y sudando, colocó a cada uno de los hombres en su cama respectiva. Luego les puso una inyección, la cual, entre otras cosas, haría que se despertaran a intervalos previamente calculados, de modo que el doctor pudiera estudiar sus reacciones individuales.

El estudio era un verdadero caos. Antioch rebuscó por todas partes y finalmente localizó su diario debajo de un montón de periódicos, en una butaca. Se sentó en su escritorio y cuando se disponía a hacer unas anotaciones en clave, oyó ruido de pasos en el vestíbulo. Levantó la mirada y vio que la puerta se abría.

Uno de los nuevos Robert Blane entró en el estudio, sonriendo espontáneamente.

Antioch sacó un revólver de un cajón de su escritorio y dijo:

—No des un paso más.

Blane se echó a reír.

—Eso es un revólver, ¿no es cierto?

A continuación se sentó en una butaca, después de dejar en el suelo el montón de libros que había sobre ella.

—Sé lo que es un revólver —continuó diciendo—, y le aseguro que no tendrá que utilizarlo contra mí. Sé muchas cosas, de un modo general, pero —soltó una risita—, cuando entro en pormenores me pierdo.

Antioch no había soltado el revólver, pero cuando Blane se sentó lo dejó descansar en su regazo.

—Esto es muy interesante —dijo—. ¿Qué es lo que sabes exactamente?

Blane volvió a reír. En sus mejillas se destacaban unos surcos que sugerían que el hombre se había reído mucho en el pasado. Su actitud, incluso en aquellos momentos en que estaba sentado en la butaca, era de enorme vitalidad y de excelente disposición de ánimo.

—Está bien —dijo Blane—, sé que soy Robert Blane y que tengo veintiocho años. Sé que estar vivo es algo agradable. Y eso es todo. Poca cosa, ¿verdad? En cambio, ignoro quién es usted, dónde estoy, cómo he llegado aquí... Supongo que he sufrido un ataque de amnesia.

—Algo por el estilo —dijo Antioch—. ¿Qué sabes acerca de la biología?

—¿Biología? Es una ciencia, ¿no? Debieron enseñarme algo sobre ella en la escuela, pero no recuerdo nada. Ni siquiera sé si fui a la escuela, aunque es evidente que tuve que asistir a alguna, ¿verdad? —Se echó a reír—. Fastidioso, hasta cierto punto. Y esta casa, ¿es una institución?

—No, en sentido estricto —dijo Antioch—. ¿Sabes conducir un automóvil? ¿Puedes manejar un generador?

—¿Un automóvil? Creo que sí. No recuerdo haber conducido, pero tengo la impresión de poder hacerlo. Y lo mismo digo del generador. Estoy seguro de poder manejarlo.

—La habilidad mecánica se conserva —murmuró Antioch—. Pero no puede decirse lo mismo de los conocimientos intelectuales específicos. En cuanto a la personalidad... Esta no es la personalidad de Blane, en absoluto. Blane no era un joven risueño.


El Joven Risueño
, de Oliver LaFarge —dijo el nuevo Blane—. Una novela de indios.
Blues del Joven Risueño
, por Woody Herman, un disco de Jazz. Conocimientos generalizados, supongo. Pero, no conozco su nombre. ¿Puedo...?

—Antioch. —El doctor miró al sonriente joven y luego se puso en pie—. Ignoro por qué te has despertado tan pronto. Pero si lo has hecho tú, los otros pueden hacerlo también. Será mejor que vaya a comprobarlo. No te muevas de aquí.

—Desde luego, señor Antioch —dijo Blane amablemente—. Entonces, ¿hay otros? Mejor. Siempre he dicho que cuanto más seamos, más nos reiremos.

—No sabe usted lo que está diciendo —replicó secamente el anciano—. Y soy el
doctor
Antioch.

—De acuerdo, doctor. No me moveré de aquí.

Antioch salió apresuradamente de la estancia, mirando ansiosamente su reloj.

Apenas se había marchado cuando otro Robert Blane penetró en el estudio. Tenía el ceño fruncido y una expresión malhumorada. Llevaba únicamente pantalones, camiseta, calcetines y zapatos, en contraste con el joven risueño que se había vestido meticulosamente, que había centrado perfectamente la corbata entre las puntas del cuello y llevaba la americana abotonada.

El hombre malhumorado dijo:

—¿Quién diablos eres tú?

—Una víctima de la amnesia —respondió el otro alegremente—. El doctor Antioch me está tratando. Pasa, pasa.

—Ya he pasado. No necesito que ningún imbécil me diga lo que tengo que hacer. —Se acercó al escritorio y rebuscó entre los libros y papeles. Abrió los cajones y, en el fondo de uno de ellos, encontró un revólver, compañero del que Antioch había tomado. Empuñó el arma con aire satisfecho.

—Al doctor Antioch puede que le desagrade que revuelvas su escritorio de ese modo —dijo el joven risueño con una insinuante sonrisa—. Puede tener sus pequeños secretos, ya sabes.

El hombre malhumorado se encaró con él.

—¡No necesito que me digas lo que tengo que hacer, hiena! —aulló.

El joven risueño se echó a reír.

—Esto sí que es bueno —dijo—. El doctor Antioch me ha llamado Joven Risueño, y tú dices que soy una hiena. La hiena es un animal que se ríe. ¡Muy bueno!

Su risa se hizo más sonora.

—¡Basta! —El hombre malhumorado alzó el revólver, apuntando al pecho del otro—. No permito que nadie se ría de mí.

—No puedo evitarlo. En este momento tienes un aspecto muy gracioso. Pareces el difunto Humphrey Bogart en un papel de gángster...

El disparo le hizo doblarse por la mitad. Su última carcajada se convirtió en un gorgoteo, mientras se derrumbaba sobre la butaca.

—Nadie se ríe de Robert Blane —dijo su asesino.

El disparo atrajo rápidamente al doctor Antioch. Se presentó corriendo, con el revólver en la mano y, cuando vio al hombre malhumorado, lo levantó. Demasiado tarde: un proyectil le atravesó el corazón y el doctor Antioch se desplomó con un leve gemido.

Robert Blane, el asesino, examinó los cuerpos en busca de alguna señal de vida. No encontró ninguna. Salió al vestíbulo, cautelosamente. Estaba vacío. Empezó a recorrer la casa, penetrando en todas las habitaciones.

No encontró a nadie, y esto le hizo descuidar un poco las precauciones que hasta aquel momento había tomado. Su mano derecha, que seguía empuñando el revólver, lo hizo con menos firmeza. Y entró en una de las habitaciones abiertas con cierto descuido...

Alguien golpeó su muñeca derecha con un atizador. El arma cayó al suelo.

—Quiero el revólver —dijo el hombre del atizador. Era un duplicado de Blane, aunque sus facciones parecían más afiladas y sus ojos más estrechos. Sus labios estaban contraídos en una ávida sonrisa, y su expresión revelaba una inmensa codicia.

Se inclinó a recoger el revólver. Blane aprovechó la ocasión y saltó sobre su espalda. El otro se incorporó rápidamente, agarró a Blane de un brazo y le hizo saltar por encima de su hombro. Blane cayó sobre su muñeca lastimada y aulló de dolor.

El otro le apuntó con el revólver. Lo sostenía en su mano derecha, en tanto que con la izquierda seguía empuñando el atizador.

Blane se puso en pie de un salto pero se quedó quieto, contemplando el revólver y al hombre que estaba detrás del revólver.

La habitación en que se encontraban era un museo en miniatura. Las paredes estaban cubiertas de cuadros, y había tres o cuatro vitrinas de cristal llenas de porcelanas y de joyas antiguas.

—¿Quién eres tú? —preguntó Robert Blane, frotándose la dolorida muñeca y frunciendo el entrecejo—. ¿Otro risueño?

—Soy Robert Blane —dijo el otro—, y no tengo nada de risueño. Y tú, ¿quién eres?


Yo soy
Robert Blane.

—¿Cómo? —dijo el otro—. ¿Usas mi nombre? No te corresponde...

Sus afiladas facciones temblaron de emoción. Y también tembló la mano que empuñaba el revólver, mientras avanzaba hacia Blane.

El hombre malhumorado retrocedió hasta que chocó contra una mesilla colocada junto a la pared. Echó una mano hacia atrás y topó con una figurilla de bronce. La levantó.

—Suelta eso —dijo el hombre codicioso—. Es para mí.

En la mesilla había otras chucherías.

—Todo es mío, ¿oyes? —dijo el hombre codicioso—. Todo. Lo necesito.

Se pasó el atizador al sobaco derecho y con la mano libre empezó a recoger chucherías y a metérselas en los bolsillos.

De repente, sus ojos se posaron en las joyas encerradas en una de las vitrinas. Su mirada adquirió un brillo demoníaco a la vista de aquel tesoro. Se acercó a la vitrina y rompió el cristal con el cañón del revólver.

Empezó a recoger las joyas con su mano izquierda, pero no tardó en utilizar también la derecha, a fin de ir más de prisa. El revólver le estorbaba. Se lo guardó en el bolsillo para que sus dos manos quedaran libres.

Entonces, Robert Blane, el asesino, aplastó el cráneo del hombre codicioso con la figurita de bronce.

El hombre perezoso no se había movido de la cama en que se había despertado. Robert Blane le mató allí mismo, obedeciendo más a la inercia que a un plan preestablecido.

Robert el Bueno despertó con un mínimo de recuerdos pero con una sensación de bienestar que le hizo sonreír mientras se desperezaba en su cama. Al cabo de un rato, se levantó y se puso las ropas que encontró en el armario.

Abrió la puerta, pero se detuvo al oír el estertor del hombre perezoso, que agonizaba en la habitación contigua. Se acercó a la puerta de aquella habitación y miró hacia el interior. Vio la espalda del asesino, que retrocedía, jadeando por el esfuerzo realizado.

Robert el Bueno se apartó silenciosamente de la puerta y fue a esconderse detrás de una cortina. El asesino entró en el vestíbulo. Parecía cansado. Se frotó la nuca y, con la cabeza inclinada, se dirigió a su habitación.

Robert el Bueno esperó un rato antes de salir de su escondite. Luego fue a asomarse a la puerta de la habitación del asesino. Vio que se había tumbado en la cama, boca abajo, y que estaba durmiendo.

El hombre bueno volvió a la habitación del hombre perezoso. Mientras examinaba el cadáver se deslizaron unas lágrimas por sus mejillas. Cruzó las manos del muerto sobre su pecho y tiró de la sábana hasta taparle el rostro. Rezó una oración.

A continuación exploró el resto de la casa y encontró los otros tres cadáveres. Hizo todo lo que pudo para que su aspecto, después de muertos, resultara menos horrible.

Robert el Bueno entró en la habitación de las tinas, en las cuales habían nacido él y los otros cinco. Algunas de las notas que el doctor Antioch había dejado allí olvidadas y que no estaban escritas en clave le hicieron comprender ciertas cosas. Recorrió de nuevo la enorme casa y poco a poco empezó a saber lo que había sucedido.

En alguna parte de la casa había otro Robert Blane, además de los muertos, de su asesino y de él mismo. Una investigación más minuciosa le llevó a descubrir la habitación donde se encontraba el sexto Robert Blane, todavía dormido.

Robert el Bueno cerró la puerta detrás de él. Al no encontrar la llave en la cerradura, colocó una silla debajo del tirador, reclinada contra la puerta y despertó al durmiente.

Más tarde, en el laboratorio, Robert el Bueno dijo:

—Por eso te he sacado de allí tan de prisa. Aquí está tu corbata, si quieres acabar de vestirte.

—¿Un maníaco homicida? —preguntó el otro, abotonándose la camisa.

—Estrictamente hablando, no. No es un maníaco. Es un asesino, porque fue construido como asesino. Las otras partes de su personalidad, las que servirían para contrarrestar o anular este instinto, que cualquiera puede poseer, quedaron repartidas entre nosotros..., los otro cinco. Tal como he reconstruido los hechos, ha matado a la Codicia, a la Risa y a la Pereza, y al doctor Antioch.

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