—
Snap, crackle, pop
—repitió—. Derribarlos sonaba igual que un cuenco de cereales.
Levanté las cejas y una irónica sonrisa se dibujó en mis labios. Con un leve movimiento, estiré los pies sobre el suelo. Si no me reía, iba a ponerme a llorar. Y no quería ponerme a llorar.
—No lo he hecho muy bien esta noche, ¿verdad? —inquirió, con sus ojos puestos otra vez en la carretera.
No dije nada, al no estar segura de lo que sentía.
—Rachel —dijo suavemente—. Siento que hayas tenido que ver eso.
—No quiero hablar de ello —repliqué, recordando los aterrorizados gritos de agonía de aquel hombre. Sabía que Kisten hacía cosas malas debido a quién era y para quién trabajaba, pero verle en acción me había dejado tan asqueada como fascinada. Yo era cazarrecompensas; la violencia formaba parte de mi existencia. No podía juzgar a ciegas lo ocurrido como algo malo sin que eso me hiciese ver mi propia profesión bajo una luz más oscura.
Aunque sus ojos se habían ennegrecido y sus instintos se habían despertado, actuó de forma rápida y decisiva, con unos movimientos gráciles y sucintos que me causaban envidia. Más aún, durante el transcurso del combate, había sentido como Kisten me prestaba atención sutilmente, siempre era consciente de dónde estaba y de quién me estaba amenazando.
Yo me había quedado paralizada y él me había mantenido a salvo.
Kisten aceleró suavemente en la intersección que había ante nosotros cuando el semáforo se puso en verde. Suspiró; estaba claro que no advertía mis pensamientos al tomar la curva para dirigirse hacia la iglesia. El reloj encendido sobre el salpicadero señalaba las tres y media. Continuar con la cita ya no sonaba tan divertido, pero yo aún estaba temblando y, si no iba a llevarme a comer algo, terminaría apurando las galletitas de queso y las sobras del arroz para cenar.
Puaj
.
—¿Un McDonald's? —sugerí. Solo era una cita, por el amor de Dios. Una cita… platónica.
Kisten sacudió la cabeza con rapidez. Con la boca abierta de asombro, casi embistió al coche que había delante de nosotros, pero pisó el freno en el último instante. Acostumbrada a la forma de conducir de Ivy, me limité a esperarlo y a balancearme hacia delante y hacia atrás.
—¿Todavía tienes ganas de cenar? —me preguntó mientras el tipo delante de nosotros profería innombrables insultos a través del parabrisas trasero.
Me encogí de hombros. Estaba cubierta de restos de nieve sucia, el pelo me caía sobre las orejas, tenía los nervios disparados; si no me echaba algo al estómago, me pondría de mal humor. O enferma. O algo peor.
Kisten se reclinó en su asiento, con una expresión pensativa que suavizaba sus afilados rasgos. Hubo en destello de su arrogancia habitual en su relajada pose.
—La comida rápida es todo lo que puedo permitirme ahora —refunfuñó ligeramente, pero pude ver que se sentía aliviado de que no le pidiese que me llevara a casa—. Tenía planeado usar una pequeña parte de las ganancias para llevarte a la torre Carew para una cena al amanecer.
—Los huérfanos necesitan el dinero más de lo que yo necesito una frívola cena en lo alto de Cincinnati —respondí. Kisten rió ante mi contestación, y el sonido facilitó que me liberase de la última brizna de alerta que permanecía en mi interior. El me había mantenido a salvo cuando me quedé paralizada. Eso no iba a volver a ocurrir. Jamás.
—Oye, eh, ¿habría alguna forma de que no le contases esto a Ivy? —me pidió.
Sonreí ante la incomodidad que había en su voz.
—Te va a salir caro, colmillitos.
Se le escapó un diminuto sonido y se volvió, con los ojos muy abiertos y con fingida preocupación.
—Estoy en condiciones de ofrecerte un batido de tamaño gigante por tu silencio —propuso, y contuve un escalofrío por la amenaza fingida implícita en su tono. Sí, llamadme estúpida. Pero estaba viva, y él me había mantenido a salvo.
—Que sea de chocolate —le dije—, y puedes dar el trato por cerrado.
Kisten amplió su sonrisa y se aferró al volante con más fuerza.
Me recliné sobre el asiento de cuero climatizado, acallando el más mínimo pensamiento de preocupación. ¿Qué? De todas formas no pensaba contárselo a Ivy…
El hielo y la sal crujían con fuerza cuando Kisten me acompañó hasta mi puerta. Su coche estaba aparcado junto al bordillo, en un oasis de luz, difuso por la nieve que caía. Subí los escalones, preguntándome lo que ocurriría en los próximos cinco minutos. Era una cita platónica, pero una cita al fin y al cabo. El hecho de que pudiera besarme me puso nerviosa.
Me volví hacia él cuando llegué hasta la puerta, sonriendo. Kisten permaneció junto a mí con su largo abrigo de lana y sus brillantes zapatos; estaba muy guapo con el pelo cayéndole sobre sus ojos. La nieve era preciosa y se estaba acumulando en sus hombros. El mal trago ocurrido durante la noche se coló en mis pensamientos para salir de inmediato.
—Me lo he pasado muy bien —admití, queriendo olvidarlo—. El McDonald's ha sido divertido.
Kisten agachó la cabeza y dejó escapar una risita.
—Nunca había fingido ser inspector de sanidad para comer gratis. ¿Cómo sabías lo que tenías que hacer?
Torcí el gesto.
—Yo, eh, trabajé en la parrilla de una hamburguesería cuando estaba en el instituto, hasta que se me cayó un amuleto en la freidora. —Sus cejas se elevaron y seguí hablando—. Me despidieron. No sé por qué se lo tomaron tan mal. Nadie salió herido, y a la mujer le quedaba mejor el pelo liso.
Kisten soltó una risotada que terminó convirtiéndose en tos.
—¿Se te cayó una poción en la freidora?
—Fue un accidente. El dueño tuvo que pagarle una sesión completa en un
spa
, y a mí me echaron a patadas. Todo lo que necesitaba para romper el hechizo era un baño de sales, pero iba a demandarnos.
—No se me ocurre por qué… —Kisten se balanceaba sobre la punta de sus pies, con las manos detrás de la espalda mientras miraba caer la nieve sobre el campanario—. Me alegro de que te lo hayas pasado bien. También yo. —Dio un paso hacia atrás, y me quedé quieta—. Me pasaré por aquí mañana para recoger mi abrigo.
—Oye, eh, Kisten —dije, sin saber por qué—. ¿Te apetece… una taza de café?
Se detuvo en una elegante pose, con un pie sobre el escalón inferior. Tras darse la vuelta, sonrió; sus ojos reflejaban que la idea le agradaba.
—Solo si me dejas hacerlo a mí.
—Trato hecho. —Mi pulso tan solo se aceleró una pizca al abrir la puerta y entrar delante de él. Nos recibió la melodía de un
jazz
lento que provenía del cuarto de estar. Ivy estaba en casa, y esperaba que ya hubiese salido y regresado de su «tratamiento», que se administraba dos veces por semana. Una versión de
Lilac Wine
, dulcemente interpretada, creaba un ambiente relajado, acentuado por la oscuridad del santuario.
Me quité el abrigo de Kisten; el forro de seda sonó con un suave siseo al deslizarse sobre mí. El santuario estaba oscuro y silencioso; los pixies estaban amodorrados en mi escritorio, aunque a estas horas ya deberían estar levantados. Con la intención de no romper el ambiente, me quité las botas mientras Kisten colgaba su abrigo junto al que me había prestado.
—Vamos atrás —susurré, sin querer despertar a los pixies. Kisten sonrió suavemente al seguirme hasta la cocina. Fuimos en silencio, pero supe que Ivy nos había oído cuando bajó una pizca el volumen de la música. Tras arrojar mi bolso de mano hacia mi lado de la mesa, me sentí como otra persona al dirigirme, con mis pies tan solo cubiertos por unas medias, al frigorífico a por el café. Capté mi reflejo en la ventana. Si no le prestabas atención a las manchas de nieve y el pelo embarullado, no tenía tan mal aspecto.
—Cogeré el café —le dije, buscando en el frigorífico mientras el sonido del agua al caer se mezclaba con el
jazz
. Una vez que cogí los granos me di la vuelta, para encontrarle junto al fregadero con aspecto cómodo y relajado en su traje a rayas, limpiando la nueva cafetera. Estaba completamente absorto en su tarea, aparentemente sin darse cuenta de que me encontraba en la misma habitación, al tiempo que tiraba los posos usados y sacaba un filtro del armario con un movimiento suave e instintivo.
Tras pasar cuatro horas completas con él sin un comentario de flirteo o insinuación sexual relacionado con la sangre, me sentía cómoda. No sabía que podía ser así, normal. Lo observaba moverse, sin pensar en nada. Me gustó lo que vi, y me pregunté cómo sería estar así todo el tiempo.
Como si hubiera sentido mis ojos en su nuca, Kisten se volvió.
—¿Qué? —preguntó sonriente.
—Nada. —Miré hacia el oscuro pasillo—. Quiero ver cómo está Ivy.
Los labios de Kisten se separaron, mostrando unos dientes brillantes al ampliarse su sonrisa.
—Muy bien.
Sin estar segura del motivo por el que aquello parecía agradarle, le lancé una mirada enarcando las cejas y me dirigí hacia la sala de estar, iluminada con velas. Ivy estaba echada cual larga era en su cómodo sillón de ante, con la cabeza sobre uno de los brazos, y sus pies apoyados en el otro. Al entrar, sus ojos marrones se movieron rápidamente hacia los míos, apreciando el suave y elegante estilo de mi ropa hasta mis pies, calzados con sus correspondientes medias.
—Tienes nieve por todas partes —advirtió, sin cambiar de posición ni de expresión.
—Es que, eh, me he resbalado —mentí, y ella me creyó, pensando que mi nerviosismo no era más que vergüenza—. ¿Por qué siguen dormidos los pixies?
Ivy resopló, incorporándose hasta poner sus pies sobre el suelo, y yo tomé asiento en el sofá a juego, frente a ella y con la mesita de café entre ambas.
—Jenks los tuvo levantados hasta después de que te fueras, para que no estuvieran despiertos cuando llegases a casa.
Mis labios se curvaron en una sonrisa de gratitud.
—Recuérdame que le haga unos pasteles de miel —le dije, reclinándome y cruzando las piernas.
Ivy se dejó caer en su asiento, imitando mi postura.
—Y… ¿qué tal ha ido tu cita?
Mis ojos se encontraron con los suyos. Consciente de que Kisten escuchaba desde la cocina, me encogí de hombros. Ivy a menudo actuaba como un novio celoso, lo cual era muy, muy extraño. Pero ahora sabía que eso se debía a su necesidad de conservar mi confianza, lo que resultaba algo más fácil de entender, aunque seguía siendo raro.
Ivy respiró lenta y profundamente, y supe que estaba inhalando el aire para asegurarse de que nadie me había mordido en Piscary's. Relajó los hombros y yo hice una mueca de exasperación.
—Oye, eh… —comencé a decir—, siento mucho lo que te dije antes. Lo de Piscary's. —Sus ojos se movieron con rapidez hacia los míos y proseguí inmediatamente—. ¿Te apetece ir algún día? Quiero decir juntas. Creo que si me quedo en la parte de abajo, no me desmayaré. —Entrecerré los ojos, sin saber por qué estaba haciendo aquello, exceptuando que si no encontraba pronto una forma de relajarse, terminaría por descontrolarse. No me gustaría estar cerca cuando eso ocurriera. Y me sentiría mejor estando allí para echarle un ojo. Tenía la sensación de que se desmayaría con más rapidez de lo que yo lo había hecho.
Ivy cambió de postura en su sillón, colocándose otra vez tal y como había estado cuando entré en la habitación.
—Claro —respondió mirando hacia el techo y cerrando los ojos, sin que su voz me diese una sola pista sobre lo que estaba pensando—. No hemos salido una noche solas desde hace ya tiempo.
—Genial.
Me recliné sobre los cojines del sofá mientras esperaba a Kisten. Desde el equipo de música, una voz suave con cierto matiz sexual susurraba al cambiar de canción. El aroma del café recién hecho se hizo evidente. No pude ocultar una sonrisa cuando sonó el último tema de Takata. Lo estaban emitiendo hasta en las emisoras de
jazz
. Ivy abrió los ojos de golpe.
—Pases de escenario —dijo con una sonrisa.
—De escenario y de todo lo demás —añadí. Ivy ya había accedido a trabajar conmigo en el concierto, y yo estaba impaciente por presentársela a Takata. Pero entonces, me acordé de Nick. Ya no había posibilidad de que viniera él. A lo mejor podía pedirle a Kisten que nos ayudase. Y, ya que representaba el papel de sucesor de Piscary, resultaría doblemente efectivo como elemento disuasorio. Igual que un coche de policía aparcado en la mediana. Miré hacia la oscuridad del umbral, preguntándome si aceptaría en el caso de que se lo propusiera, y si realmente quería que estuviese allí.
—Escucha. —Ivy levantó un dedo—. Esta es mi parte favorita. Ese rasgueo va directo a mi interior. ¿Notas el dolor en la voz de ella? Este va a ser el mejor álbum de Takata hasta el momento.
¿«
La voz de ella
»?, pensé. Takata era el único que cantaba.
—«Eres mía, de alguna minúscula manera» —susurró Ivy, con los ojos cerrados; el íntimo dolor que mostraba en su expresión me hizo sentir incómoda—. «Eres mía, aunque tú no lo sepas. Eres mía, un lazo surgido de la pasión…».
Mis ojos se abrieron por la sorpresa. Ella no estaba cantando lo mismo que Takata. Sus palabras se intercalaban con las de él, creando un espeluznante fondo de voz que me puso la carne de gallina. Ese era el estribillo que no iba a emitir.
—«Eres mía, aún completamente mía» —musitó—. «Porque es tu voluntad…».
—¡Ivy! —exclamé, y ella abrió sus ojos de golpe—. ¿Dónde has oído eso?
Me miró de forma inexpresiva mientras Takata proseguía, cantando sobre pactos sellados bajo la ignorancia.
—¡Ese era el estribillo alternativo! —exclamé, sentándome al borde del sofá—. Se suponía que no iba a emitir eso.
—¿Estribillo alternativo? —preguntó mientras Kisten entraba, colocaba una bandeja con tres tazas de café sobre la mesita junto a las grandes velas rojas y tomaba asiento a mi lado de forma intencionada.
—¡La letra! —dije señalando hacia el equipo de música—. La estabas cantando. Takata no iba a emitir esa letra. Me lo dijo. Iba a emitir la otra.
Ivy se quedó mirándome como si me hubiera vuelto loca, pero Kisten gruñó, encorvando la espalda para apoyar los codos en sus rodillas y la cabeza entre sus manos.
—Es el tema vampírico —dijo con la voz serena—. Joder. Ya me parecía que faltaba algo.
Desconcertada, estiré el brazo para coger mi café. Ivy se incorporó e hizo lo mismo.
—¿El «tema vampírico»? —inquirí.