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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (89 page)

—Por una parte, es poco, por otra, es más de lo que se acordó el año pasado, antes de que tu gente rompiera la tregua y el tratado.

Aníbal asintió.

—Son unos estúpidos insensatos; yo se lo dije. No puedo pedir disculpas por los obcecados del Consejo, Cornelio; sí por el pueblo engañado.

Escipión se rehusó moviendo los dos brazos.

—Todo lo que ofrezcas y todas las disculpas que des serán siempre demasiado poco.

—¿Qué exiges, romano?

Publio Cornelio Escipión respiró hondo.

—Todo, púnico. Karjedón entrega la flota, a excepción de diez barcos. Karjedón no volverá a hacer la guerra jamás, en ningún lugar y contra nadie. A menos que Roma lo autorice. Karjedón no mantendrá ningún ejército y devolverá a Masinissa todas las regiones que una vez pertenecieron a él y a sus predecesores. Karjedón pagará diez mil talentos de plata, entregará todas las armas y se pondrá bajo las órdenes de un pretor romano.

Aníbal rió.

—Vuelve en ti, Cornelio. Como Príncipe de la Guerra y como Príncipe de la Paz puedes acceder al salón de la gloria; como Príncipe de la Insensatez lo perderás todo. Paz, romano, con la consolidación de todo aquello que los romanos han ganado con las armas durante los últimos años; con una Karjedón empequeñecida que no volverá a ser un peligro para Roma. Pero no un sometimiento humillante. Karjedón preferirá luchar hasta el último aliento y la última gota de sangre. Si quieres convertir la ciudad en la sede de un gobernador romano, primero tendrás que destruirla.

Escipión volvió a entrelazar los dedos.

—Eso, o la batalla, púnico.

Aníbal se levantó; Escipión y Antígono hicieron lo mismo. El heleno carraspeó.

—La desmesura merma la gloria y el honor, Cornelio —dijo en voz alta. Luego, dirigiéndose a Aníbal, añadió—: Me gustaría llevarte un regalo como el que le di a tu padre. Antes de la batalla.

Aníbal lo miró un momento, con tristeza.

—Todos tus preciosos regalos, Tigo… Te los devolvería a cambio de un regalo así. O a cambio de la paz.

Los dos ejércitos tenían más o menos las mismas fuerzas; gracias a Masinissa, los romanos disponían de una caballería más numerosa. Cornelio Escipión había pasado la noche en su tienda y había hecho una arenga a las legiones por la mañana. Aníbal seguramente había pasado la noche entre las tropas, y ahora debía estar con ellas, en lugar de observar la llanura desde lo alto de una colina, como hacia Escipión. Antígono, vigilado por dos hombres levemente heridos, se acercó a la elevación de terreno; Escipión lo observó un momento, y lo saludó inclinando la cabeza.

El suelo pardo, polvoriento, de sembrados cuyos frutos ya habían sido cosechados. Casi noventa mil hombres, miles de caballos. Movimientos inabarcables para la vista, bosques de lanzas y estandartes, brillo de armas y corazas. Densas nubes de polvo. Heraldos y estafetas. No había viento, sólo el olor de la tierra cultivada y de soldados enviados absurdamente a una batalla innecesaria. Masinissa, montado sobre un corcel negro, gritó algo a Cornelio y galopó hacia la derecha.

El polvo volvió a caer lentamente al suelo. Cornelio Escipión se hizo sombra a los ojos con la mano derecha. «Astuto demonio», dijo en voz baja. Llamó a unos estafetas con una señal, dio nuevas instrucciones a los heraldos.

Antígono tenía la mirada fija en las líneas de batalla. Las legiones formaban una falange triple, sin dejar mucho espacio entre los hastati, los príncipes y los triarios. Los jinetes itálicos, bajo el mando de Lelio, esperaban en el ala izquierda; los númidas de Masinissa, en la derecha.

Las tropas de Aníbal, cuyo número y composición Antígono desconocía, estaban formadas en ocho grandes cuadrados dispuestos no en línea, sino como una cuña dirigida hacia las líneas romanas. Delante de éstos estaban las dos líneas ralas formadas por los escaramuzadores púnicos y romanos. Detrás de los cuadrados, dos grandes grupos de soldados de a pie cambiaron de frente, formando una larga línea. Las alas estaban protegidas por jinetes; los itálicos tenía en frente a jinetes púnicos, probablemente de las ciudades y aldeas de la costa oriental; los númidas de Masinissa estaban frente a los númidas de Tykeos. Vermina aún no había llegado.

Los escaramuzadores ya habían empezado la batalla, cuando Escipión mandó tocar retirada. Los cuernos sonaron por todas partes. En los espacios dejados por los cuadrados de Aníbal aparecieron elefantes. Antígono intentó contarlos, pero el polvo levantado privó de visibilidad al heleno y al comandante romano. Escipión gritó órdenes que Antígono no llegó a escuchar.

Segundo intento. Cuando el polvo cayó, los romanos habían formado cuatro bloques de tropa compactos, separados por pequeños espacios libres. Frente a ellos había tres poderosos bloques púnicos, detrás, tropas de choque. Aníbal había llevado a los hombres de armamento ligero a las alas y había colocado a los elefantes y catafractas púnicos como cuña en el centro, apoyados por algunos miles de hoplitas. Los númidas dieron un rodeo y atacaron por detrás a las tropas de choque.

Cornelio Escipión dejó escapar un gemido.

—Seremos destruidos y arrasados. ¡Por todos los dioses de Roma! ¿Es que acaso siempre se le ocurre algo? ¡Retirada! ¡Retirada inmediata!

Tercer intento. Los manípulos de hastati , protegidos por la línea de vélites, formaron bloques dejando grandes espacios intermedios. Detrás, cubriendo las brechas, los manípulos de príncipes, tras éstos, también en las brechas, los manípulos de triarios. Antígono recordó de repente la exposición de Aníbal sobre las posibilidades de las legiones —¿cuándo había sido aquello? ¿Antes de la batalla de Trebia? —. Rió amargamente y tosió, atragantado por el polvo.

El ejército de Aníbal formó un triángulo, con la punta dirigida hacia las filas romanas. Los elefantes en los flancos, los jinetes detrás de éstos. Los escaramuzadores volvieron a avanzar, el romano volvió a suspirar y a ordenar el toque de retirada.

Antígono no sabia cuánto tiempo había pasado. Sólo sabía que nunca había habido una batalla como ésa. Se acercó a Cornelio, que tenía la mirada fija en la nube de polvo.

—Detén la batalla, romano —dijo a media voz.

Escipión se volvió; sus facciones estaban petrificadas.

—¿Qué?

—Detén la batalla. Lo que vosotros dos, tú y Aníbal. habéis demostrado aquí en cuestión de ingenio y obediencia de las tropas alcanzaría para ganar tres guerras normales. Nunca ha habido ejércitos como éstos, nunca ha habido dos estrategas tan grandes. Desperdiciar tanto arte, tanto valor y tantos hombres en una batalla sería un crimen.

Escipión titubeó. Sus manos se abrieron y volvieron a cerrarse.

—Tengo que hacerlo.., si, tengo que hacerlo —murmuró.

—No tienes que hacerlo, romano. No exijas demasiado a los dioses. Tienes la paz al alcance de la mano, ¿para qué quieres regalarla? O, ¿para qué quieres arriesgar en una batalla lo que puedes obtener sin sangre?

Volvió a caer el polvo. Volvió a ofrecerse un nuevo cuadro; y otra vez había ordenado Cornelio una formación de batalla que iba dirigida contra la formación anterior de Aníbal, sin tener en cuenta la nueva. Los romanos se habían replegado; los manípulos de hastati , príncipes y triarios estaban formados en largas columnas, uno detrás de otro, separados por espacio suficiente para un manípulo. Delante de éstos estaban los vélites, luego los escaramuzadores púnicos, tras éstos, en una línea, los elefantes, tal vez ochenta; en todo caso, más de los que Aníbal había podido utilizar jamás. Detrás, tres líneas de soldados de a pie muy separadas entre sí.

Llegaron otros estafetas. Según los fragmentos latinos que Antígono percibió en su semiconciencia, parecían estar interpretando los símbolos de los estandartes. Como al comienzo, los jinetes púnicos estaban frente a los itálicos, los númidas de Aníbal, frente a los de Masinissa. Las tres filas de soldados de a pie parecían estar formadas por unos doce mil hombres cada una, y en la primera se encontraban los restos de las tropas de Magón y los nuevos mercenarios: ligures, celtas, baleares, mauritanos, todos traídos a través del mar por barcos púnicos sin que Roma hubiera podido evitarlo; la segunda línea, según el parte de los estafetas, estaba formada por libios y púnicos de las ciudades de la costa oriental; en la última, casi doscientos pasos detrás de la segunda, se encontraba lo mejor de lo mejor, las tropas de élite de Aníbal, imbatidas en las campañas itálicas.

—Qué… —murmuró Cornelio, pero no siguió hablando, ni ordenó por quinta vez la retirada y la recomposición de las tropas. Los númidas de Masinissa habían empezado el ataque por el ala derecha romana, arrastrando con ellos a los soldados ligeros que se encontraban a su lado. La batalla había comenzado, y ahora cualquier orden de retirada hubiera significado lo mismo que una huida en desbandada y la derrota.

Cornelio Escipión guardaba silencio; todas las órdenes ya estaban dadas. De pronto se vio aparecer entre el polvo que cubría al ejército romano a los elefantes, que no cesaban de bramar y, por lo visto, ya no eran refrenados. Tal vez habían hecho daño, tal vez no; no podía verse. En todo caso, las columnas de manípulos se habían hecho a un lado, dejando que los enormes animales pasaran corriendo entre los bloques de soldados de a pie.

Escipión envió estafetas; los vélites debían pasar a la retaguardia y detener a los elefantes cuando éstos dieran media vuelta.

El mundo se hundió en polvo, sordo fragor y gritos. No podía verse nada; lo que estaba ocurriendo en el campo de batalla sólo podía inferirse de los informantes, que llegaban cada vez con mayor frecuencia, y quizá también de los estridentes y balbuceantes toques de trompeta. aunque Antígono no los podía descifrar.

Al parecer, la superioridad numérica de los romanos y los númidas de Masinissa había sido decisiva en el choque de las caballerías, y ahora éstos habían salido en persecución de la caballería púnica, dada a la fuga. Los hastati habían dado un fuerte golpe a la primera línea de mercenarios púnicos, obligándolos a retroceder lentamente.

En ese momento empezó el desastre. A diferencia de lo sucedido en Cannae y tantas otras batallas, los mercenarios recién reclutados, quienes no podían tener una confianza ilimitada en su estratega, no resistieron a pie firme la embestida romana. Al abrirse las primeras brechas en sus filas y ver que los púnicos y libios de la segunda línea no venían en su ayuda, los mercenarios novatos suspendieron la lucha contra los romanos, gritaron que habían sido traicionados y cargaron contra la segunda línea de Aníbal, casi al mismo tiempo que los hastati y príncipes romanos. La línea púnica no tardó en descomponerse, los romanos siguieron avanzando.

Llegaron nuevos estafetas. Antígono no comprendió lo que éstos gritaron; sólo vio cómo, de pronto, Cornelio Escipión perdía la firmeza y se llevaba las manos a la cara.

—Ese demonio negro —dijo el romano entre dientes— es el más oscuro de todos los demonios y el más grande de todos los estrategas. ¡Retirada! ¡Tocad retirada inmediatamente! ¡Mi caballo!

Más adelante, Antígono comprendió qué era lo que había pasado en esa fase decisiva de la batalla. El propio Aníbal y sus oficiales más importantes habían llevado a los soldados de la línea desmembrada a las alas de la tercera línea, devolviéndolos al combate; cómo había hecho ese milagro, era un enigma para el heleno. El objetivo de las dos primeras líneas había sido debilitar y minar a los príncipes y hastati hasta que los triarios se vieran obligados a intervenir. Sólo entonces avanzarían los imbatidos, los supervivientes de tantas batallas en Italia, para dar el golpe mortal al ejército romano. Pero las dos primeras líneas habían sido rotas, y sólo la intervención directa de Aníbal había conseguido convertir la catástrofe en una posición ventajosa, ventaja tan increíble que parecía calculada de antemano. En su arremetida, los hastati, príncipes y triarios se acercaron —entre polvo y gritos, resbalando y tropezando con cadáveres y armas— a la tercera línea, alargada con los supervivientes de las dos primeras líneas emplazados en las alas. Muy alargada. Las alas empezaron a avanzar.

Sólo la repentina inteligencia y la acción inmediata de Publio Cornelio Escipión salvaron a las legiones del cerco, la bolsa, la aniquilación. El romano galopó rápidamente entre el polvo y la aglomeración, detuvo a sus hombres ebrios de victoria, y, con ayuda de los centuriones, hizo que los legionarios volvieran a escuchar las señales de trompeta, se reunieran, retrocedieran, formaran, cerraran filas, giraron. El terreno, cubierto de miles de caídos, el polvo y el gentío impidieron un ataque inmediato de las tropas púnicas; el combate se detuvo durante casi una hora. Luego los ejércitos volvieron a chocar el uno contra el otro: la línea ya no tan larga de los soldados reagrupados por Aníbal, y la falange de los romanos. La encarnizada batalla hizo que, poco a poco, fueran abriéndose brechas en ambas formaciones; púnicos y mercenarios novatos fueron superados por las legiones, las tropas de élite de Aníbal rompieron las filas romanas, se abrieron paso entre éstas, destrozaron la falange, que vacilaba, pero no caía. Los vélites consiguieron cerrar durante un momento algunas brechas; pero la mayoría de los romanos de armamento ligero estaban ocupados rechazando a los elefantes.

El tiempo decidió la batalla; el tiempo y la rápida intervención de Escipión cuando el cerco amenazaba a sus tropas. La pausa de una hora realizada en mitad de la batalla trajo la victoria a los romanos, que ya parecía estar en manos de las tropas imbatidas de Aníbal. El estratega había ordenado a sus jinetes, inferiores en número, que huyeran después de una breve escaramuza y alejaran tanto como pudieran a la caballería de Masinissa y Lelio. Ni siquiera una hora, un cuarto de hora menos hubiera bastado. Publio Cornelio Escipión había desmontado y estaba peleando a pie, con la espada, quizá para conjurar la derrota. Las filas de las legiones mostraban brechas por todas partes; los hombres que habían vencido a los padres en Cannae, el lago Trasimeno, Krotón y muchos otros lugares, estaban derrotando ahora a los hijos. Antígono oía los gritos de victoria de los íberos, veía a través del polvo cómo avanzaban los estandartes libios. Y en ese momento regresaron Lelio y Masinissa con casi ocho mil jinetes; media hora, un cuarto de hora después y hubieran sido destrozados por los cuadrados erizados de espadas del vencedor, pero ahora hicieron pedazos la retaguardia de los casi vencedores.

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