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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (88 page)

Ese aspecto presentaba la situación, si no era contemplada con los ojos de los consejeros púnicos. Los Trescientos, «Viejos» y bárcidas, habían demostrado su incapacidad tanto para la guerra como para la paz. Antígono no dudaba ni por un instante que el ejército de Cornelio, aun reforzado por Masinissa, seria hecho trizas, seria convertido en nada si Kart-Hadtha daba a Aníbal todas las posibilidades de actuar. Masinissa había cerrado una vez una alianza con Asdrúbal Barca, no con Kart-Hadtha; si se producía una victoria púnica, el masilio buscaría un arreglo y una alianza con Aníbal, el hermano del amigo muerto. Escipión lo sabía; el romano también sabía que unos años después de su triunfo en Iberia los pueblos íberos echarían de menos el tenue dominio púnico y volverían a levantarse inmediatamente; y que Roma no sobreviviría a un nuevo desembarco del gran estratega púnico en Italia. En ese punto de su reflexión, Antígono comprendió también por qué el romano hacia vigilar tan de cerca al meteco púnico. Antígono había forzado algunas decisiones del Consejo, una vez mediante su propia comparecencia en una sesión, y otras veces mediante conversaciones privadas con consejeros. El heleno no podía saber qué estaba ocurriendo exactamente en Kart-Hadtha, pero, por lo visto, Escipión sabia lo suficiente como para temer que el señor del Banco de Arena pudiera provocar el gran giro final.

Antígono no compartía ese temor, que para él hubiera sido una esperanza. En el año de la batalla de Cannae, él había predicho que la derrota se produciría cinco o seis años después. El sorprendente arte de Aníbal había podido más que las absurdas decisiones del Consejo púnico. Ahora, catorce años después de Cannae, cinco años después de la muerte de Asdrúbal, cuatro años después de la pérdida de Iberia, esta despiadada guerra todavía podía ganarse. Publio Cornelio Escipión tenía razón. Pero no tenía de qué preocuparse; los romanos no tenían de qué preocuparse. Ahora, igual que hacía diez, quince o cincuenta años, podían confiar en el Consejo y la Gerusia de Kart-Hadtha.

Una noche de principios del verano, tras una larga y angulosa conversación, Cornelio destapó el recipiente lleno de frescas cañas de escribir que había sobre la mesa de Antígono. Pidió permiso con una mirada; luego sacó las cañas y pasó las yemas de los dedos sobre el cascarón adornado y labrado.

El huevo de avestruz estaba bañado en oro por dentro; por fuera mostraba imágenes extraídas de las crónicas de viaje del gran marinero Hannón: la humeante Montaña de los Dioses, los peludos salvajes a los que había llamado gorilas, cuyas pieles había regalado al templo de Baal, la fundación del poblado de la isla Kerne. Eran diminutas imágenes de casi dolorosa nitidez. Faltaba la cuarta parte superior del huevo; el borde parecía un tosco ribete de púrpura, pero también estaba labrado. El huevo estaba colocado sobre un finísimo pie de oro repujado en forma de zarcillos. Zarcillos y flores de plantas fantásticas.

—¿Cómo hacéis esto? —murmuró el romano—. Es maravilloso, en toda Italia no hay algo que pueda comparársele.

—Te lo regalo, por tu honrosa paz con Aníbal; una paz que nos traerá aire para respirar y tiempo libre para labrar objetos como éste.

Cornelio volvió a dejar el cascarón sobre la mesa.

El verano transcurrió con pequeñas escaramuzas. Un poblado ocupado aquí, un barco capturado allá. Pero Kart-Hadtha no puso en acción a la flota. Ityke continuaba sitiada, el campamento romano de Tynes no fue atacado. Hannón el Grande y Asdrúbal el Carnero no podían enviar otra embajada de paz, pero intentaban evitar la rendición absoluta de la ciudad y el envío de todos los medios a Aníbal. Tikeos, rey de los númidos areacos, se presentó ante Aníbal con dos mil jinetes; en el Oeste de Libia, Vermina, el hijo de Sifax, se puso en marcha con un poderoso ejército, rumbo al campamento del estratega.

Publio Cornelio Escipión dejó la finca; esta vez definitivamente. Y se llevó consigo a Antígono. La batalla que decidiría la guerra estaba a punto de producirse. Aníbal había dejado Hadrimes, en la costa oriental, y había marchado hacia el interior, hacia las fértiles llanuras de Zama. Cornelio tenía que actuar con rapidez. Antígono no sabía qué estaba ocurriendo en Roma y en Kart-Hadtha, pero de algunas frases poco claras de Escipión se infería que, después de un año de inactividad, el Senado podía entregar a otro estratega el mando de África —como los romanos llamaban a Libia—. A ese problema de ambición se sumaba el problema de la manera de llevar la guerra: aunque con medios limitados, al parecer Aníbal disponía de un ejército poderoso que durante el invierno podría cortar las vías de abastecimiento romanas, sitiar a los sitiadores de Ityke y Tynes, acorralarlos y dejarlos sufrir hambre. Y, según sus conocimientos de la manera de ser púnica, Antígono suponía que en Kart-Hadtha reinaban el nerviosismo, la escasez, la impaciencia; que Aníbal preferiría una larga guerra de desgaste a una batalla decisiva, pero que tendría que contar con que mientras se prolongara el estado de indecisión, más consejeros y ciudadanos se pondrían de parte de Hannón el Grande y Asdrúbal el Carnero, quienes no tenían ningún oponente bárcida de su talla y pedirían la destitución del estratega y la paz a cualquier precio. Precio que tendría que ser mayor que el estipulado en el tratado roto por el Consejo.

Mensajeros, incesante ir y venir de mensajeros. Vermina se acercaba, pero todavía estaba bastante lejos. Masinissa venía, no venía, si venía. Un emisario de Aníbal: el estratega proponía una entrevista. Cornelio titubeó; al día siguiente llegó una avanzada de Masinissa, pero el masilio no venía con los veinte mil jinetes esperados, sino con sólo seis mil soldados de a pie y cuatro mil jinetes. Romanos y númidas marcharon hacia Zama. Antígono cabalgaba entre la plana mayor de Cornelio, como prisionero vigilado. Varias veces intentó hablar en secreto con Masinissa; pero Escipión parecía intuir o ver todo, y se ocupó de que el heleno y el númida nunca se quedaran a solas.

Llegaron a Naraggara un día seco y cálido; Escipión envió un mensajero a Aníbal, estipulando sus condiciones, el lugar y el momento para una entrevista. El púnico y su ejército dejaron Zama y montaron su campamento a tan sólo seis mil pasos de los romanos.

Prácticamente nadie durmió esa noche. Al atardecer se produjo una airada discusión entre Masinissa y Escipión. Antígono había dicho en presencia del númida que ambos generales debían presentarse unidos a la entrevista con Aníbal. Al oír esto, Cornelio hizo llevar al heleno a una tienda, bajo férrea vigilancia. Por la mañana, una mañana descolorida tras una noche en blanco, en la que sólo el nombre del estratega púnico había mantenido despiertos a casi todos los romanos, un Cornelio Escipión pálido comunicó al heleno quiénes irían a la entrevista.

—Masinissa se queda aquí. El púnico podría enredarlo. Pero tú vienes conmigo. Antígono casi deja caer el vaso. En el campamento romano había amarga cerveza floja para desayunar.

—¿Qué?

Escipión asintió.

—Como intérprete.

—No hace falta un intérprete. Tú hablas la coiné, Aníbal también. Además, él sabe latín.

—Tú vienes conmigo.

Se encontraron en el centro de la amplia superficie que separaba ambos campamentos. Durante el lento acercamiento, Aníbal vaciló un momento, probablemente al reconocer al heleno. Cuando estuvieron frente a frente ya no podía verse ninguna señal de sorpresa o temor. El rostro del estratega, que llevaba un parche negro en el ojo, parecía haber sido tallado en mármol con delicadas herramientas.

—Nada de traición, muchacho —dijo Antígono— . Me tienen prisionero. —Quiso estirar los brazos para abrazarlo, pero Cornelio lo detuvo y señaló el suelo.

—Tienes un amigo muy fiel y discreto, gran púnico. Me temo que sabe más de mí que yo de él. —Escipión hablaba en heleno.

Aníbal se echó el sencillo yelmo redondeado un poco hacia atrás y se sentó en el polvoriento suelo. Frente a la brillante armadura del romano —coraza adornada, yelmo alto con un penacho rojo, capa roja de general— el peto de cuero revestido en bronce de Aníbal se veía muy pobre. Pero donde el púnico se sentaba era el centro de la llanura, de Libia, de la Oikumene.

—Ave. —Fue todo lo que dijo Aníbal; observó los ojos del romano, doce años más joven que él.

Escipión entrelazó los dedos sobre el regazo; Antígono, a su lado, observó los blancos nudillos.

—He esperado mucho tiempo este encuentro —dijo el romano—. Enfrentarme a ti con la espada o con palabras.

Aníbal inclinó ligeramente la cabeza.

—Vuestros dioses y los nuestros, el azar y el transcurso de los acontecimientos no han permitido que nos encontremos antes. He estado deseando verte desde tu grandiosa conquista de la nueva Karjedón, en Iberia. Sin espada, Cornelio; no necesitamos medirnos. La Oikumene sabe que ambos somos igual de grandes.

Los bramidos de los elefantes del campamento de Aníbal llegaban diluidos a través del aire caliente y sin viento. La mirada de Escipión pasó por encima del púnico.

—Tendremos que medirnos, mañana. Si no conseguimos llegar a un acuerdo.

Aníbal sonrió; sus manos descansaban sobre sus rodillas.

—Dos grandes ejércitos —dijo a media voz—. Dos buenos estrategas. Cuando ninguno de los dos es superior, sólo el azar puede decidir el resultado, sólo el favor de lo imponderable. ¿Quieres poner a tus hombres, la suerte de Roma y el futuro en manos del destino, de un juego de azar? Yo estoy dispuesto a aceptar cualquier acuerdo justo.

—Hace veinte años teníais uno, debisteis observarlo entonces, púnico. Fuiste tú el que atacó Saguntum, una ciudad aliada de Roma.

—Sabes tan bien como yo, Cornelio, que el estratega de entonces, Asdrúbal, y vuestro gran Fabio habían cerrado un tratado según el cual todos los territorios al sur de Iberos pertenecían a los púnicos. Y que vuestra alianza con Zakantha, ciudad situada al sur del Iberos, fue pactada varios años después de la firma de ese tratado. Así pues, fuisteis vosotros los primeros que rompisteis el tratado.

Escipión separó los dedos entrelazados y estiró los brazos.

—Quinto Fabio Máximo, Padre de la Patria y Escudo de Roma, murió el año pasado. Hablemos del presente, púnico.

—El presente sólo puede soportar el edificio del futuro cuando al disponer los cimientos se pueden reconocer y reparar las carencias y grietas del pasado.

Cornelio hundió los dedos de la mano derecha en el suelo seco.

—No somos arquitectos, púnico, sino soldados. Hablemos sobre la guerra y su final.

Aníbal se encogió de hombros.

—Preferiría que nosotros, los dos estrategas más grandes y famosos, decidiéramos convertirnos hoy en Príncipes de la Paz. Mientras el mundo exista y los hombres posean memoria, nuestros nombres serán mencionados constantemente, púnico.

Si se produce una batalla, nada cambiará para las estrellas, los dioses y los hombres que vengan después de nosotros. Tu victoria mañana, mi victoria mañana, ni la una ni la otra podrán aumentar o reducir nuestra gloria. Por eso no debemos hablar del final de la guerra, sino del comienzo de la paz.

El comerciante, el regateador, el persuasivo Antígono estaba sentado inmóvil, apenas se atrevía a respirar. Aníbal había advertido todo con unas cuantas miradas y las pocas palabras del romano: ambición y ansias de gloria. Cornelio podía mostrarse complaciente ante cualquier otro adversario, pero no ante el más grande.

El futuro de Roma, la decadencia o el dominio de la mayor parte de la Oikumene, nada de eso importaba al romano. Y Aníbal parecía querer realmente la paz, casi a cualquier precio. Antígono pensó en la embajada de paz llevada por Cartabón después de la batalla de Cannae. Casi sin darse cuenta, dejó escapar un suspiro;

Escipión lo miró enfadado.

—Guarda silencio, heleno.

Antígono se esforzó por esbozar una sonrisa.

—El intérprete tiene derecho a suspirar, pues no tiene nada que hacer.

Cornelio se encogió de hombros.

—Es igual. ¿Cuáles son tus condiciones para la paz, púnico?

Aníbal levantó una mano, mostrando la palma al romano.

—No tengo condiciones que imponer, Cornelio. Sólo quien es superior puede imponerlas. Entre iguales se deben expresar deseos y buscar una conciliación.

—Sea cuales fueren esos deseos y esa conciliación, Aníbal, seria difícil explicárselo a mis soldados. Hemos derrotado a todos los ejércitos púnicos de Iberia y África, y conmigo hay muchos legionarios que aún eran niños pequeños cuando sus padres murieron en el lago Trasimeno o en Cannae. Quieren venganza, no un acuerdo.

—Conmigo, romano, hay muchos hombres que obtuvieron la victoria en el lago Trasimeno y en Cannae. Te vencieron a ti y a tu padre en el Ticinus; en esa época todavía eras un muchacho. Aniquilaron a Flaminio, mataron a Emilio Paulo, enviaron a Claudio Marcelo a sus antepasados. Tus hombres sólo conocen su propia fuerza y a adversarios débiles; los míos saben que las legiones romanas pueden ser vencidas. —Aníbal titubeó; luego extendió ambas manos, con las palmas hacia arriba—. Piensa una cosa, romano: has ido rápidamente de victoria en victoria, favorito de vuestro Marte, las estrellas y los soldados. Tu padre y su hermano fueron grandes, pero hoy tú eres ya el más grande estratega que Roma haya tenido jamás. Se te pondrá en el mismo grupo que a Jerjes y Darío, Temístocles, Alejandro, Pirro y, sin ninguna duda, también Aníbal y Amílcar. Si se produce una batalla y vences, tu gloria no aumentará. Pero si, pudiendo pactar una paz justa, te decides por la batalla y pierdes todo, se dirá: era tan grande como Alejandro y los otros colosos, pero no conocía los límites entre la audacia y aquella locura que los imprudentes confunden con el valor.

El romano guardó un largo silencio. Finalmente, dijo en voz muy baja:

—¿Qué pides, qué propones?

—Italia, Iberia y todas las islas para Roma, ahora y para siempre. Karjedón se compromete a no provocar ni aprovechar problemas en esas regiones, nunca. Entrega, inmediata y sin pago de rescate, de todos los prisioneros. Entrega de rehenes, si los quieres, incondicionalmente. Un tratado en el que Roma renuncie a intervenir en Libia. Reconocimiento de tu aliado Masinissa como soberano de los masilios, y fijación de fronteras sagradas entre su reino y las partes púnicas de Libia. Comercio libre para todos y con todos. Karjedón pagará una cantidad determinada por ti mismo para la reconstrucción de Italia, que, dicho sea de paso, no ha sido devastada por púnicos. Karjedón sólo conservará los barcos de guerra necesarios para proteger nuestras costas, y tantos soldados como requiera la defensa de nuestras fronteras. Karjedón prestará ayuda militar a Roma en todas sus guerras futuras, como amigos y aliados, no como subordinados. A excepción de guerras contra ciudades o pueblos con los que tengamos alianzas.

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