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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (87 page)

—¿Y su ejército?

—Una parte está con Aníbal. En Hadrimes. Otra parte continúa en los territorios celtas, bajo el mando de un púnico llamado Amílcar.

—Un buen nombre.

Los ojos de Cornelio brillaron.

—Uno de los mejores. Pero no todos los que lo llevan le hacen honor. Bien, ¿qué crees que hará Aníbal?

—No lo sé. Supongo que intentará reforzarse.

—Como sea, tiene un amigo inteligente. —Escipión yació el vaso y se levantó.

—Todos tenemos los amigos que merecemos. Y los enemigos que nos tocan en suerte. Sólo muy rara vez podemos elegir a nuestros amigos y enemigos.

El romano torció el gesto.

—Eso también es cierto. Demasiado cierto. Que pases una noche agradable, heleno, a pesar de mi presencia.

Antígono movió ligeramente la mano derecha. Cuando Cornelio hubo salido, el heleno volvió a llenar su vaso y se preparó para otra larga noche de insomnio y meditación. Escipión parecía sentir un enorme respeto, casi temor, por Aníbal, «él todavía podía forzar la situación». Antígono suspiró y pensó en los años desperdiciados, los hombres desperdiciados, los medios desperdiciados. Todavía el año anterior, quince años después del cruce de los Alpes, trece después de Cannae, todo había seguido al alcance de la mano. Las flotas púnicas, los ejércitos, el dinero… Y las extrañas bifurcaciones de la historia.

Sapaníbal, la hermosa hija de Asdrúbal Giscón, convertida en esposa del masesilio Sifax. El invierno anterior Asdrúbal y Sifax habían cercado a los romanos cerca de Ityke, habían entablado negociaciones en lugar de forzar la decisión, y luego todo se había perdido por la astucia de Cornelio y el fuego. Pero llegaron nuevas tropas, cuatro mil mercenarios libios; Asdrúbal reclutó libios, Sifax alistó un nuevo ejército en su reino, y pocas lunas después de la catástrofe de Ityke volvieron a tener más de treinta mil soldados. Cuando llegaron tropas experimentadas, Asdrúbal y Sifax ya habían vacilado y perdido todo; en lugar de dar instrucción a sus nuevos e inexpertos aliados, o, lo que hubiera sido mejor, enviárselos a Aníbal, a la devastada Italia, atacaron y volvieron a perderlo todo en la batalla de los Grandes Campos.

Kart-Hadtha destinó la flota, por fin, para algo que no era transportar refuerzos a los lugares equivocados. No se consiguió forzar a los romanos a levantar el sitio de Ityke, pero una parte de la flota romana pasó a manos púnicas o fue hundida. Y Sifax volvió a reclutar otro ejército; los masesilios aún no estaban agotados, ni mucho menos. Pero volvió a arriesgarse demasiado con soldados inexpertos; esta vez el mismo Sifax fue tomado prisionero. Su viejo enemigo mortal, Masinissa, lo utilizó como prenda para extorsionar a la capital masesilia, Kyrta; el mismo día en que ésta se entregó, Masinissa se casó con Sapaníbal, la esposa de Sifax e hija de Giscón. En parte, según se decía, encandilado por su belleza, en parte para impedir que la muchacha cayera en poder de los romanos. Pero Escipión sabía muy bien que el astuto númida tenía grandes proyectos en Libia para después de la guerra; ¿una unión del rey masilio con una de las grandes familias de Kart-Hadtha? Cornelio exigió que le entregara a Sapaníbal; Masinissa hizo que le llevaran veneno, para que ella misma decidiera. Sapaníbal decidió en contra de Roma.

Esto había sucedido a principios del otoño, antes de que Magón y Aníbal abandonaran Italia. Sifax prisionero, los romanos a las puertas de Ityke y Tynes, Kart-Hadtha aislada del interior, una mayoría del Consejo se pronunció a favor de la paz y envió una embajada a Cornelio. Se negoció un proyecto de tratado de paz, bajo estas condiciones: devolución de todos los prisioneros y desertores, retirada de los ejércitos del sur de Italia y Liguria, renuncia a Iberia, renuncia a todas las islas situadas entre Italia y Libia, entrega de todos los barcos de guerra, excepto veinte, pago de cinco mil talentos de plata, entrega de rehenes. Se enviaron emisarios a Roma, donde el Senado y la Asamblea Popular aprobaron el tratado.

Mensajeros púnicos y romanos regresaron a Libia. Entonces tuvo lugar el siguiente de tantos actos incomprensibles, monstruosos e insensatos que había realizado el Consejo púnico durante la guerra. Una tempestad arrastró varios veleros mercantes romanos a la bahía de Kart-Hadtha durante el período de tregua, mientras se esperaba el regreso de los emisarios con la decisión de Roma. Entretanto, el ejército de Aníbal y lo que quedaba de las tropas de Magón ya habían desembarcado en Libia; el Consejo de Kart-Hadtha decidió apresar los barcos romanos, que habían encallado. Un grupo de emisarios de Cornelio no fueron escuchados y hasta se les amenazó.

De todo aquello Antígono sólo conocía lo que Cornelio había querido contarle, pero no desconfiaba de la veracidad del informe. Los sucesos eran tan increíbles que Publio Cornelio Escipión no podía habérselos inventado. Así pues, la paz negociada y pactada había sido revocada. Hannón el Grande y el nuevo futuro hombre de los «Viejos», otro Asdrúbal, apodado —Antígono no podía comprender por qué— el Carnero, se habían ocupado de que, por lo menos, los embajadores romanos abandonaran la ciudad ilesos. Por primera vez, en cuarenta y cinco años, Antígono estaba de acuerdo con una medida tomada por Hannón.

Antígono repasó los acontecimientos una y otra vez durante esa y muchas otras noches; una y otra vez remontó su memoria a la Kart-Hadtha de su niñez, a la Iberia de Amílcar, a las negociaciones que llevara Asdrúbal el Bello antes de cerrar el Tratado del Iberos, a los inextricables, despiadados y sangrientos años de guerra. Los consejeros de la antigua ciudad… Hasta el último momento, una parte de las tropas y medios, que en vano habían dejado de utilizarse en Italia y se habían desperdiciado en otros lugares, hubieran podido alcanzar la victoria en Italia de haber estado bajo el mando de Aníbal; a pesar de haberse perdido Iberia, a pesar del cerco romano a Kart-Hadtha. Y ahora se había implorado la paz, se había conseguido y se había rechazado, con desmedida soberbia y confiando en el estratega que durante todos esos años había sido admirado, temido y abandonado a su suerte. Supuestamente, según informadores de Cornelio, al desembarcar en Hadrimes, Aníbal había manifestado a los enviados del Consejo que estaban locos; a la exigencia de éstos de que emprendiera algo inmediatamente contra los romanos, Aníbal había respondido con el siguiente comentario: «Primero habéis impedido la victoria durante años con vuestra estupidez y avaricia; después habéis desperdiciado la paz. Lo que suceda a partir de ahora ya no está en manos del Consejo de Kart-Hadtha, ni de los Ancianos o los Jueces. Lo que suceda a partir de ahora sólo está en manos de tres: las armas, Publio Cornelio Escipión y vuestro estratega».

Además de dar vueltas a muchos otros pensamientos y conocimientos, las turbulentas noches de insomnio de Antígono giraban una y otra vez en torno a tres puntos, a tres agujeros formados en su cosmos: Publio Cornelio Escipión; la flota; Hannón.

Cornelio era un hombre tenaz, duro, inteligente. Después de todo lo que había visto durante casi medio año de cautiverio, Antígono estaba dispuesto a colocar al romano al mismo nivel que los oficiales más capaces de la incomparable plana mayor que poseyera Aníbal en los primeros años de la guerra: Maharbal, Muttines, Asdrúbal el Cano; quizá también Magón. Pero Cornelio disponía de ocho legiones, además de los hombres de Masinissa, probados en batalla desde hacia años. ¿Qué podía oponer Aníbal a eso? ¿Soldados viejos y reclutas recién alistados del agotado interior libio? Los romanos no lucharían únicamente por la victoria, sino también por el dominio de la Oikumene, y por sus vidas; las tropas de Aníbal siempre podían huir en caso de una derrota, y el objetivo más ambicioso que tenía para ellos la última batalla era conseguir una paz honrosa, una libertad honrosa para Kart-Hadtha.

La flota era algo que atormentaba al heleno. Por lo visto, los romanos temían a los barcos de guerra púnicos, que durante toda la guerra sólo habían entrado en combate una vez: el año anterior, frente a la costa de Ityke. La flota púnica debía ser mucho más numerosa de lo que Antígono había supuesto hasta entonces, pues, de no ser así, ¿cómo se explicaba que dos ejércitos púnicos emplazados en Liguria y Bruttium hubieran conseguido llegar a Libia sin ser molestados? ¿Qué pasaría si ahora el Consejo…? Pero el Consejo no lo haría, ni ahora ni nunca.

Por más largas que fueran esas noches de insomnio y por más insomnes que fueran esas largas noches, todo el odio que Antígono era capaz de sentir, todo el rencor que, a pesar de la repugnancia y las náuseas que le provocaban los romanos, jamás había albergado, se dirigían contra los Señores del Consejo de Kart-Hadtha, contra su sede de riquezas, su avaricia, sus intrigas, su infinito derroche de hombres, medios, posibilidades. Y en el centro de ese odio monstruoso, que se hacía cada vez más intenso y frío, se encontraba Hannón. Hannón el Grande; Antígono pensaba que no haberlo matado aquella vez, en lugar de matar al desgraciado esclavo, era el error más grande que había cometido en toda su vida, quizá el peor error de toda la historia de Kart-Hadtha. Y ahora estaba convencido de que su segundo gran error había sido no instar a Amílcar y Asdrúbal el Bello a tomar el poder por la fuerza después de la Guerra Libia. Eran cenizas pasadas, pero esas cenizas todavía revoloteaban en el aire para caer cubriendo la cabeza del heleno.

Llegó la primavera, y después el verano. Cornelio Escipión pasaba la mayor parte del tiempo fuera, pero de vez en cuando regresaba a la finca, que quedaba fuertemente vigilada incluso durante su ausencia. Los esclavos, sirvientes y arrendatarios de Antígono podían labrar los campos situados dentro de los limites determinados por los puestos de vigilancia romanos; ya no había ganado que cuidar. En un primer momento, de mala gana, luego ya resignado a lo irremediable, el heleno comía con los oficiales romanos del ganado que los hombres de éstos traían del interior. La antigua ciudad libiofenicia de Ityke resistía el sitio; lo mismo Kart-Hadtha, aunque —si los informes de los romanos eran fiables— con dificultades.

El campamento levantado en las inmediaciones de Tynes y las patrullas romanas habían provocado que el istmo fuera abandonado por sus habitantes; los sembrados y huertos contribuían a alimentar a los romanos. Como en los peores días de la Guerra Libia, casi setecientas mil personas se apiñaban tras las colosales murallas de Kart-Hadtha; la ciudad padecía estrechez y nerviosismo, que derivaban en saqueos y enfrentamientos cuando los saqueadores, llevados por el hambre, la codicia o la locura, asaltaban palacios urbanos defendidos por los guardas de los ricos. Antígono esperaba que su hermana Argíope se encontrara en Megara, con su vieja amiga Salambua, detrás de las murallas del palacio bárcida. Cuando los romanos desembarcaron en Libia, Argíope se encontraba casualmente en la ciudad, y no había regresado a la finca.

Con permiso de Cornelio, Antígono había podido avisar a Bostar, que seguía con vida, y Bostar había confirmado parcamente haber recibido el aviso. Pero Escipión se negaba a dejar a Antígono en libertad o a permitirle dirigirse a la ciudad con una escolta. El heleno era uno de los hombres a los que Escipión llevaría en su entrada triunfal a Roma en caso de producirse la derrota y destrucción total de Kart-Hadtha; y en caso de que la metrópolis púnica y sus alrededores no fueran destruidos, sino transformados en una provincia romana, el señor del Banco de Arena sería importante para la reconstrucción del país y el comercio.

Había otro motivo para no dejarlo marchar, motivo que Antígono fue deduciendo poco a poco de fragmentos de conversaciones: el miedo. En un primer momento, al heleno le había resultado difícil percibir ese miedo, o considerarlo fundado. Pero a medida que pasaba el año, más nítido se hacia a sus ojos el perfil del miedo romano. Miedo provocado, sobre todo, por Aníbal, quien, con escasos medios y un pequeño ejército, había dominado Italia durante quince años, había vencido a numerosos cónsules, había amenazado a Roma y, finalmente, se había retirado imbatido. En segundo lugar, Cornelio sabía muy bien en qué estado se encontraban los territorios que rodeaban el mar: Iberia ocupada, pero intranquila; pequeñas unidades púnicas y celtas levantiscos en el norte de Italia; brechas difíciles de cubrir en la alianza latina; el sur de Italia desolado, ciudades destruidas, campos y sembrados sin cultivar; Roma tenía que apostar legiones en todas partes para evitar por la fuerza el desmoronamiento de su imperio, incluidas Sardonia, Sicilia y Kyrnos. El último censo había vuelto a subir a doscientos catorce mil ciudadanos capaces de portar armas, pero esa cifra era una ilusión. Más de la mitad de los hombres hábiles para el combate, entre ellos una parte de las legiones apostadas, no podían servir en el ejército, sino que tenían que reparar los daños, mantener un mínimo vital de la producción agrícola, hacer frente a bandas de incendiarios que azotaban Italia o completar el contingente de plazas fuertes y tropas de ocupación de ciudades, para impedir que estallaran levantamientos en Sicilia y las regiones italiotas. Las aproximadamente veinte legiones —el heleno no conocía cifras exactas— apostadas en Iberia, Italia, la Galia itálica, Sicilia, Sardonia, Kyrnos y Libia —las de Escipión— representaban todo lo que Roma podía ofrecer. Poco a poco podían reclutar unas pocas tropas más, pequeñas cantidades de refuerzo para Escipión. Quizá el ejército de éste podía aumentar de ocho a diez legiones en un año; pero Roma estaba agotada, desangrada, y las vías de comunicación que la unían con Cornelio eran demasiado extensas. Kart-Hadtha, por el contrario, parecía disponer de una gran flota, que no aprovechaba; las aldeas del interior, ocupado por los romanos, ya no podían suministrar a la ciudad alimentos ni hombres, pero no parecía haber problemas de abastecimiento; Kart-Hadtha era aprovisionada por vía marítima. Esto no sólo significaba que la flota romana era demasiado débil para bloquear la ciudad, sino también que el este y el sur del territorio libio seguían libres: y allí se encontraba Aníbal. Las arcas del tesoro púnico podían estar vacías, pero la riqueza de Kart-Hadtha no estaba agotada, ni mucho menos.

Y, como durante tantas décadas, a lo largo de dos guerras y épocas de paz, los Señores del Consejo púnico habían juzgado equivocadamente a Roma, midiendo, con su propia y moderada medida de dureza, la tenacidad y la exclusiva voluntad de dominio y ansias de poder de Roma; así Publio Cornelio Escipión contaba ahora con que los púnicos adoptarían medidas que se correspondían con la manera de pensar romana. Medidas como éstas: momentánea subordinación de todo y todos a un solo hombre, como Roma se había puesto en manos de los dictadores Fabio Máximo y Junio Pera. El dictador púnico sólo podía llamarse Aníbal, él reuniría a las tropas dispersas, obligaría a los ricos a entregar dinero al tesoro público, reclutaría a, por lo menos, cincuenta mil hombres de la ciudad capaces de portar armas, y mandaría traer otros tantos de los territorios libios más alejados. Los masesilios no estaban derrotados; el hijo de Sifax, Vermina, parecía estar reuniendo nuevas tropas, y el aliado romano, Masinissa, estaba tan ocupado ordenando sus reclamaciones que sólo podía enviar al combate a unos cuantos miles de hombres, no a un ejército poderoso.

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