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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (86 page)

—Día vendrá en que perezca la sagrada Karjedón. —Se levantó, como ciego, pasó corriendo junto a Antígono y salió de la tienda a tropezones.

Aníbal se volvió lentamente; su ojo parecía entrecerrado y, al mismo tiempo, gigantesco. El cuerpo se curvó: un arco tensado con indecible furia, que ni se rompería con la tensión, ni se relajaría. Sobre la mesa, un papiro se enrolló con infinita lentitud, rodó hasta el borde de la mesa, cayó al suelo.

Antígono puso sobre la superficie vacía dejada por el papiro la cabeza cubierta de sangre encostrada de Asdrúbal Barca. Hundió sus dedos en los hombros del estratega.

ANTÍGONO KARJEDONIO, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA,

EN CASA DEL COMERCIANTE DE INCIENSO TAFUR, GERRHA,

A LA REINA DEL COMERCIO TOMIRIS, KITIÓN, KYPROS

Salud, ganancias y bienestar, señora de las escalas y los barcos, oh Tomiris: Los ancianos debemos viajar; eso da ánimos, extiende las fibras de la percepción, vence a los recuerdos y estimula la agilidad de la carne. Todavía hay jugo bajo la vieja cáscara. Pasaré parte del invierno en esta costa cálida y arenosa, si es que aquí se puede hablar de invierno. Espero encontrarte en Laodicea apenas llegue la primavera; una barca me llevará de Guerrha a Charax, subiendo por el Éufrates, y el trecho que queda hasta el mar lo haré a caballo o con una caravana. Si las inclemencias del tiempo y de la guerra lo permiten, Bomílcar se presentará en Pelusión para el solsticio de verano. Al viejo meteco púnico le agradaría pasar en tu barco las tres lunas y muchas leguas que quedan entre medio. Señora de mi corazón, dueña de mi virilidad, compañera del viento nocturno, oh Tomiris: si los vientos, las olas y la fortuna están en contra, no te preocupes. Los viejos siempre encontramos alguna barca apolillada o alguna cabaña en la que ahogar el pasado con vino, en compañía de marineros piojosos.

Los últimos casos de locura helénica han tenido efectos sensatos en uno de esos casos. El acuerdo de paz de Filipo con Roma, sin considerar su tratado con Karjedón, la tutela tiránica de Agatocles desde la muerte del cuarto Ptolomeo y el caos en que se encuentra Egipto, todo eso es absurdo y odioso. El seléucida, que ahora se llama Antíoco el Grande, después de reorganizar la parte oriental de su imperio ha emprendido la marcha hacia Arabia planeada por Alejandro; Gerrha está obligada a pagarle tributos, ahora el incienso llega a la desembocadura del Éufrates a través del Mar Arábigo. Lo mismo que especias y piedras, telas y conocimientos de la India. Nosotros, que nos movemos a la sombra de los Grandes, que no nos dejan espacio para navegar, no podemos ejercer ninguna influencia sobre la dirección que ha de seguir nuestro viaje, y tenemos que alimentarnos con los trozos de sobras que sus cocineros arrojan sobre la borda.

Pero esto es lo que sobra para nosotros: incienso y especias. El incienso es más barato en Gerrha que en el sur del Mar Egipcio, sobre todo ahora que la flota del seléucida ha exterminado a los piratas árabes, mientras que el estrecho del sur de Egipto y Kush continúa infestado de desvergonzados recaudadores de tasas aduaneras obligatorias. Charax se queda con el dos por ciento de las importaciones, Laodicea con la misma cantidad de las exportaciones, y Antíoco exige un uno por ciento de impuesto real. En el reino de Ptolomeo es distinto, como bien sabemos. Dos décimas partes para el rey, cuatro por ciento al llegar a Berenice, cuatro por ciento al salir de Alejandría. Además, los costes del transporte a través del país de los dos ríos pueden ser bastante inferiores a los del transporte por Egipto. Considéralo, señora del comercio. El Banco de Arena posee desde hace algunos años una sucursal y numerosos almacenes en Laodicea, además de cuatro caravanas, una posada y un pequeño astillero. Conoces nuestras condiciones. Fue inteligente, aunque falto de escrúpulos, abandonar a tiempo Iberia, confiar más en la necedad del Consejo de Karjedón que en el arte de los últimos estrategas que quedaban en Iberia.

Antes de despedirme quiero compartir contigo otra tristeza. Oh extraños sentimientos de los ancianos, cuyos corazones cuelgan de repente de nietos que antes apenas conocían. Qalaby y su segundo esposo han dejado Alejandría para instalarse en Berenice, en la costa del Mar Egipcio. Está bien que mis dos nietos estén lejos del caos en que está envuelta Alejandría. Pero, ¿volverá a verlos este anciano, que quiere regresar a Karjedón?

Éxitos, oh reina del mar, ganancias, placer, vientos suaves y constantes, y un encuentro en Laodicea.

Tigo

15
Príncipe de la paz

M
uchos inviernos habían sido mucho más agradables que ése, casi cinco años después de la muerte de Asdrúbal, previo al comienzo del decimoséptimo año de guerra. Y previo a la ya inaplazable decisión del conflicto. Los vientos, el aire y el mar volvían a tentar a Antígono; los asuntos de Kart-Hadtha y Libia prácticamente lo obligaban a ceder ante su pasión por el mar. Pero los bárbaros lo retenían. En el año en que Antíoco y Filipo cerraron un pacto contra Egipto y el comandante ptolomeico de Pelusión, Tíepolemos, derrocó al autor/tirano Agatocles en Alejandría, en el año en que se perfiló la quinta guerra entre Egipto y Siria y Antígono regresó de Arabia, Publio Cornelio Escipión ya llevaba un año en Libia. En Krotón, Aníbal, sin refuerzos y con tropas cada vez más reducidas, había vuelto a derrotar a otro ejército romano, pese a la gran superioridad del enemigo. El mundo empezaba a derrumbarse; el Consejo de Kart-Hadtha no comprendía que ya sólo un pilar sostenía a la ciudad, el mismo que la venía sosteniendo desde hacia años; que Italia había sido devastada por los propios romanos, que estaba cansada de la guerra pobre y desangrada; que Cornelio, después de haber conquistado Iberia, podía conquistar también Libia, Ityke, Hipu Akra, Tynes, pero que se estrellaría contra las colosales murallas; y que ese año, como todos los años desde Cannae, un poderoso ejército de refuerzo podía salvarlo todo.

El mismo Cornelio Escipión lo dijo varias veces durante ese desgraciado invierno. El romano había derrotado en Iberia a un ejército formado por hombres inexpertos y sin preparación, mandados por Magón y Asdrúbal Giscón, había puesto fin al dominio púnico en la península y, mediante un regalo y palabras bonitas, había convencido al masilio Masinissa de que se pasase a su bando. La hija de Asdrúbal Giscón, Sapaníbal, llamada Sofonisba por los romanos, se había casado con el masesilio Sifax, lo cual provocó que éste se pasase al lado púnico. Sifax y el hijo de Giscón reunieron un poderoso ejército de más de cincuenta mil soldados y lo perdieron todo debido a un ardid de Cornelio, quien empezó negociaciones con los púnicos y, en la noche, mandó prender fuego al campamento enemigo. Si la mitad de esas tropas perdidas hubieran sido enviadas a Italia…

—Naturalmente, él todavía podía forzar la situación, pero el Consejo los mandó llamar, a él y a Magón. Antígono observó al romano, de quien era anfitrión obligado. Los campamentos principales levantados en las cercanías de Ityke y de Tynes estaban más o menos a la misma distancia de la vieja finca. Esta había salido indemne del desembarco de Régulo y de la Guerra Libia. Ahora daba albergue al comandante romano y a sus oficiales más cercanos.

—¿Por qué me miras con tanto escepticismo, heleno?

Antígono levantó la comisura izquierda de sus labios.

—Admiro tu talento y tus conocimientos, romano. Puesto que disfrutas de mi hospitalidad y no has destruido mi casa, no quiero arriesgarme a ofenderte con comentarios sobre tu manera de llevar la guerra. Pero soy curioso, como la mayoría de los ancianos; dime solamente esto: ¿qué harías tú en el lugar de los Señores del Consejo? Y, ¿qué si estuvieras en el lugar de Aníbal?

El romano estaba jugando con el vaso de cristal; los rayos del sol del atardecer y el color del vino, el brillo de los braseros y el mármol verde del tablero de la mesa se mezclaban en un punto de sombrío resplandor. El rostro casi helénico o etrusco, de ninguna manera tosco, de Cornelio, estaba relajado, casi un tanto alegre. Tenía treinta y tres años; Antígono pronto cumpliría sesenta y seis. El heleno, que había conocido a Régulo, Hannón el Grande, Amílcar el más Grande, Asdrúbal el Bello, Aníbal, Asdrúbal, Magón, Filipo de Macedonia y Ptolomeo Filopátor, respetaba a su ilustre huésped, sin tenerlo en mucho. El romano era culto, hablaba heleno con fluidez; era inteligente y había disfrutado de la mejor instrucción que puede recibir un general: duro de servicio en las legiones, participación en numerosas batallas perdidas entre Ticinus y Bradanus, suficientes posibilidades para aprender de las astucias y mañas del más grande estratega y no repetir los errores de sus propios comandantes; además de las intrigas y disputas políticas de Roma. Pero también era el hombre que había provocado inhumanos baños de sangre en Iberia —Kart-Hadtha, Orongis, Ilurgeia— sin que éstos tuvieran algún objetivo táctico o estratégico, y había encubierto las matanzas cometidas en Lokroi por Pleminio, su representante. Matanzas cuya desmesura había sido desaprobada incluso por el inconmovible Senado romano, y que habían sido investigadas en un proceso judicial.

—¿Qué hubiera hecho en el lugar de los Señores del Consejo? —Escipión arrugó la frente—. Probablemente hubiera intentado evitar el estallido de la guerra. Pero una vez desatada la guerra, hubiera enviado cada uno de los hombres disponibles, cada caballo, cada barco y cada óbolo a Aníbal.

Antígono advirtió la amabilidad del romano, que, en la conversación sostenida en heleno, nunca decía Karjedón o Cartago, sino siempre Kart-Hadtha —aunque la mayoría de las veces el sonido gutural se convertía en una kappa normal— y nunca decía Hannibas, sino Aníbal. El heleno, por su parte, evitaba llamar al romano Cornelio o Escipión.

No había mucho que hacer en ese invierno; Cornelio enviaba emisarios a Roma, a Sicilia, a sus campamentos, a Masinissa; preparaba las primeras campañas de la primavera, leía rollos de Antígono y disfrutaba de las largas entrevistas con el amigo de los bárcidas.

Antígono cuidaba de no sobrevalorar ese tipo de placeres y las ocasionales muestras de cortesía del romano; examinaba y sopesaba las cosas que podía decir sin delatar las posiciones y posibilidades púnicas. Su vida no corría peligro, de eso estaba seguro; Publio Cornelio podía asolar toda Libia y Kart-Hadtha, pero se llevaría a todos los personajes importantes cuando hiciera su entrada triunfal en Roma.

Nada más comenzar la involuntaria hospitalidad del heleno, Cornelio le había expresado su satisfacción de que el señor del Banco de Arena, conocido en Roma desde hacia más de cuarenta años, por haber sido un amigo importante de Amílcar y Asdrúbal el Bello, y ahora de Aníbal, hubiera caído en sus manos gracias a una afortunada casualidad. Una desafortunada casualidad, según la opinión de Antígono. Un intenso viento del oeste había obligado a Bomílcar a navegar de bolina hacia mar abierto; cuando el viento cambió de dirección, impulsó al sexto
Alas del Céfiro
hacia la costa que se extiende entre Ityke y Kart-Hadtha, donde se encontraba una pequeña flota romana. Bomílcar y la tripulación también se encontraban presos en la finca, como Antígono; el
Alas
servía a los romanos de correo.

—Sé —dijo Cornelio tras un largo silencio— que has hecho todo lo posible.

Si estuviera en tus sandalias no me reprocharía nada. Pero, ¿a los otros? —Levantó el vaso; sin aparente ironía, brindó por los funestos errores de los gerusiastas de Kart-Hadtha.

Oscureció. Antígono dio unas palmadas. Uno de sus esclavos —libio— entró en la habitación acompañado de un romano que se quedó en la puerta, con la mano en el pomo de la espada, mientras el esclavo encendía ocho candiles y otros tres braseros. Frente a la ventana a medio cubrir tremolaban las hogueras de la pequeña tropa que Cornelio había emplazado alrededor de la finca. Un viento suave del noroeste pasaba entre los cipreses y cubría con un perfume de sal, algas y vastedad el mal olor de las hogueras y braseros, fogones y hombres, caballos, letrinas y cerros de desperdicios.

—Sí. Hay algo que me reprocho.

La mirada de Cornelio había resbalado del rostro de Antígono al viejo arcón, cuyas figuras talladas parecían bailar bajo la trémula luz.

—¿Qué te reprochas, señor de la casa?

—No haber advertido antes la relación entre el comerciante Demetrio de Taras y Hannón, y no haberlas cortado con la espada.

La fugaz sonrisa del romano disipó las últimas dudas del heleno. Escipión carraspeó.

—¿Qué crees que hará Aníbal?

Antígono se encogió de hombros.

—No lo sé. No sé con qué fuerzas cuenta, ni dónde está Magón.

—En ninguna parte.

Antígono dejó el vaso; con violencia. Un poco de vino se derramó sobre el tablero de la mesa, que, bajo la luz mortecina de los candiles, ya no desprendía un brillo verdoso, sino negro.

—¿Quieres decir que…?

Cornelio asintió.

—Sé que soy un mal huésped. Pero sencillamente había olvidado decírtelo. Si. Magón está muerto. Murió en la travesía, en algún lugar cercano a Sardonia, a consecuencia de una herida.

Antígono cerró los ojos. Tres leones cuyos rugidos estremecerían al mundo… Ahora ya sólo quedaba uno con vida, el más grande de los tres. La muerte de Magón llenó al heleno de una incierta tristeza que se debía más a la ciudad y a Aníbal que a Magón. El Consejo lo había enviado a otra aventura insensata.., insensata realizada de esa manera y en ese momento. Cuando Iberia ya estaba poco menos que perdida, Magón y Asdrúbal Giscón alistaron a otros casi cincuenta mil soldados y arremetieron contra Escipión, cuyas experimentadas legiones no tuvieron mucho trabajo para deshacerse de los mercenarios recién reclutados. Después, Magón había viajado a la más pequeña de las islas Baleares, donde había ampliado un puerto natural y reclutado tropas que, por orden del Consejo, no fueron enviadas a Aníbal, sino al norte de Italia. Gracias a posteriores refuerzos procedentes de Kart-Hadtha —para Magón, tampoco esta vez para Aníbal— y al alistamiento de celtas y ligures, su ejército había llegado a tener veinticinco mil soldados de a pie y cuatro mil jinetes, además de diez elefantes y unas cuarenta penteras y trirremes. Pero fuertes tropas romanas tenían bloqueadas las carreteras del norte de Italia; era imposible abrirse paso hacia el sur y reunirse con Aníbal. El ejército equivocado en el lugar equivocado. Sin embargo, el Consejo dejó a Magón y sus hombres en Liguria, en lugar de llevarlos a Libia o Bruttium.

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