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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (93 page)

Al amanecer Antígono estaba apoyado contra el borde del pozo; el patio interior era una inextricable muestra de miles de líneas y espacios grises y verdes, empapados del brotar del agua y los arrullos de las palomas que ya habían despertado. Aníbal estaba sentado encima de la mesa, con las piernas cruzadas. En la luz cambiante, el rostro con el parche rojo en un ojo parecía al mismo tiempo joven y roído por el cansancio. Hablaba sobre las fronteras violadas y sus vanos intentos de tener una entrevista con Masinissa.

—Me temo que los romanos se lo han prohibido. Como si creyeran que la mera presencia de Aníbal bastara para hacer cambiar de bando a Masinissa.

—Puede ser cierto; probablemente incluso tienen razón. No olvides que era amigo de Asdrúbal, después aliado de Roma, después esposo de Sapaníbal durante tres días. Tiene sus sueños, pero es muy influenciable. Escipión, que influenció en él, lo sabe mejor que nadie.

Aníbal se encogió de hombros.

—A pesar de ello. Con todo lo que hoy representa Roma, yo no tengo nada que ofrecerle.

Antígono sonrió.

—No oscurezcas tu luz, gran púnico. Masinissa es un bárbaro, pero criado mucho tiempo en Kart-Hadtha. Kart-Hadtha es desde hace seiscientos años una palabra mágica que produce envidia, temor y apocamiento a todos los númidas. Y Masinissa es un guerrero que reverencia al más grande estratega y, desde la pequeña guerra fronteriza, también lo teme.

Un año después de cerrado el acuerdo de paz, los númidas habían empezado a violar las imprecisas fronteras, a saquear aldeas, ocupar territorios. En una batalla, tres mil viejos soldados del estratega habían aniquilado a un ejército númida cuatro veces superior en número y comandado por el propio Masinissa.

—Sí, pero con la ayuda de Roma se curó rápidamente la nariz ensangrentada.

Antígono suspiró, repantigándose sobre el pretil del pozo.

—Fue a quejarse a Roma y los romanos exigieron tu destitución del cargo de estratega. ¿Ha impedido eso que continúes actuando? He escuchado algunas historias, pequeñas tropas dirigidas por un enmascarado, como un salteador de caminos. Al parecer estas tropas contestaban todas las intrusiones númidas con un golpe aún peor.

Aníbal sonrió.

—Durante el último año he pasado bastante tiempo en los caminos. Ahora la frontera está más o menos consolidada; pero hemos tenido que quemarle tres veces cada dedo a Masinissa para que por fin saque la mano.

Un rojo desteñido se deslizaba por el cielo. Los aromas de las flores, encapsulados por la noche, se liberaron, frescos y húmedos.

Antígono observó al púnico. A través de las estrías de sus ojos viejos y cansados vio el heleno las piernas morenas, las manos de dedos largos descansando sobre las rodillas, el chitón corto de color blanco, la barba negra y rizada, el parche del ojo, el pelo negro. Y una conjunción de estrías, colores de la mañana, vino y deseos hizo que viera Antígono como un manto transparente de energía que envolvía la fuerza y el poder, la inmensa voluntad de aquel hombre de cincuenta y un años que aún ahora apenas necesitaba dormir y nunca descansaba.

—Has hecho varias alusiones muy osadas sobre las cosas que quieres hacer ahora.

Aníbal asintió.

—Me obligaron a perder la guerra —dijo sin amargura—. Ahora yo quiero obligarlos a ellos a ganar la paz.

—Para eso necesitas un cargo público, amigo.

—Ese es el problema, Tigo. Tanto de cara al exterior como al interior. Roma puede prohibir al rey de los númidas que mantenga conversaciones con el estratega Aníbal; pero si Aníbal representara a la ciudad, en ejercicio de un cargo público, hasta Roma tendría que hablar con él. Lo mismo Masinissa, Antíoco, el próximo Ptolomeo.

—Hablarían, eso es seguro, pero no con el representante de la ciudad, sino con el dueño de un nombre famoso, con el antiguo estratega. La ciudad está desgarrada, ya no tiene importancia.

Aníbal se estiró, cruzó las manos detrás de la cabeza, hizo movimientos circulares con los codos.

—Cinco lunas, Tigo, es todo lo que necesito para devolver su grandeza a la ciudad.

Antígono sonrió.

—Cruzar los Alpes contigo fue una saludable tarde de excursión. Devolver la grandeza a Kart-Hadtha es más difícil.

Aníbal sacudió la cabeza.

—Te equivocas, Tigo. Ya te lo he dicho: he pasado mucho tiempo en los caminos durante el último año. Sé de qué estoy hablando, y sé qué es lo que tendría que hacer.

—También sabes que Roma respondería a cualquier golpe de Estado enviando legiones.

—Lo sé. También sé que las legiones es todo lo que tiene Roma. En Etruria ha estallado un levantamiento de esclavos; durante la guerra los romanos devastaron tanto sus propios territorios que ahora ya sólo tienen esclavos, no campesinos. En los próximos años se producirán levantamientos de esclavos en todas partes. Los romanos necesitan dinero y grano, Tigo, una Kart-Hadtha fuerte y amiga, no un cerco sangriento. Escipión sabe lo fuertes que son nuestras murallas.

—¿Qué quieres hacer? ¿Cómo puedo ayudarte?

Aníbal se inclinó hacia delante, siempre sentado sobre la mesa; puso ambas manos sobre los hombros de Antígono.

—Queridísimo amigo, tú has dado a mi padre, a mi cuñado, a mis hermanos, a mí y a la ciudad, más ayuda de la que jamás podría alguien recompensarte.

—No pido recompensa, muchacho.

—Lo sé. Pero, no, por ahora no necesito tu ayuda. El otrora estratega de Libia, Iberia e Italia es ahora miembro del Consejo de Kart-Hadtha y puede postular a cargos públicos. Además, gracias a la ayuda de Daniel y Bostar sigo siendo, o he vuelto a ser, un terrateniente adinerado, y puedo pagar sin problemas lo que hay que pagar para la adjudicación del cargo.

—¿Qué cargo, Asombro del Mundo?

Aníbal esbozó una sonrisa, pero en seguida volvió a mostrarse serio.

—Dentro de un par de lunas el pueblo elegirá a los nuevos sufetes. Antígono retuvo el aire un momento.

—Claro. El Consejo y los Ciento Cuatro no te darán nada, pero el pueblo…

—El pueblo me dará mucho más que eso, espero; pero eso es algo que todavía tengo que meditar más detenidamente.

—Aníbal sufete —Antígono meneó la cabeza—. Príncipe de la paz y juez supremo de Kart-Hadtha… Y, ¿después?

—Ah, ya veremos. Depende de muchas cosas.

Varias hogueras ardían en la plaza que se extendía detrás de las cuadras, graneros y almacenes. Al atardecer del día del solsticio de verano, el señor de la finca dio una fiesta para todos los trabajadores, trabajadoras y sus familias. Niños desnudos corrían alborotando entre los grupos de personas mayores; chicos y chicas adolescentes ayudaban maravillados a girar los asadores, repartir los panes, escanciar vino y, más tarde, entusiasmados y ebrios, se estrechaban entre los arbustos y detrás de los edificios. Arrendatarios, esclavos manumisos, viejos soldados procedentes de un sinfín de pueblos, mujeres jóvenes y mayores, ancianas y ancianos, todos comían, bebían, cantaban, contaban o escuchaban historias. Bostar estaba rodeado por una docena de niños, que tenían que soportar sus deslucidas canciones e ingeniosos juegos. Daniel y Aníbal iban de grupo en grupo, de hoguera en hoguera; lo mismo Antígono, que se reencontró con Marbil y muchos otros viejos conocidos, conversó con ellos y con sus mujeres, intercambió anécdotas y escuchó alabanzas a Aníbal, que había llevado a sus soldados a la gloria y, al terminar la guerra, les había dado pan y trabajo.

En cierto momento el heleno se encontraba con uno de muchos, muchísimos vasos de vino en la mano, sentado sobre un fardo de paja, con la espalda apoyada contra la muralla. Todos seguían cantando y bailando y riendo. Las hogueras, los vasos, los rostros bajo la luz reflejada por las paredes blancas; mucho más allá, sobre las colinas del horizonte, el oscuro mecerse de pastos y juncos bajo el soplo del viento nocturno y las estrellas. Antígono, cansado, pensaba en su cuerpo frágil, viejo, increíblemente resistente; un recipiente en el que su vida empezaba a agotarse; cerró los ojos, dio un trago y aspiró la noche con la nariz y la boca. En el vaho del vino, la resma de la leña en las hogueras, el olor de las cuadras, los hombres y mujeres bailando sudorosos, el aroma fresco de las murallas, cipreses y encinas y el ligero olor a moho de la paja, se mezcló un perfume de amarga dulzura, almendras y cinamomo; sin abrir los ojos, Antígono supo que Elisa estaba a su lado.

El heleno levantó el vaso, con los ojos todavía cerrados.

—Señora de las estrellas. Princesa de los colores de la noche.

Una risa suave. Viento llevando el polvo dorado de una hoja de palma.

—Señor del Banco de Arena. ¿Te molesto?

—Tu venida me refresca el espíritu.

Los fardos de paja se movieron; Elisa se sentó.

—¿Qué pensamientos te produce esta noche, Antígono?

—Pensamientos propios de un viejo loco, Elisa. Estaba pensando que es agradable vivir aquí, y que también seria agradable morir aquí.

—¿Lo dices por los hombres que están aquí, y los muchos que faltan?

Antígono abrió los ojos; parpadeó.

—Por las cosas que oculta esta noche. Olores que recuerdan otros olores, y los lugares en los que los sentí. Hogueras que recuerdan otras hogueras. Hogueras en Iberia, en los Alpes, en el hielo y la nieve, bajo la lluvia de un invierno itálico, en la llanura cálida de Cannae. Todas las hogueras, Elisa… éstas son las primeras desde que hay paz.

—A mi me sucede lo mismo.

Largos minutos después dijo Antígono a media voz:

—¿Qué puedo darte que puedas conservar, princesa?

Ella comprendió de inmediato y rió; una risa triste, casi silenciosa.

—Nada de lo que vale la pena conservar, se deja conservar. Todo lo que ahora me gustaría saber, dejará de ser importante mañana. Él siempre está cambiando, siempre inquieto, siempre en marcha hacia algún lugar. Tú lo sabes, Antígono.

—Pero su próximo objetivo es firme y definitivo. Kart-Hadtha. Quiere pasar allí un año, como mínimo.

—Una jungla. En Italia estaba más seguro. O aquí. —Elisa suspiró, bebió un traguito de su vaso.— Háblame de ti… Tigo.

Antígono se encogió de hombros.

—¿Qué puedo contarte? Nací en Kart-Hadtha, hijo de un meteco. Mis antepasados eran comerciantes, yo aún lo soy. He levantado un banco y administrado las fortunas de Amílcar Barca y Aníbal. He viajado un poco, hasta la India y Britania. He vivido un poco de la Primera Guerra Romana, toda la Guerra Libia, parte de la paz y casi toda la Segunda Guerra Romana. Ahora soy viejo, sigo siendo un loco, envidio a Aníbal porque tú lo amas, bebo demasiado y sueño con una muerte agradable.

La mano de Elisa, tibia y, sin embargo, fresca, se posó sobre el brazo de Antígono.

—Como él dijo una vez: «Tigo es el corazón de las cosas y actúa como si sus latidos no tuvieran importancia».

—¿Ha dicho él eso? Ja. Háblame de ti, dueña del corazón.

Hablaron de mil cosas distintas; al amanecer seguían sentados al pie de la muralla. Elisa, hija de un armador, había nacido el año del asesinato de Asdrúbal el Bello y, dos años después de la muerte de Asdrúbal Barca, se había casado contra su voluntad con un sobrino segundo de Hannón el Grande. Éste se había puesto en contra de su tío abuelo cuando la ciudad parecía precipitarse hacia el desastre y había muerto en la batalla de Naraggara, en la que tomó parte como suboficial de la caballería.

—Paz —dijo ella, mientras el cielo empezaba a teñirse de rojo—. Paz. Vino. Papiros que leer. Hijos e hijas. Amigos. Cuidar de que la miseria disminuya y los amigos aumenten. Tigo, lo he tenido tantas veces en mis brazos. Es inteligente y dulce, su cuerpo todavía es el de un joven guerrero. Pero dime, si puedes, ayúdame, si puedo pedírtelo: tengo el derecho de… Es como si yo quisiera ser la única dueña de algo que pertenece a toda la Oikumene, al cosmos.

—Es un hombre, no un dios, Elisa. Ha reñido y llorado y bebido y matado, ha dormido con mujeres y ha asombrado al mundo. Pero yo nunca lo había visto tan tranquilo y tan… tan equilibrado como aquí. Perdió demasiado pronto el calor y el regazo de la princesa Kshyqti. Dice que cuando era niño encontraba algo de eso en mi casa. Su padre, el gran Amílcar, lo amaba, pero con la vida que llevaba no podía dar calor a sus hijos. Aníbal ha dado a la ciudad más de lo que ésta quería recibir, y ha dado a la Oikumene más de lo que ésta vale. Tú, Elisa, le das a él todo lo que él siempre ha deseado. Lo que ha deseado el hombre, no la musa de la historia.

—Yo lo conozco y, al mismo tiempo, no lo conozco. Cuéntame… no tengo celos de las cosas pasadas, pero quiero saber más. Háblame de las mujeres. —Sus uñas se clavaron en el brazo del heleno—. También de las cosas malas que sucedieron en la guerra.

Antígono soltó la mano de Elisa de su brazo y la acarició.

—En todos esos años nunca ha tomado a una mujer por la fuerza, nunca ha deshonrado, maltratado ni vejado a mujer alguna.

El heleno hablaba sin seleccionar sus palabras con cuidado. Mientras los primeros borrachos dormidos empezaban a despertar y los animales de los establos y los pasos cercanos comenzaban a impacientarse y hacer ruido, Antígono hablaba de muchas otras personas y cosas, de llama y de Ylán, Isis y Tsuniro, Memnón y Aristón, Asdrúbal y Magón, las charlas con Cornelio Escipión, la resignada tristeza que se había apoderado de él cuando se enteró de que una tempestad había hundido el barco en que viajaba Tomiris… Se inclinó hacia delante y cogió las manos de la mujer que Aníbal amaba.

—La felicidad no se puede ordenar a voluntad ni conservar a la fuerza, Elisa. Horribles palabras de un viejo. Cuando la tengas, cógela en tus brazos y estréchala contra tu corazón; no preguntes si los dioses, que no existen, se equivocaron al repartirla, o si otras personas de la Oikumene, del cosmos, tenían derecho a ella. Si existieran dioses no existiría felicidad para los hombres, pues los dioses se quedarían con ella y la cuidarían celosamente, como al fuego que, dicen, les robó Prometeo. ¿Qué es el fuego, comparado con el amor?

Ella sonrió, cansada y triste, se arrodilló frente a Antígono y le besó las mejillas.

—Gracias por una noche larga y preciosa.

—No des las gracias por un regalo sin importancia, pues al aceptarlo has hecho un regalo mucho más grande a quien te lo daba.

Elisa soltó de repente una risita reprimida.

—Oh Tigo, el estratega es muy sabio en lo que opina de ti. Te ama; hace unas horas he visto cómo nos miraba y sonreía. Aníbal dice que tú siempre conviertes todo lo bueno en mejor. Pero.., tengo una pregunta más. No como Elisa, sino como amada del gran estratega. No como la mujer que te visitará con frecuencia en Kart-Hadtha, sino como la viuda del sobrino segundo de Hannón la Víbora.

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