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Authors: Albert Boadella

Tags: #Ensayo

Adiós Cataluña (8 page)

Todavía no era consciente de que había conseguido asaltar una de las últimas mujeres del mundo arcaico, cuyos vestigios finales envolvieron una parte de mi infancia. La vida en común con Dolors empezó obsequiándome con una perenne sensación de alivio frente al exterior; aquella joven no abrigaba ni una sola inclinación hacia las modas libertarias y la correspondiente mugre; todo era sustancia sólida. Pero, al mismo tiempo que ella lo entregaba todo, yo no conseguía dar nada más que ánimo y fogosidad al argumento. El fanatismo ancestral de la especie, sumado a mis asilvestrados impulsos ante cualquier otro ser que no fuera yo, habían sedimentado los automatismos ególatras.

De la misma manera que he necesitado treinta años para poner la mesa sin que falte siempre una pieza del servicio, he tardado prácticamente lo mismo en descifrar algún indicio de lo que ella puede precisar. Ha sido, más o menos, como el paso del hombre paleolítico al neolítico. Llegar a dilucidar la parte accesible de una mujer sutil, acallando las costumbres atávicas que impiden escuchar, es, hasta ahora, el mayor esfuerzo que he tenido que hacer en mi vida. El éxito es discreto, porque la mayoría de las veces, cuando yo voy, ella vuelve.

Emulando mi signo zodiacal de león, en la masía de Pruit permanecía en letargo la mayor parte del tiempo, embriagado en el cálido entorno de mi pequeña manada, para de cuando en cuando desperezarme y bajar a la urbe a pegar unos zarpazos a fin de seguir alimentando a la familia. Debido a ello, unas veces me llamaban provocador, otras blasfemo, y las más, vil bufón; pero fue esta sin lugar a dudas la época más radiante de nuestra vida. La euforia amorosa y los niños espoleando nuestro ingenio pedagógico resultan algo irrepetible cuando, ahora, desde la juventud perdida, rememoro los tiempos pasados.

En aquellos parajes nuestros hijos crecieron con un equilibrado aprendizaje. Sus mejores juguetes eran los bichos y los recovecos misteriosos de la naturaleza. Tenían a su disposición gallinas, ocas, patos, perros, gatos, caballos de montar y algún cerdo que creció en libertad para transfigurarse en excelsos jamones; todos formaban parte de sus compañeros de juego. Cuando llegaban del colegio correteaban cada día por este zoológico en el exterior de la masía, sin percatarse del viento, del hielo o de los diez grados bajo cero.

El mérito de una doma tan natural y sensata era de Dolors; yo me limitaba a observar y a seguir su buen tino mientras mantenía la vigilancia de los pequeños a cierta distancia, pensando que mis intervenciones educadoras solo debían producirse en casos muy precisos. Les dejábamos ser niños sin contaminarlos demasiado de vida adulta. Jamás actuamos como los padres protectores de hoy que programan minuto a minuto el tiempo de los hijos, los llevan al tenis, a viajes intercontinentales y los colman de costosos regalos. Todo parece muy agradable momentáneamente, pero las futuras ambiciones de sus hijos deberán partir de un listón ya muy alto para alcanzar en la vida unos estímulos en consonancia con lo obtenido hasta entonces. Con semejante currículo las posibilidades de frustración se multiplican en todos los ámbitos.

El amor a los hijos es actualmente un sentimiento blandengue bajo el cual, con la excusa de la responsabilidad, los padres utilizan los retoños para suplir muchas de sus propias frustraciones. Optan por el camino cómodo de no negarles nada a los chavales; ni siquiera les dejan llorar recién nacidos. Están convencidos de que tener un hijo es algo tan insólito y excepcional que, naturalmente, bajo esta óptica ilusoria, los suyos tienen que ser en el futuro los más inteligentes. Partiendo de dicha convicción, los padres la emprenderán con los maestros, en caso de que estos no descubran la preclara dimensión encefálica de los chavales. Si muestran algún problema de adaptación escolar, querrán que su hijo sea declarado, por un psicólogo, niño superdotado, que es ahora una de las maneras de justificar el desbarajuste educativo. Como es natural, con una clientela tan bien dispuesta, proliferan esta clase de profesionales dedicados a explicar lo obvio en términos cifrados. Afortunadamente, la naturaleza restablece sus propios equilibrios y la mayoría de las veces la genética subsana los desastres de tales progenitores.

Si ahora me propusiera reconstruir minuciosamente los años vividos en la
Casa Nova
de Pruit, me vería incapaz de retener detalles precisos; el recuerdo aparece como si todo hubiera ocurrido en una sola jornada. Un día de inenarrable intensidad, con dos niños de rojas mejillas jugando en la nieve, gallinas picoteando en el estiércol de los caballos, amores desabrigados frente al calor de la chimenea, una generosa recolecta de setas y cangrejos sobre la mesa, y los amigos entrañables alejándose de la casa bien cebados y reanimados durante unas horas, para regresar a la peste barcelonesa.

Con este sumario hubiera sido coherente que cada mañana, al salir de la masía, me arrodillara ante el bosque, gritando:
Visca Catalunya!
, porque aquellos placeres que me proporcionaba la naturaleza eran en parte mérito de los catalanes, y efectivamente lo eran..., pero de los antepasados. Hacía tiempo que los contemporáneos no plantaban un roble, dedicándose exclusivamente a la política depredadora, mientras se enaltecían a sí mismos con las virtudes de los antecesores. Mis sátiras ante aquella endogámica situación acabarían provocando el rechazo a la compañía y, por derivación, a mi persona; mas ni esas ojerizas atravesaban entonces la soledad de aquellos parajes y los pocos habitantes del lugar seguían absortos en una sola preocupación centenaria: el precio de la leche.

GUERRA V

El conflicto suscitado en el palacio de Villa Zenobio hacía tres años que se venía incubando. A principios de 1971 se alistaron en nuestra tropa los primeros agentes vocacionales moldeados con una aleación entre Bakunin y el camarada Lenin. Hasta entonces no habíamos sido invadidos por esta clase de personal, cuya formación dialéctica se nutría de la plúmbea biblia de Karl Marx o del librito de poesía borreguera de Mao. Por lo general, los integrantes de la compañía eran hasta entonces discretos luchadores de la
ceba
tribal y sus ideales no desencadenaban delirios internacionalistas, sino que se circunscribían en un plano más bien casero.

Los dos nuevos reclutas habían sido discípulos míos en el
Institut del Teatre de Barcelona
, donde yo impartía clase de refriegas escénicas. Se trataba de los quintos Ferran Rañé y Andreu Solsona, que se integraron en mis filas porque cumplieron correctamente su cometido en las maniobras que organizaba durante su formación. Pasado cierto tiempo de servicio en la compañía (como suele ocurrir) se despojaron del camuflaje taimado, mas, en este caso, para dedicarse a promover conspiraciones internas. Su objetivo era saltarse el escalafón a la primera oportunidad, a fin de que desapareciera cualquier cadena de mando, incluida la mía, para así instaurar la comuna libertaria bajo el lema «lo tuyo es mío y lo mío también». De haber ingresado en una compañía convencional, con empresario, gerente y encargado, se hubieran comportado como los más sumisos trabajadores, sin embargo la magnanimidad que reinaba en Els Joglars era una oportunidad única para ejercer el simulacro revolucionario y quedarse con la mayor tajada del pastel.

El
Che
Rañé, como perfecto clon de su generación, pretendía, desde el escenario, combatir y aniquilar cualquier atisbo de burguesía o debilidad esteticista en el personal, y Solsona, que ejerció enseguida de sargento
Virtudes
, marcado por su antiguo pasado de seminarista, había cambiado radicalmente la vocación de inquisidor de almas por la de sabueso y fiscalizador de la reacción conservadora allí donde anidara. A los dos les pareció que la trinchera Joglars era el lugar más estratégico para esta clase de operaciones devastadoras. Además, en el caso Solsona, los
dogmas progre-libertarios
eran solo motivo para desempeñar una severa fiscalización sobre el nivel general de adhesión subversiva. La mala uva que le producía reprimirse la adherencia sentimental al género masculino lo convertía en un ser implacable ante el mínimo desliz con tufo desviacionista que pudiera aflorar entre sus propios compañeros de armas. En cambio, mi falta de experiencia no me alertó ante una actitud manifiestamente sospechosa: la empalagosa adulación con la que me trataba al principio.

Así como el
Che
Rañé compensaba la artificiosa monserga reivindicativa con un buen cumplimiento de su misión en el teatro de operaciones, el sargento
Virtudes
no avanzó un milímetro en el conocimiento y manejo de las armas escénicas. Cada vez que entraba en combate, no podía mirarlo sin riesgo de destrozarme las uñas. No es negativo que un actuante sea introvertido; incluso puede que sea una condición bastante general en el gremio, pero sin llegar a lo patológico. El mozo se mantenía inabordable al acceso de cualquier personaje y andaba repitiendo invariablemente el mismo títere personal que ponía por delante, para no tener que entregarse con generosidad a una identidad distinta, como obliga el acto escénico.

Pasado el primer año de servicio, solo pensaba en la forma de expedirlo a otro regimiento, pero en nuestra compañía la estrecha relación personal complicaba mucho la operación de licenciar. Siempre había que aguardar la baja en combate o el paso voluntario a la reserva, ya que los sentimientos obstaculizaban el rigor profesional. Personalmente, ese aspecto del asunto me tenía frito, pero me encontraba enredado en una amalgama de afectos y dependencias muy difícil de desenmarañar sin producir estropicios.

El primer síntoma de la impostura moral de los conspiradores, y concretamente del
Che
Rañé, surgió por una simple casualidad. Nos hallábamos de combate en Granollers, y poco tiempo antes del asalto al escenario descubrimos que nos faltaba un ingenio para la acción. Rápidamente envié al brigada Sorribas a nuestro cuartel de Barcelona para recuperar el efectivo olvidado. El local estaba en plena calle de Aribau y era una planta de casi trescientos metros que utilizábamos para ensayar nuestras operaciones.

De vuelta con el ingenio, Sorribas, con semblante enigmático, me llevó a un lugar discreto y me preguntó:

—¿Tú sabes algo de lo que está ocurriendo allí?

—¿Qué ocurre?

—Me he encontrado en el interior del local con cerca de doscientas personas que están celebrando una asamblea clandestina.

—¿Pero cómo han conseguido entrar?

—Alguno de nosotros les ha proporcionado una copia de la llave, pero no han querido decirme quién. Mi entrada en el piso ha desencadenado un pánico general al tomarme a mí por la bofia.

Me parecía increíble que en plena dictadura un guerrero de nuestra compañía pudiera hacer una cosa así sin consultármelo antes a mí, que, a fin de cuentas, era el responsable del local, por ser titular del contrato de arrendamiento.

Un hecho de esta naturaleza solo podía tener como autor a un agente del KGB en persona o a alguno de sus esbirros morales destinados a nuestro batallón. A pesar de las sospechas, los reuní a todos y pregunté quién había proporcionado la llave para la invasión subversiva de nuestro local.

El
Che
Rañé no tuvo más remedio que reconocer su intervención en la felonía, y cuando le pregunté por qué no me había pedido autorización o, por lo menos, informado al resto de la gente de una acción de esta naturaleza que afectaba a todos, el conspicuo adalid de la solidaridad me respondió escuetamente:

—Es que no lo hubieras permitido.

—O sea, que yo llego esta noche a casa y me encuentro con unos policías que me meten a empujones en un furgón. Me desembarcan en las mazmorras de jefatura, donde unos «maderos» con cara de malas pulgas empiezan por preguntarme qué hacían doscientos activistas pernoctando en mi propio local. Yo me río campechanamente de la fantasía de los polis, pongo cara de gilipollas y aquí cae la primera tanda de hostias. Sigo sin saber de qué me hablan y el diluvio de mamporros me deja hecho un
eccehomo
. Los obtusos funcionarios continúan atribuyendo a heroica terquedad lo que no es más que aturdimiento y pánico, por lo que recurren a métodos infalibles, y empiezo a experimentar en mis atributos reproductores el mismo voltaje que el aspirador a toda marcha. En plena desesperación, y gimiendo como un gallina, les digo que quizá era una fiesta de cumpleaños; pero en ese estado puedo acabar fallecido, porque no tengo ni la posibilidad de delatar, pues sigo sin saber a qué se refieren. No me queda ni el mérito de haber colaborado conscientemente con la revolución proletaria para sumar puntos en el mañana. En definitiva, no puedo ser ni bizarro ni traidor; solo un pobre imbécil. Naturalmente, a ti no te hubiera pasado nada; al contrario, habrías salido del asunto como el héroe que se arriesga proporcionando cobijo al temerario grupo clandestino. Pero, claro, no en tu propia casa.

El
Che
Rañé ponía ya entonces la cara abobada de bendito con la que se ha venido ganando la vida después, y no decía nada. Aunque, en el fondo, le importaba muy poco el riesgo que pudiera correr un servidor, ni la descripción del hipotético martirio, porque ya me tenía identificado como un reaccionario. Encima, yo representaba la autoridad, y por muy dialogante que fuera, había que destruir cualquier residuo de mando bajo la mística gregaria. La canallada, pues, estaba más que justificada.

Ciertamente, no era mi época; el ridículo complejo de no ser confundido por un tipo autoritario reprimía los intensos deseos de liberarme de esa temeraria casta de filántropos. A la larga lo pagaría caro, pues sembraron el germen del descontento. Las desavenencias internas no tardarían en aflorar, creando el clima más propicio para iniciar el asalto final al Palacio de Invierno, o sea, a la propiedad de la compañía.

La nueva estirpe de buenos, que tanto ha proliferado, lleva siempre la máscara beatífica que justifica su exención ante las injusticias del entorno. No se sienten corresponsables de ningún entuerto social. En cambio, te miran inquiriendo tu posición en el
ranking
de la solidaridad y condenan cualquier escepticismo que ponga en duda sus dogmas. El Evangelio y los católicos castizos los llama «sepulcros blanqueados». En aquel tiempo, esos adalides de la exhibición altruista confieso que conseguían intimidarme, pues me tenía por un considerable pecador con veleidades burguesas. Hoy, los mando
ipso facto
a la mierda, sin más. Envejecer tiene algunas ventajas colaterales.

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