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Authors: Albert Boadella

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Adiós Cataluña (3 page)

En el teatro de operaciones de Olot habíamos realizado unas demostraciones prácticas de nuestros efectivos mímico-militares; como de costumbre, a base de expresar colores en libertad y un sinfín de mariposas y otros insectos pululando por el escenario bélico para acabar siendo cazados por Mec y su tropa. Como era de esperar, el enemigo no dio señales de vida y quienes sí asistieron a las maniobras fueron un puñado de correligionarios que a juzgar por la sonrisita diferencial —típico rictus labial catalán que se hace mientras se aprieta el culo— parecían estar todos en el ajo de la guerra sin cuartel que se venía organizando en la patria bajo el manto clerical.

Es muy posible que buena parte de aquellos secuaces colaborasen con la rebelión, a base de sonetos inescrutables, temerarios garabatos vanguardistas, cursos prematrimoniales en Montserrat o simples reuniones clandestinas para determinar día, hora y lugar de la próxima reunión.

Una vez llegados a la inmortal Gerona, y dando por sentada la asistencia de su tropa al sacrificio sagrado, el general encabezó la compañía hacia un templo donde, al parecer, había un cura castrense del batallón «Concilio Vaticano II» que oficiaba en catalán la misa vespertina. Con la excusa de un atajo en el camino, los escasos confabulados en el motín tomamos una dirección opuesta y salimos zumbando en dirección a la gran catedral gerundense, aunque tampoco con el propósito de escapar del fuego para caer en las brasas, sino buscando el auténtico objetivo de la deserción que era un establecimiento muy cercano a la basílica. Se trataba del Arc, un exquisito café al pie de la escalinata, cuya colección de güisqui se consideraba la más exhaustiva del país.

Nuestra condición de sediciosos y el alcohol animaban la conjura, aunque los escasos medios pecuniarios de que disponíamos no daban para catas de güisqui y tuvimos que conformarnos con una buena remesa de cubalibres.

De aquel reducido grupo, donde estaban Marta Català, Esperanza Fonta, Jaume Sorribas, Enric Roig y Enric Vidal, surgiría posteriormente el golpe de Estado que, encabezado por un servidor, originaría el despliegue de la compañía por toda España y algunos países europeos. Pero esto es otra guerra.

Pasadas un par de horas conspirando y algunas demostraciones de delirio etílico en las escaleras de la catedral, volvimos al autocar entre risas y cantos, como legionarios regresando al cuartel después del permiso dominical. Allí nos esperaba el general Font, con un cabreo tal que había malogrado ya el estado de gracia conferido por la eucaristía. El resto de la milicia se mostraba también explícitamente mosqueada por el escaqueo, y la pelirroja Gloria Rognoni, que era una meapilas de mucho cuidado, nos largó unos cuantos improperios por nuestra falta de solidaridad con el pelotón. Pero como los tiempos cambian, y nosotros con ellos, aquella pelirroja se mutaría en atea militante, el moralista general Font canjeó mujer y retoños por una jovencita y un servidor ha venido traicionando reiteradamente el artículo del código de 1961 referente a «... Los derechos cívicos y nacionales».

En este sentido, me ha considerado traidor a todas las esencias un buen número de adeptos de los que vitoreaban entonces nuestras hazañas y también —¿qué le vamos a hacer?— algunos cofrades de milicia. Traición a los objetivos militares, connivencia con el enemigo (me refiero al español), destrucción del mito colectivo-asambleario y deslealtad a la pantomima por adulterio con el teatro literario. Obviamente, es una cruz con la que debo cargar, ya que solo un estrepitoso fracaso en mi vida personal y artística me hubiera librado de tales acusaciones.

Transcurridos más de cuarenta años desde aquellos primitivos episodios, es asombroso constatar cómo semejante ejercicio de mentecatez y simpleza de mollera pudo desembocar en una de las experiencias escénicas más relevantes de las últimas décadas. A esa estimulante aventura se le ha seguido denominando igualmente Els Joglars. No obstante, hasta conseguir mi actual liberación de los lastres étnicos y de un puñado de parásitos que (bajo pretextos asamblearios) pretendían vivir al cobijo de mi buena estrella, tuve que pasar por muchas otras peripecias bélicas.

Lamentablemente, tardé demasiado tiempo en acumular seguridad y resolución suficientes para impulsarme a la deserción definitiva de todas las engañifas generacionales. Esta lentitud en reaccionar sería causa de muchos combates que hubiera podido destinar a objetivos bastante más eficaces.

AMOR II

No sé los años que tendría. Siete u ocho como máximo. Mis embestidas a la almohada se parecían a los ataques dislocados de un novillo en celo contra una encina. Eran las primeras voces de otro amor que nada tenía que ver con la querencia del terruño tribal o la cálida protección del claustro familiar, que a fin de cuentas viene a ser lo mismo. En aquellos primeros ardores instintivos la razón humana de la embestida era siempre la figura femenina idealizada en una almohada. Una figura de talla algo inferior a la mía, a cuya efigie atribuía un compendio de virtudes mentales y físicas del sexo opuesto. Curiosamente, no eran niñas de mi edad las idealizadas en la masa blanda, sino que las acometidas apuntaban a mujeres muy hechas. Lo digo en plural, no por inclinación poligámica, pues yo era fiel a una sola doncella; pero seleccionaba y combinaba fragmentos de cada una para construir en mi imaginación una dama-almohada ejemplar.

Con un peinado de aquí, unas piernas de allá, cadera, pechos, ojos y cintura de distintos cánones, dibujaba mentalmente una fémina ideal que yo amaba noche tras noche entre sábanas. Mi amor era de naturaleza protectora, pues me la imaginaba más bien delicada, y su cuerpo desaparecía apretujado en mis brazos acogedores. Pero también surgían arrebatos furiosos que transformaban la dulce almohada en una doncella rendida y subyugada por mi neófita pasión.

No hay que subestimar la fuerza de semejantes arrebatos infantiles. La capacidad de fabulación, junto al totalitarismo mental de la niñez, convierten estas primitivas peripecias en algo muy profundo y a menudo determinante en las pautas de conducta que guiarán las futuras aventuras sentimentales. La dedicación absoluta a una sola mujer, la complacencia del instinto protector y la insignificancia de todo lo que no sea pasión amorosa son sentimientos que con toda certeza nacieron en mis primeros juegos nocturnos, contribuyendo con ello a la configuración de una escala de valores muy precisa en la búsqueda del otro sexo.

Al rememorar este episodio infantil no pretendo relatar nada especialmente original. Cualquier persona tiene recuerdos similares de sus inicios por la vida erótica. Está comprobado que los impulsos esenciales del
Homo sapiens
se despiertan en esas edades de manera encubierta, y consiguientemente bajo formas harto extravagantes. En mi caso, la única singularidad del asunto radicaba en que la figura sublimada iba quedando de tal modo estampada en mi mente, con tanta precisión, que su búsqueda ocupó una parte sustancial de mi juventud.

Puedo aún evocar un recuerdo minucioso de la primera compañera de cama: morena, manos largas y finas, ojos negros dulces, expresión serena algo distante, más bien delgada, hombros reducidos, cintura fina, ancas generosas pero sin glúteos sobresalientes, pecho moderado, axilas y otras intimidades pobladas de vello negro, piel suave de perfume inexplicable, elegante más que llamativa, apenas gallarda, aire sereno... Por la cantidad de tiempo que permaneció enquistada la obsesión, debió de parecerme imposible que no existiera un ser que yo tenía tan meticulosamente definido y con quien había intimado de forma efusiva durante innumerables veladas.

Entre algunas semejanzas vislumbradas, recuerdo una elegante señorita de reciente aparición en la pantalla, llamada Audrey Hepburn, que podía corresponder en parte a mi retrato idílico; pero ya se da por supuesto que a pesar de los delirios de la niñez y la ambición sin límites que anida en los chavales pobres tenía perfectamente asumida la imposibilidad de materializar mi empeño. Además, hay señoras que a causa precisamente de su enorme belleza resultan impracticables.

A pesar de eso, un misterioso impulso me llevaba a buscar aproximaciones por todas partes, sin conseguir localizar a la bella durmiente. Si en alguna ocasión daba con una fisonomía cercana a la imagen de mis sueños, se trataba de alguna señora que me triplicaba los años. En las mocosas de mi edad, naturalmente, no apreciaba los detalles formales de la escultura idealizada. Nada hacía prever que tardaría cerca de veinticinco años en encontrarla, y aunque las urgencias amatorias me llevaron de forma transitoria a conformarme con algo muy distinto del modelo original, me mantuve siempre fiel a la imagen de referencia.

Como no podía ser de otra manera, la realidad feroz e inmediata del instinto reproductor se impuso por su fuerza persistente. No había motivo para perseverar más en las incertidumbres de la fantasía, porque mis primeros envites adolescentes no me dejaban captar la trascendencia de la química en estos asuntos. La inexperiencia juvenil me incapacitaba para entender que las fabulaciones con la almohada no fueron simples escaramuzas eróticas, sino que expresaban una necesidad de acoplamiento muy definido, lo cual reducía al mínimo los ejemplares del otro sexo con posibilidades de armonía mutua.

Contemplado a distancia, estaba cantado que la urgencia, como a tantos otros, me lanzaría al error, aunque en mi caso con menor excusa, porque la mujer imaginada existía realmente; prueba de ello es que al final la encontré. Un atenuante de mi precipitación podría ser que entonces nada me advertía de mi capacidad de materializar los sueños. Tal como ya lo he manifestado, no tengo por qué ocultar que una buena proporción de quimeras me han sido concedidas.

Digo conceder porque no creo en el azar ante un cosmos desconocido pero de consistencia tan organizada y matemática. Como contrapartida de esa chamba personal, me asalta uno de los mayores problemas metafísicos que tengo planteados en el crepúsculo de mi vida, y es que todavía no he conseguido averiguar a quién debo agradecérselo. Por si acaso, cada noche rezo un padrenuestro, y si el Ente no es el indicado, remítase a quien corresponda.

En temas de amor y otras liviandades saludables, pasados los años, la mayoría de mis compañeros de adolescencia desahogaban los ardores amatorios con servicios de pago al contado. En aquella época esta clase de alivios iba envuelto en una aureola de clandestinidad; así el acto ofrecía un valor añadido a la maniobra de apaciguar el ardor juvenil. El contexto moral y político aumentaba el morbo, ya que cualquier actividad que desprendiera una sensación furtiva o algo ilícita gozaba
a priori
de una enorme atracción.

A pesar del apremio, nunca llegué a utilizar comodines de pago, porque en el fondo me costaba hacerme a la idea de no ser el primero en celebrar un cuerpo femenino. Cuando imaginaba de forma gráfica la cantidad de individuos que pasaban por encima y por debajo de una profesional, experimentaba en mis adentros cierta repugnancia. Siempre me ha resultado difícil comprender cómo los hombres hacían cola esperando turno para una misma mujer. La sola idea de compartir el olor u otras humanidades más íntimas del macho antagonista me produce náuseas. Soy totalmente refractario al contacto físico con varones, y en la actualidad hasta me cuesta soportar esa infausta costumbre del beso masculino.

No voy a negar haber recorrido más de una vez las principales calles donde se exhibía el muestrario más variopinto de señoritas. Mis ojos escudriñaban con minuciosidad la exhibición de chicha sin ningún interés aparente por la mercancía, pero la verdad es que aquella obscena ostentación desencadenaba en mí sensaciones contradictorias de fascinación y grima al mismo tiempo. Me he preguntado muchas veces: ¿Cómo hubiera reaccionado ante la aparición de la anhelada dama-almohada en aquel enjambre licencioso y solo por doscientas pesetas?

Antes de dar con ella, fui atraído por su imagen opositora. Menuda, gallarda, extrovertida, de formas rollizas y hombros anchos, mujer arrojada donde las haya. Me amó y le correspondí en igual proporción. Tuvimos un hijo formidable que hoy es un excelente violonchelista. Nos fuimos fieles todo el tiempo que estuvimos juntos. Cuando nos separamos, lo hicimos a la antigua, o sea, sin «buen rollo». Habían pasado veinticinco años desde las fantasías y ensueños nocturnos. A pesar del tiempo transcurrido y de un amor desmantelado, persistían las reminiscencias de aquella primera efigie. La certidumbre del encuentro predestinado continuaba indemne, ya que nunca llegué a perder del todo la confianza en que la mejor de las fantasías es la realidad.

GUERRA II

Sin dejar todavía el relato de las primeras escaramuzas junto a los pretendidos libertadores de la tribu, debo admitir que las circunstancias me proporcionaron sobradas ocasiones para constatar la verdad inexorable y abandonar mi dilatada trastienda. Este fue el caso de las batallas mímico-musicales que emprendió la cruzada cultural, cuya visión de su tramoya interna tenía que haber sido motivo suficiente para forzar mi definitiva apostasía del culto vernáculo. En todo caso, seguía prevaleciendo una obstinada inclinación por cerrar los ojos a la realidad manifiesta a fin de no herir un mito que parecía más sagrado.

El general Font, con su propensión para arrimarse al sol que más calentaba en aquellas coyunturas, nos enroló en unas pretendidas gestas, en las que intervenían los más aguerridos luchadores líricos del momento. Yo seguía disciplinadamente la compañía, esperando la oportunidad para proclamar pronto un alzamiento que acabara con el contubernio de lo cursi.

Los heroicos actos patrios en que debíamos participar esta vez se anunciaban con espectaculares carteles: Raimon, Pi de la Serra, Lluís Llach, Enric Barbat, Rafael Subirachs, María del Mar Bonet y Els Joglars.

El mismo anuncio de combatientes se repetía en todas las plazas a conquistar, aunque alternando los cantautores con otros, centenares o miles, que decían pertenecer entonces al ejército de la
Nova Cançó
[Nueva Canción]. Naturalmente, en tales incursiones nosotros alternábamos también con nuestro armamento de simbolismos mímicos, caza de coleópteros, meneo de colores y otras metáforas más o menos crípticas.

En esta nueva «línea Maginot» del arte comprometido, la planificación militar llevaba como misión primordial la difusión de himnos patrióticos e incitaciones a la rebelión en catalán. Pero como el enemigo era muy quisquilloso, había que desistir de todo efectivo no homologado por los Gobiernos Civiles, y momentáneamente el arsenal rebelde se quedaba reducido a simples letras poético-cifradas y cantadas en lengua vernácula. Nuestra compañía ayudaba en las labores de camuflaje cubriendo la retaguardia y creando así un margen de confianza en el bando contrario mediante la mímica poética del silencio. Como en el escenario bélico no decíamos ni mu, no parecía que incitásemos a peligro alguno. Se intentaba dar al asunto una apariencia de inocente
variété
, como maniobra de distracción frente a un adversario al que suponíamos menguado de mollera.

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