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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acorralado (29 page)

—Sí, vamos adentro rápido, por favor.

Tenía que sacarla de la vista antes de que llegasen las brujas.

—Está abierto. Pasa tu culo para adentro. —Me apresuré al interior y le pedí que por favor se diera prisa.

Corrí directo al baño y agarré una toalla que colgaba de la mampara para enroscármela en las caderas.

—Oye, ¿por qué has escondido la colita? —se burló de mí la viuda cuando salí—. Pensaba que ibas a darme algún motivo por el que confesarme el domingo.

—Tenemos que cerrar toda la casa —le expliqué—. Estamos en peligro. Unas brujas vienen hacia aquí. ¿Tiene una cadena para colgarse esto al cuello?

Le enseñé el amuleto. La viuda había vivido los conflictos de Irlanda. Por mi tono, supo que no era el momento de hacer preguntas.

—Sí, en mi dormitorio tengo algunas cadenas de oro —contestó, sin rastro ya de la sonrisa burlona.

—Coja una rápido y después reúnase conmigo en el baño. Debe mantenerse lejos de las ventanas hasta que le ponga esto.

—Bien. Pero me debes una explicación —repuso, caminando tan rápido como podía hacia su habitación.

Yo di una vuelta corriendo por toda la casa, que estaba llena de encajes y muebles de roble con cojines que parecían a punto de estallar, para asegurarme de que todas las puertas estaban cerradas con llave. Rápidamente, hice un amarre entre el metal de las cerraduras y los largueros de la puerta, de forma que se convertían en una única pieza de metal sólido. Ni siquiera con un hechizo de abertura las brujas podrían moverlas. De todos modos, como la casa de la viuda no estaba protegida con conjuros, las puertas no lograrían más que retrasarlas un momento. Podrían entrar por las ventanas si tenían tanto afán como suponía en llegar hasta nosotros.

La viuda estaba en el baño, esperándome con una cadena de oro. Cerré la puerta con el pestillo y le empecé a explicar lo que estaba ocurriendo, mientras pasaba el colgante por la cadena y se lo colgaba al cuello. Los golpes en la puerta delantera empezaron en el mismo momento que me puse a hablar.

—Ahí fuera hay dos brujas alemanas que nos quieren ver muertos. Sin esta protección, pueden matarla con sólo pronunciar una palabra. Es un talismán y le dará un golpe en el pecho si lanzan el hechizo contra usted, pero no se lo quite, porque eso significa que funciona, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, pero ¿por qué quieren matarnos?

—El resumen es que una de ellas va de cabeza. Después se lo explico en más detalle.

Los grandes cristales de los ventanales de la fachada no se hacen añicos a la primera, como sucede con los cristales de azúcar que salen en las películas. Resisten un impacto o dos con un sonido sordo, y a veces se agrietan, antes de hacerse pedazos. Después del primer impacto, los gatos aullaron y salieron disparados a algún sitio en el que esconderse. Por el ruido, parecía que las brujas estaban utilizando las sillas de jardín para estamparlas contra los cristales. Aislé eso en un compartimento de mi cabeza y me concentré en activar el talismán de la viuda. Incluso cuando el cristal se resquebrajó y las oí maldecir en alemán mientras trepaban al salón, seguí concentrado en mi tarea. Terminé justo cuando empezaron a sacudir la puerta del baño.

—Sie sind hier drinnen! —
gritó una a la otra.

—Métase en la bañera y cierre la mampara —susurré a la viuda—. Yo me ocupo de esto.

Empezaron a patear la puerta, que no resistiría tal castigo por mucho tiempo. Esos cerrojos que ponen en los baños de las casas son para evitar que entre algún miembro de tu familia mientras estás haciendo ejercicio con el colon, pero no están diseñados para resistir contra unas
Hexen
asesinas. Si esperaba a que lo rompieran y entrasen, perdería la iniciativa y les daría la posibilidad de atacar a la viuda. Así que no esperé.

Concentrándome en el mecanismo del cerrojo, que ya empezaba a doblarse después de dos patadas, empecé a murmurar un hechizo de desamarre en el metal, mientras esperaba la patada número tres. Cuando se produjo la patada —que, de todas formas, casi arranca el cerrojo por sí sola—, terminé el hechizo de desamarre y dejé que el metal forzado se relajara. Entonces abrí de golpe —con el acero desmenuzándose en migas como si fuera una magdalena del día anterior— y sorprendí a la bruja sin equilibrio, sobre los tacones. Era la castaña. Le estampé el puño en las sorprendidas napias y se pegó un buen golpe con la cabeza contra la pared del pasillo. Un segundo después le fallaron las rodillas y cayó al suelo. La rubia, que estaba a mi derecha, al otro lado de la puerta, me gritó «
Gewebetod!
» y al instante el amuleto me empujó otra vez dentro del baño. Se me soltó la toalla y decidí hacer de eso una ventaja, mientras la rubia animaba a la otra a que se levantase y luchara. Me fijé en que no venía a por mí, sino que se limitaba a chillar a su compañera que dejase de hacer el tonto.

Estiré la toalla entre las dos manos y la retorcí tal cómo hacen en los vestuarios, hasta que quedó enrollada muy fuerte, a lo largo.

—Bonito culo —dijo la viuda bajito cuando me acercaba a la puerta, y casi me echo a reír.

Pero la rubia había conseguido cierta ventaja sobre mí al otro lado de la puerta y tenía que quitársela. Reírse no sería muy prudente, porque le advertiría de que me estaba acercando.

La castaña ni siquiera miraba hacia la puerta. Tenía puesta su atención en arrastrarse otra vez hasta el salón, y vi que tendía una mano hacia la otra bruja, que quedaba fuera de mi vista, para que le ayudara. Su mirada me permitió saber el sitio preciso en el que estaba su compañera. Bingo.

Me abalancé hacia delante, con el brazo derecho extendido, y agité la toalla a la altura de la cabeza. Oí con satisfacción que daba contra algo y a ese sonido le siguió justo después un aullido de dolor de la rubia. Douglas Adams tenía razón: en todo el universo no hay nada tan útil como una toalla.

Dejé caer la toalla y entré en el pasillo dando una voltereta, pero descubrí que las dos brujas se habían retirado al salón para reagruparse. La rubia se tapaba el ojo derecho con la mano y parecía que la castaña se había quedado bloqueada por toda la sangre que le caía por la cara.


Vielleicht sollten wir ihn später erledigen
—dijo la castaña. «Quizá deberíamos terminar con él más tarde.»


Nein!
—se negó la rubia, yendo a la cocina—.
Er ist allein und unbewaffnet. Wir machen es jetzt.

«Está solo y desarmado. Lo hacemos ahora.» Pues claro que estaba solo. ¿Pensaba que tenía una pandilla o algo así? Pero también era cierto que estaba desarmado y ella estaba yendo a por los cuchillos de cocina. No tenía que haber tirado la toalla. Estaba barajando la idea de volver a por ella, cuando el rechinar de unas ruedas en el exterior de la casa llamó la atención de todos. Se apagó el motor de un BMW Z4 descapotable azul y de él salió de un salto Hal, con los orificios nasales abiertos por el olor a sangre que había en el ambiente.


Er iste in Wolf! Das ändert die Sache
—dijo la castaña. «¡Es un lobo! Eso cambia las cosas.»

Y tanto que cambia las cosas, bruja.

Capítulo 19

Meter a un hombre lobo en una pelea de brujas es como meter un tanque en un nido de serpientes. Las serpientes pueden tener colmillos, pero el tanque no va a sentir los mordiscos. Del mismo modo, las brujas podían conjurar un hechizo tras otro contra Hal, que lo único que él iba a decir sería «parad, que me hacéis cosquillas», justo antes de arrancarles el cuello. Las
Hexen
entendieron que sus posibilidades de supervivencia habían bajado en picado con la llegada de Hal y no perdieron el tiempo en planear una retirada estratégica. Tuve que agacharme y esquivar un par de cuchillos lanzados con prisas, y eso me impidió frenarlas en su afán por alcanzar la salida. Hal tensó los músculos y enseñó los colmillos cuando las brujas salieron disparadas por la ventana y cruzaron el jardín a la carrera para llegar a la calle, pero no hizo amago de perseguirlas; se quedó vigilando sin más a las dos figuras que se alejaban.

Yo empecé a ir detrás de ellas, pero recordé mi escasez total de prendas de vestir justo cuando iba a saltar por la ventana. Lo más probable es que la mayoría de los testigos malinterpretara que un hombre desnudo persiguiera a dos mujeres voluptuosas por toda la calle.

—Joder —dije entre dientes. Después alcé la voz furioso—: ¡Maldita sea en setenta lenguas muertas, Hal! ¿Por qué no las detuviste?

Frunció el ceño, pero me respondió con calma, sin dejar de vigilar la retirada de las brujas.

—Órdenes del alfa, Atticus. Ya sabes que no puedo meterme en tus peleas.

Fue despacio hacia el porche, sin apartar la vista de las brujas hasta que se metieron en un Camaro y desaparecieron con un chirrido por University Drive. Entonces se volvió para mirar a través de la ventana rota y se acercó.

—Por los grandes dioses de las terribles tinieblas —dijo, con los brazos en jarras—, ¿por qué demonios estás desnudo en casa de la viuda?

—¿Qué? Oh, mierda.

—Y tienes una nueva colección de arañazos y magulladuras por todo el cuerpo. Si vuelves a decirme que son consecuencia del sexo salvaje, te tumbo.

—Espera, Hal, déjame que te lo explique…

—Te he estado llamando al móvil sin parar y ahora ya me imagino por qué no contestabas.

—No, no es eso. No lo entiendes.

La viuda eligió ese momento para aparecer por el pasillo, el que llevaba a su dormitorio, y comentó en voz alta y con cara sonriente y un poco sonrojada:

—Oye, ha sido bastante divertido, ¿verdad, muchacho?

Me pegó una palmada audaz en el trasero y se rió socarrona.

—Ahg, estás enfermo —soltó Hal.

—Hal, por favor.

—Si esto es lo que le gusta a un hombre cuando llega a tu edad, espero morir antes de ser tan viejo.

—¡Maldita sea, vine volando en forma de búho y, justo después, nos atacaron esas brujas! ¡Eso es todo! Señora MacDonagh, ¡dígaselo!

—De acuerdo, eso es lo que ha pasado. Pero ¿por qué se pone así? En cualquier caso, ¿quién es?

—Es mi abogado —le expliqué, y entonces se me ocurrió que parecía que tenía muchísima prisa por encontrarme—. ¿Qué haces aquí, Hal?

—Pues al final tuve que llamar a Granuaile al móvil para descubrir dónde estabas, ya que tú no respondías al móvil ni al teléfono de casa. Ella tiene tu coartada, no te preocupes.

—¿Mi coartada para qué?

Dejó escapar un suspiro profundo y sacudió la cabeza.

—Dime que por lo menos has oído las sirenas por el barrio.

—Sí, ¿por qué?

—Bueno, los coches que hacían sonar todas esas sirenas ahora mismo están aparcados a dos manzanas de aquí, delante de tu tienda. Tu empleado yace muerto en la acera.

Tanto la viuda como yo dimos un grito ahogado.

—¿Cuál? —pregunté—. Ahora tengo dos, aparte de Granuaile.

—Un chico —murmuró Hal—. No cogí su nombre. Un cliente llamó al 911.

—¿Perry? —dije—. ¿Perry ha muerto?

—A no ser que tengas otro chico empleado, tiene que ser Perry.

—Por los dioses de las tinieblas —dije en voz baja, uniendo todas las piezas de la cadena de acontecimientos que se habían ido sucediendo—. Debe de haberlo matado la castaña mientras la rubia me atacaba en casa. Un golpe coordinado. Y después se unió a la rubia aquí en Roosevelt porque aquí tenían el coche en el que huirían… Manannan Mac Lir me toma por tonto.

—Seguro que puedo seguirles el rastro, si quieres. No pueden estar muy lejos —se ofreció Hal—. No puedo luchar, pero te puedo llevar hasta ellas.

—No, no, ya las tengo. —Hice un gesto con la mano para que se quedara tranquilo—. Tengo un mechón de pelo de la rubia. Ahora ya no tiene escapatoria, y la castaña estará con ella, y todas las demás también.

—¿Las demás qué?

—Ahora te lo explico. Pero déjame que antes vaya a por una toalla.

La viuda se ofreció a hacernos unos sándwiches, a pesar de que no era más que media mañana. También quiso darnos un whisky, pero le dijimos que un té sería perfecto, ya que era evidente que quería prepararnos cualquier cosa. Ella se fue a ocuparse de los tés en la cocina, mientras Hal y yo nos sentábamos en el salón para ponernos al día. Yo sabía que la muerte de Perry me afectaría más después de un tiempo; en ese momento, tenía que concentrarme en cómo conseguir que nadie más resultara herido por mi culpa.

—Tengo que terminar con todo esto esta misma noche —dije, después de relatar lo que había pasado por la mañana—. Ya han matado a Perry y trataron de alcanzar a Granuaile y a la viuda… Mierda. No puedo dejar que sigan intentando terminar conmigo y con todos mis amigos. Ya me acosaron en el pasado, Hal; me crucé con ellas hace décadas. Hay que acabar con ellas. Se lo merecen, créeme.

—Te creo. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Tres cosas —respondí, marcándolas con tres dedos—. Primero, necesito que alguien cuide de la viuda hasta que todo esto haya acabado. ¿Crees que la manada podría echarle un ojo, ya que ella está al tanto de quiénes sois?

Hal hizo una mueca.

—A Gunnar no va a gustarle, pero yo mismo la vigilaré si es necesario —contestó.

—Eso es complicado, porque a ti te necesito para la segunda cosa. Leif me dijo que el tratado de no agresión con las Hermanas de las Tres Auroras ya está listo. ¿Podrías cerrarlo ahora conmigo? ¿Ser el testigo de la firma?

—Bueno, dentro de un rato, por la tarde, seguro. Tengo que estar en el tribunal a la una para una vista con otro cliente. Y en ese tiempo tú deberías prestar declaración a la policía, porque puedes estar seguro de que querrán hablar contigo sobre lo de Perry.

—Sí, sí, tienes razón. Vale, entonces lo haremos después. La tercera cosa es que me consigas una coartada mejor para esta noche que pasar el rato a solas con Granuaile. Creo que he estado apoyándome demasiado en ella y cuando empiece toda esta mierda por la noche, quiero tener algo irrefutable.

Hal asintió.

—De acuerdo. Mandaré a un par de personas de confianza para que pasen el rato con ella en tu casa. Montarán algo así como un festival de
El Señor de los Anillos
y, si hace falta, testificarán que tú te encargaste de hacer las palomitas.

—Joder, es buena idea. Me apetecería mucho más hacer eso que lo que tengo que hacer.

Hal hizo un par de llamadas y arregló las cosas para que un lobo entretuviera a la viuda lo que quedaba de día y otros tres se reunieran con Granuaile en mi casa más tarde, por la tarde.

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