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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acorralado (13 page)

—¿De verdad es importante que intervenga esta noche? —No sabía nada de Laksha y tal vez no encontrara ningún medio de lograr nuestro objetivo—. En realidad, ¿qué daño puede hacer una noche de auténtica bacanal en Scottsdale?

—Señor O’Sullivan. Las bacanales propagarían la enfermedad. Ésta echaría a perder matrimonios y otro tipo de relaciones, provocaría una angustia emocional indescriptible y un grave revés económico a causa de los divorcios. Alienta un estilo de vida de comportamiento inmoral e imprudente y es habitual que, poco tiempo después, los participantes acaben convirtiéndose en criminales.

—Suena parecido a un fin de semana en el Phoenix Open.

—Estoy hablando en serio. Algunas personas mueren por el esfuerzo y es evidente que eso es algo que no podemos permitir. Además, el número de bacantes aumentará de forma importante si no les ponemos freno y usted tendrá un problema mayor cuanto más espere.

—A ver, deme un segundo. Antes dijo que esas bacantes llevan años viviendo en Las Vegas.

—Cierto.

—Bueno, y entonces ¿por qué Las Vegas no está sumida en el caos? Vaya.

—¿Sí?

—Creo que esa pregunta se responde sola. Perdone.

—Perdonado. Van a estar en una discoteca que se llama Satyrn, en Scottsdale Road. Es bastante exclusiva. Tendrá que esforzarse para no tener un aspecto tan desaliñado.

Me estaba provocando, pero yo no iba a caer.

—¿Podría repetirme la palabra «desaliñado», por favor?

—Desaliñado. ¿Por qué?

—Estoy intentando aprender su acento.

Su voz se volvió gélida y su acento se hizo más marcado.

—Estoy segura de que tiene cosas más importantes que hacer, al igual que yo. Buenos días.

Sonreí al colgar. Era muy graciosa cuando se cabreaba.

La verdad es que ir al trabajo en bici me costó bastante, ya que me sentía agotado después de haber utilizado el fuego frío. Tendría que pasar la noche recuperándome en el jardín para recargar mis células extenuadas.

La viuda me saludó con la mano cuando pasé despacio por delante de su casa.

—¿Al final viste a María? —me gritó.

—¡Ya lo creo! —Le hice un gesto con el pulgar hacia arriba—. Después del trabajo vendré a sentarme con usted y se lo cuento todo.

—Ah, ¡fantástico!

La parte de librería de El Tercer Ojo, donde vendo libros y hierbas, ya no me exigía demasiada atención. Con el control de inventario automático, el ordenador encarga otro ejemplar por mí cada vez que se vende algo. Perry Thomas, mi empleado desde hacía más de dos años y el gótico más alegre que jamás haya conocido, casi podría llevarme todo el negocio. Siempre estaba reponiendo los libros de Karen Armstrong, porque solían venderse bastante bien, además de los libros sobre Wicca y los manuales sobre taoísmo y budismo zen.

De lo que no podría ocuparse Perry es de la herboristería, salvo en el nivel más básico: si señalo una de las bolsitas que ya he preparado antes con la mezcla adecuada de hierbas y le digo «añade agua caliente», ya domina el tema y sirve muy contento las infusiones a mis clientes artríticos que vienen todos los días a meterse un chute de Mueve-Té. Pero no es capaz de mezclar las hierbas él solo, ni de distinguir si nos queda poco de una hierba o tenemos demasiado de otra y, sencillamente, tiene prohibido vender grandes cantidades de hierbas porque es incapaz de advertir a los clientes de cuáles son las propiedades peligrosas de cada una de ellas.

Me saludó con un gesto y un «Ese Atticus» cuando las campanitas de encima de la puerta anunciaron mi llegada. Estaba reponiendo unos libros que predecían el fin del mundo, basándose en lo que dijeron unos místicos mayas con taparrabos hace catorce siglos.

Granuaile estaba sentada detrás del mostrador de la botica, con los auriculares conectados al portátil y practicando latín, tal como le había pedido. Sólo llevaba una semana y ya podía intercambiar algunas frases sencillas conmigo. Ella no había oído la campanilla por culpa de los cascos, pero me vio por el rabillo del ojo un segundo después y me deslumbró con una sonrisa de unos 1,21 gigavatios.

Al instante me puse a pensar en que el banquillo de la temporada anterior de los Diamondback estaba muy mal y más les valía encontrar una solución antes de que empezaran los entrenamientos de primavera. Gracias a Brigid, en esta ocasión Granuaile iba vestida del todo y no parecía darse cuenta de que a veces me volvía loco.

Un par de profesores de la universidad estaban tomándose un té en una de las mesas y hablando de política. Un hombre pequeño y peludo me divirtió un rato con las preguntas que hacía a Perry. Primero quería encontrar algo sobre los dioses primigenios (estaba claro que había leído demasiado Lovecraft); después quería un libro sobre derviches aulladores, que no danzantes; y después preguntó si tendríamos algo en catálogo sobre los misterios de los rosacruces. Perry le enseñó lo que teníamos en cada caso, pero nada pareció gustarle y al final sólo compró incienso de sándalo por valor de un dólar. Así es la vida en el pequeño comercio.

—Sobre las cuatro vienen tres personas para la entrevista —dijo Granuaile, mientras yo empezaba a preparar las bolsitas de las infusiones más populares—. Todos mostraron un entusiasmo excesivo ante la idea de vender libros y hervir agua.

—Es una profesión rodeada de
glamour
, no cabe duda —repuse—. ¿Ya echas de menos el Rúla Búla?

—Un poco —admitió—. No es porque no me mantengas ocupada —hizo un gesto hacia la pantalla del ordenador, que le estaba enseñando a conjugar unos verbos en latín—, es sólo que echo de menos a la gente y el ambiente.

—Yo también. ¿Crees que a ti te dejarían volver y trabajar un día a la semana y a mí me dejarían volver y gastarme allí mi dinero?

Granuaile se encogió de hombros.

—Puedo preguntar.

—Pregunta, por favor.
Oberón
y yo echamos de menos el pescado y las patatas.

Resonaron las campanas de la puerta y entraron en la tienda dos personajes curiosos. Debí de quedarme boquiabierto. A un caballero mayor, alto y larguirucho, de frente ancha y con anteojos redondos, vestido de negro menos por el alzacuello blanco, le seguía un tipo más bajo, más joven y más regordete, ataviado con la vestimenta hasídica tradicional. Perry los saludó con amabilidad y el hombre mayor, sin perder un instante, dijo que querían ver al propietario.

—Ése soy yo —dije—. Buenas tardes, caballeros. ¿Esto es un chiste?

—¿Disculpe? —preguntó muy educado el tipo mayor, con una leve sonrisa en su cara alargada. Hablaba como un mayordomo inglés.

—Ya sabe: un cura alto y un rabino bajo entran en una librería pagana y…

—¿Qué? —Bajó la vista hacia su compañero, como si se diera cuenta por primera vez de que era bastante más bajo que él y del hecho de que pertenecía a una orden religiosa diferente—. Ah, Dios Santo, supongo que debe de resultar divertido.

Pero él no parecía nada divertido.

—¿En qué puedo ayudarles un día como hoy? —quise saber.

—Ah. Sí. Bueno, yo soy el padre Gregory Fletcher y él es el rabino Yosef Zalman Bialik. Albergábamos la esperanza de poder hablar con Atticus O’Sullivan.

—Pues ya pueden dejar de albergarla. —Les sonreí—. Lo tienen delante.

Me entregué al papel de universitario informal. Esos tipos no me daban buena espina y hasta que no supiera qué andaban buscando, no iban a ver más que la fachada que enseñaba al público general. Sus auras eran totalmente humanas, pero en ellas se agitaba el deseo —no el deseo carnal, sino el deseo de poder— y eso no encajaba con unos pacíficos hombres de Dios. Además, el aura del rabino delataba una leve interferencia blanca propia de los que utilizan la magia.

—Oh, perdone. Para ser un hombre de tanto renombre, parece bastante joven.

—No sabía que tuviera renombre entre el clero.

—En algunos… —el sacerdote se interrumpió, buscando la palabra adecuada, y después prosiguió—: … pequeños círculos hemos oído hablar de usted.

—¿En serio? ¿En qué tipo de círculos?

El padre Gregory no hizo caso a mi pregunta y me respondió con otra:

—Me perdonará que le pregunte de forma directa, pero ¿tuvo usted algo que ver con una situación inusual ocurrida en las montañas Superstition hace aproximadamente tres semanas?

Lo miré sin cambiar de cara, después miré al rabino, y solté una mentira enorme.

—No, nunca he estado allí.


On ne govorit pravdu
—dijo el rabino en ruso, hablando por primera vez. «No está diciendo la verdad.»

El padre Gregory le respondió también en un ruso fluido y le dijo a Yosef que se quedara callado y que le dejara encargarse a él. Si creían que no entendía el ruso, no sería yo quien les sacara de su error.

—Oigan, yo soy estadounidense —intervine— y el único idioma que entiendo es el inglés, y tampoco demasiado bien. Cuando parlotean en esa otra cosa, me siento como si hablaran mal de mí.

—Disculpe —contestó el padre Gregory—. ¿Por casualidad no habrá estado en el instituto Skyline esta mañana?

Por poco resoplo al oír esa pregunta. Mi paranoia aumentó hasta nuevos límites y tuve que hacer un esfuerzo para conservar mi máscara de indiferencia. Sabía que se había difundido la noticia de la muerte de Aenghus Óg, pero nadie tenía por qué saber nada del ángel caído excepto Coyote y la Virgen María, y me costaba creer que alguno de los dos se hubiera parado a charlar con esos tipos.

Negué con la cabeza.

—Ni siquiera sé dónde está. Llevo aquí todo el día.

—Entiendo —dijo el padre Gregory, con clara decepción.

Al rabino Yosef le hervía la sangre en silencio y se iba poniendo un poco rojo. Sabía que les estaba soltando un montón de mentiras. El sacerdote decidió cambiar de tema.

—He oído que tiene una buena colección de libros raros. ¿Puedo verla?

—Claro. Están en la pared del fondo, allí. —Señalé unas vitrinas grandes llenas de libros, todas cerradas con llave y sin que pudiera apreciarse ningún tipo de orden concreto.

La venta de libros raros es otra parte del negocio de la que Perry tampoco puede ocuparse, pero se venden tan pocos que nadie se queja si yo no estoy para atenderle. Los libros que yo tengo son muy, muy raros, como obras de las que sólo existen de uno a diez ejemplares, porque son grimorios manuscritos y pergaminos repletos de hechizos y rituales de verdad y fieles a Dagda, sólo aptos para maestros en magia.

También guardo allí muchos secretos históricos, secretos que serían el toque de corneta para Indiana Jones y los de su estilo, como el supuestamente perdido manuscrito de Sotomayor. Me entran sudores sólo de pensar que lo tengo ahí. Pedro de Sotomayor era el amanuense de don García López de Cárdenas, un teniente de Coronado al que concedieron ochenta días para hacer un viaje de dos semanas hasta el Gran Cañón. A García se le conoce por ser el primer europeo en ver el Gran Cañón, pero, según Sotomayor, encontraron un tesoro enorme de oro azteca que los tusayanes (a los que ahora se conoce como la tribu hopi) estaban guardando a sus amigos del Sur, que sufrían el ataque de Cortés. García y sus doce corruptos cogieron el tesoro y lo escondieron. Sotomayor lo apuntó todo, porque su plan era volver y recuperarlo más tarde, sin repartirlo con Coronado. Sin embargo, ninguno de ellos pudo volver al Nuevo Mundo y el manuscrito de Sotomayor «no sobrevivió», así que la historia sólo se conoce de labios de Castañeda —un tipo que no había ido con García y que no tenía ni idea de lo que había pasado en realidad—, que cuenta que no encontraron más que una maravilla geológica después de casi tres meses. El oro todavía está allí, en la reserva hopi, y nadie lo busca. Me gusta saber secretos como ése y admito que a veces, cuando estoy solo en la tienda, me froto las manos con avaricia y me río como un pirata tuerto con un bigote negro, pensando que tengo un auténtico mapa del tesoro guardado en mi vitrina.

El mueble parecía frágil, pero era una pieza hecha a medida: detrás de la chapa de madera había una placa de acero y el cristal era antibalas, estaba sellado al vacío para evitar que el papel y las tapas se deterioraran más y los cerrojos sólo podían abrirse con magia. Alrededor de toda la vitrina había dispuesto mis conjuros protectores más fuertes y, por supuesto, había más conjuros por toda la tienda.

El sacerdote y el rabino se acercaron despacio, con las manos a la espalda, para examinar lo que tenía. Lo más fácil era que se sintieran decepcionados. Los autores de libros de hechizos no tenían la costumbre de adornar el lomo con un título llamativo. Granuaile reclamó mi atención cuando fui a seguirlos, pero levanté un dedo y articulé «luego», para que me leyera los labios.

Perry ya había perdido todo interés y había vuelto a reponer los estantes.

—¿Qué tipo de libros tiene aquí, señor O’Sullivan? —me preguntó el padre Gregory cuando me detuve a su lado, mirando la vitrina.

—Oh, de todo tipo.

—¿Puede darme un ejemplo de lo que podría estar contemplando? —pidió el sacerdote, haciendo un gesto hacia un volumen encuadernado en piel gris de gato.

Era un texto egipcio escrito por adoradores de Bast, que había salvado de Alejandría. Si lo agitaba delante del conservador de un museo, éste perdería al instante el control de sus glándulas salivales.

—La verdad es que en esta sección no está permitido hojear los libros.

—Mi querido joven —el sacerdote se rió con aire paternal—, ¿cómo espera vender algo si no permite que los clientes vean bien su catálogo?

Me encogí de hombros.

—La mayoría no está a la venta. —Subastaba una sola obra puramente histórica por año y eso le daba un balance positivo a El Tercer Ojo, aunque con el resto del negocio perdiera todo el dinero—. Me veo a mí mismo más como un coleccionista.

—Entiendo. ¿Y cómo acabó adquiriendo una colección así?

—La heredé de mi familia —repuse—. Si está buscando un título en concreto, puedo comprobar si lo tengo, o a lo mejor puedo conseguírselo.

El sacerdote miró al rabino y el rabino meneó la cabeza un momento. Vi que estaban preparándose para poner alguna excusa y marcharse, pero yo quería saber un poco más sobre ellos. Me deslicé entre donde estaban y la vitrina, demasiado cerca para que se pudieran sentirse cómodos. Dieron un paso atrás y yo me crucé de brazos.

—¿Por qué han venido aquí hoy, caballeros? —dije, con un tono desafiante. Había dejado a un lado el papel de universitario insulso y los dos se dieron cuenta.

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