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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acorralado (28 page)

Redoblé mis esfuerzos y pensé en recurrir a mi reserva reducida de magia para avanzar más rápido, pero entonces vi a la bruja y comprendí que eso era justo lo que ella quería que hiciese. Corría a propósito por el centro de la carretera, lo que significaba que sabía que yo obtenía mi poder de la tierra. No pasaría cerca del jardín de nadie, pues entonces yo podría absorber fuerza y no cansarme nunca. Si quería atacarla con magia, tendría que separarme de la tierra y arriesgarme a agotar todo mi poder.

Aquello olía a trampa.

Mis opciones eran un tanto limitadas. En el amuleto del oso me quedaba magia suficiente para un hechizo o dos, tres con suerte; había agotado la mayor parte creando el talismán de Granuaile y ligando su vista a la mía.

Llevaba los zapatos puestos, así que no podía absorber el poder sin pararme antes a descalzarme. Tampoco podía transformarme en perro lobo sin haberme desnudado primero, y eso no sólo me retrasaría, sino que me dejaría expuesto en más de un sentido. Se me ocurrió otra posibilidad mientras seguía corriendo detrás de la bruja por la carretera, con zancadas pesadas, aunque esa idea conllevaba el riesgo de descubrir mi verdadera naturaleza y además era algo que nunca antes había intentado. Pensé que, puesto que a la 10 Place no daba ninguna ventana, podía arriesgarme a poner en práctica lo que se me había ocurrido sin que el peligro de que alguien me viera fuera muy grande.

Según mis cálculos, merecía la pena intentarlo. No podía permitir que la bruja se escapara sin haberle devuelto el golpe de alguna forma. Si quería empezar una pelea conmigo, debía saber que tendría que pagar un precio.

Me quité la camiseta sin dejar de correr y la tiré en la calle. Después activé el talismán que uniría mi forma a la de un búho, al tiempo que corría. Se desplegaron unas alas en mis brazos y las piernas se encogieron, pegadas al cuerpo. El pantalón vaquero y las sandalias quedaron tirados algo más adelante que la camiseta. No choqué, ni ardí, ni me vio nadie, ni siquiera la bruja, así que decidí apuntarlo en la lista de buenas ideas.

Aleteé con fuerza para ganar altura y me ladeé en sentido nordeste para cerrar el paso a la bruja, que se dirigía hacia el norte por Roosevelt.

Volví a verla en cuanto dejé atrás el último tejado de la 10 Place, a la carrera por el centro de la calle. Ascendí más para quedar fuera de su visión periférica. Me situé detrás de ella y vi que volvía la vista para comprobar si seguía persiguiéndola a pie. No me vio acercarme desde arriba y caí en picado sobre ella justo cuando llegaba a la altura de la casa de la viuda MacDonagh, que quedaba a la izquierda. No separé los ojos de mi objetivo, así que no sabía si la viuda estaba en el porche o no. La bruja no vio ninguna sombra cuando descendí y para cuando oyó el leve revoloteo que hacía con las alas al frenar, ya era demasiado tarde para agacharse. Le arañé el cuero cabelludo con las garras y me aferré a su cabeza dándole tirones. Me impulsé hacia la derecha, mientras la bruja gritaba e intentaba esquivarme. Salí volando con un mechón de pelo en las garras, más que suficiente para que yo o Malina pudiésemos llevar a cabo alguna maldad.

Pero antes tenía que salir de allí. La bruja supo al instante lo que había pasado: los búhos normales no atacan a alguien que va corriendo para conseguir pelo para su nido. Sabía que era yo y lo que podía hacer con un puñado (o con un «garrado») de su pelo. Se paró y me gritó una maldición en alemán, la cual me golpeó igual que lo había hecho la anterior. El amuleto me golpeó con fuerza el pecho y me lanzó por el aire dando vueltas. Aleteé con movimientos espasmódicos para intentar recuperar el control, pero ya estaba a muy poca altura y vi que me iba a dar un buen porrazo, tan fuerte como para romperme mis delicados huesecillos de ave, si no hacía nada. Sin perder un segundo, me desligué del búho y choqué contra el suelo con un resoplido, en mi forma humana. Rodé, resbalé y me magullé entero al dar contra el asfalto. El pelo de la bruja se me cayó de mis pies, si es que puede decirse que los pies lo hubieran sostenido nunca. Volvió a lanzarme la misma maldición y perdí el poco aliento que me quedaba, cuando el amuleto me golpeó una vez más. Bueno, ya era suficiente.

Seguía rodando por el suelo como consecuencia de la caída y no me detuve hasta entrar en el jardín de la casa más cercana. Desnudo sobre el césped, hundí los dedos en la hierba, pero no me dio tiempo más que a sentir cómo entraba un hilito de fuerza en el amuleto del oso, pues enseguida volvió la bruja y, agarrándome por el pelo, me arrastró hacia la calle.

En vez de oponer resistencia e intentar soltarme empujando hacia delante, me tiré hacia atrás dando una especie de voltereta. Con aquella maniobra inesperada, la obligué a soltarme, porque sólo con el brazo no podía soportar todo mi peso, mientras yo me impulsaba con las piernas. Caí patas arriba y me levanté rápido, para después agazaparme en actitud defensiva, pero entonces me encontré no con una, sino con dos brujas en la calle. ¿De dónde había salido la segunda?

Estaba de espaldas a la casa de la viuda y las brujas me cerraban el paso hacia la hierba que crecía delante de mí. Tenían un aspecto diferente, la magia demoníaca se había apagado y podía vislumbrar sus rasgos iluminados por el halo verdoso del descodificador feérico. Por eso supuse que también serían visibles para los humanos y desactivé mi hechizo para observarlas en el espectro normal.

Era como si emularan a Pat Benatar. O tal vez Joan Jett. Llevaban pantalones de piel negra pegados al cuerpo, con unas botas que les llegaban hasta media pantorrilla, unas camisetitas negras de tirantes finos que a duras penas contenían unos bustos gloriosos, como los que salen en los cómics; y en sus caras lucían una expresión rabiosa. Enseñando los dientes, ambas me miraban ceñudas bajo el peinado cardado y con laca típico de los años ochenta. La que yo había perseguido era rubia. La nueva era castaña. Seguro que lo que estaba viendo no era más que una fachada. Al igual que hacían Malina y su aquelarre, esas brujas alemanas escondían su verdadera edad con un hechizo. Pero a diferencia de Malina y su aquelarre, no me cabía la menor duda de que sus intenciones eran malvadas: se veía la crueldad en las pequeñas arrugas que les rodeaban los ojos y sus labios finos sólo esbozaban una sonrisa ante el sufrimiento de las personas.
Die Töchter des dritten Hauses
habían intentado matarme durante la segunda guerra mundial y ahora no sólo venían a por mí, sino que también iban detrás de Granuaile.

Oí unas sirenas de policía aullando en algún sitio cercano y me pregunté si los habría llamado Granuaile. Mientras nos mirábamos fijamente, en busca de una grieta en la defensa de nuestro contrincante, a mi espalda se abrió un punto débil.

—¿Atticus? ¿Es tu culo desnudo lo que estoy viendo? —exclamó la viuda desde el porche.

Podían matarla con una sola palabra, la misma maldición corta en alemán que en ese momento ya habían utilizado tres veces contra mí. No podía hacer nada por evitarlo. Tardarían un segundo más en procesar ese nuevo dato y en ver cómo podían hacerme daño. Tenía que distraerlas.

El mechón de pelo de la bruja rubia continuaba tirado en la carretera, cerca de donde se me había caído, justo a mi derecha. Me agaché, lo atrapé y me lo puse en la boca como si fuera una mordaza. A continuación, utilicé lo último que me quedaba de magia para transformarme en perro lobo y me fui dando saltos calle abajo por Roosevelt, de regreso a mi casa.

Las brujas gritaron desesperadas y empezaron a perseguirme sin perder un segundo, olvidando a la viuda, si es que sus conciencias habían llegado a fijarse en ella. Si llegaba a mi casa, estaría completamente protegido por los conjuros, y no podían permitir que pasara eso.

Me caí dando tumbos por la calle, cuando el amuleto me pegó otros dos golpes seguidos y muy rápidos, pero logré levantarme y me desvié a través de las casas del lado occidental, por donde podría entrar y salir de los jardines en zigzag y así absorber más fuerza a medida que corría. Puse mucho cuidado en no tragar ni hacer nada que pudiera provocar que se me cayera el pelo que sujetaba con la mandíbula.

A pesar de que no tardé en sacar ventaja a las brujas, no estaba yendo a toda velocidad ni de lejos. Lo que quería era que me siguieran en vez de fijarse en la viuda. Y ya estaba empezando a preguntarme si tendrían algo más en su repertorio, aparte de esa única maldición que habían estado lanzándome. Algunas brujas son espeluznantes si tienen tiempo para llevar a cabo un ritual, pero se ven muy limitadas en los combates cara a cara. Otras brujas son impresionantes en el combate, pero carecen de la disciplina o de la práctica necesaria para hacer nada complicado cuando las sientas en un círculo y les dices que se pongan manos a la obra. Muchas brujas europeas pertenecen al primer grupo: dales tiempo y los ingredientes adecuados y serán capaces de darte una paliza atroz. Sin embargo, en muy pocos casos están preparadas para pelear con los puños, o para perseguir a un druida que cambia de forma. Justo estaba pensando que todavía no sabía mucho sobre las habilidades del aquelarre de Malina y en que Laksha era la única bruja que conocía en ese momento que era tan peligrosa en un cara a cara como cuando tenía una gota de tu sangre, cuando las alemanas que me perseguían intentaron una cosa nueva. Trataron de quitarme el amuleto con un hechizo, pues quizá se habían dado cuenta de que era lo que me protegía de toda la fuerza de su magia mortal.

Me sentía como si fuera un novillo al que trataran de derribar. El collar me ahogaba y tiraba de mí, reaccionando a las invocaciones de las brujas.

Por el amuleto no iba a irse a ninguna parte. Estaba unido a mí y eso no cambiaría a no ser que me lo quitara yo con mis propias manos, y en ese preciso momento lo que tenía eran patas. Pero las brujas estaban inspiradas. No habían logrado infligirme un daño grave, pero siempre conseguían hacerme caer de una forma u otra y ya se estaban acercando. Absorbiendo un poco de poder de la tierra del jardín hasta el que había resbalado y preparándome para un nuevo ataque a mi amuleto, doblé las piernas y pegué un salto hacia delante para aumentar la distancia. Estaba deseando jadear, pero no podía arriesgarme a perder el mechón de pelo de la bruja; ésa era la única razón por la que seguían persiguiéndome.

En alemán, maldecían sus gustos en materia de indumentaria y una de ellas comentó que aquellas botas no estaban hechas para correr, pero que esa mañana no paraban. La otra dijo que no harían falta tantas carreras si la gente se limitara a morirse como se suponía que tenía que hacer.

Cuando llegaron a mi casa estaban hechas polvo, pero yo estaba fresco y con las pilas recargadas. Las sirenas que había cerca se callaron, pero se oían otras a unas pocas manzanas, no muy lejos, subiendo por University Drive, un poco hacia el este.

Granuaile había cerrado la puerta con llave, tal como esperaba. Estuve a punto de adoptar forma humana y llamar a la puerta, pero me acordé justo a tiempo de que
Oberón
había dicho que el señor Semerdjian había vuelto. Eché un vistazo por encima del hombro y, como no podía ser de otra forma, la reveladora abertura en la persiana me indicó que estaba vigilando. Si me transformaba en ese momento, me denunciaría por exhibicionismo o cualquier otra cosa que fuera capaz de imaginar. Así que, en vez de eso, arañé la puerta con las patas y llamé a
Oberón
, mientras las brujas resoplaban y resollaban y juraban que me matarían por haberles arrancado un mechón de pelo y haber hecho que el resto les colgara mustio.

Oberón
miraba por la ventana de delante a las brujas, que se habían quedado al borde de mi jardín, y gruñía. Oí que Granuaile se acercaba a la puerta.

¿Debería salir y morderles esas tetas gigantes que tienen?

No, habría un testigo. Hay que comportarse.

¿Y si ellas no se comportan?

Si dan un paso en la hierba, activarán los conjuros, y creo que lo saben.

Granuaile abrió la puerta y corrí disparado hacia la cocina, mientras ella cerraba con llave.

—¿Atticus? ¿Qué pasa? —Se asomó por la ventana—. ¿De dónde han salido esas estrellas porno?

Me desligué de la forma de perro lobo y me entraron arcadas al escupir el pelo de la bruja en la mesa de la cocina. Allí estaba el tercer amuleto que me había dado Morrigan y lo cogí, al tiempo que respondía:

—Las estrellas porno son brujas y han intentado matarnos. Quédate dentro hasta que vuelva.

—¿Te vas otra vez? El teléfono no ha parado de sonar, pero no he respondido.

—La viuda está en peligro y tengo que protegerla. No hagas caso del teléfono y quédate dentro —repuse, dirigiéndome a la puerta trasera.

—Vale, pero ¿tú estás bien? Tu piel parece una hamburguesa —dijo, fijándose en la parte que me había rascado contra el suelo cuando aterricé con tan poca fortuna.

—Me curaré. —El teléfono empezó a sonar, tal como Granuaile había dicho—. No te preocupes, pronto estaré en casa.

—Vale,
sensei
—contestó Granuaile—. Buen culo —añadió, cuando cerré la puerta detrás de mí.

Ese comentario tendría que disfrutarlo un poco más tarde. Tiré el amuleto en una zona de hierba, absorbí la fuerza y volví a transformarme en búho. Hacía siglos que no cambiaba tanto de forma y ya empezaba a resentirme. Recogí el amuleto con las garras y batí las alas hasta pasar por encima de la valla del vecino, manteniéndome por debajo de los tejados para que las brujas no me vieran. Tenía la esperanza de que fueran lo suficientemente estúpidas como para poner a prueba mis conjuros o, por lo menos, perder un buen rato gritándole a mi casa.

La esperanza no me acompañó mucho tiempo. Me conjuré con un hechizo de camuflaje mientras estaba en el aire y cuando tuve que cruzar mi calle para ir al norte, hacia la casa de la viuda, vi que las brujas volvían resoplando hacia Roosevelt, con una terrible frustración que estaban deseando descargar sobre alguien.

Me posé en el porche de la viuda, chillando para llamar su atención, y la mujer abrió los ojos como platos. Me desligué de la forma animal y me acordé justo a tiempo de cubrirme mis atributos. La viuda se echó a reír con socarronería.

—Vaaaaya, Atticus, ¿has venido a montar un espectáculo? Me parece que tengo un par de dólares en el monedero que está dentro.

Me agaché con cuidado para coger el amuleto que había quedado en el suelo del porche y le dije:

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