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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acorralado (11 page)

—Y, entonces, ¿a cuántos ángeles caídos has matado antes que a éste, señor Druida?

—Calculo que éste será el primero.

—Mieeeerda. —Coyote sacudió la cabeza con una sonrisa triste en los labios—. Vamos a morir.

Lo miré muy serio.

—¿Enfocas esto como una experiencia suicida? ¿Te parece bien morirte y dejarme a mí ahí, sin nadie que me cubra las espaldas, porque de todos modos tú puedes volver de entre los muertos? Te lo digo desde ya, Coyote, tengo pensado vivir mucho tiempo después de esto. Si tu plan es no sobrevivir a esta aventura, dímelo ahora mismo y me buscaré a otro que me ayude.

—Eeeeh, ahí tranquilo, señor Duida. No voy a acercarme a él y pedirle que me coma. —Coyote levantó las manos—. Lo único que estoy diciendo es que esto no va a ser cosa de niños. Un ángel caído será mucho más listo que un demonio normal, además de un pelín más fuerte.

—Entonces está bien. ¿Tienes idea de dónde puede estar el demonio?

—La última vez que lo vi estaba posado en uno de los edificios que da hacia el patio. Hay hierba y árboles, así que puedes absorber el poder de ahí.

—Para llegar tendremos que cruzar el edificio del colegio, ¿no?

—Eso creo.

—Tendremos que ir camuflados. Los funcionarios de los colegios tienen cierta tendencia a preocuparse cuando la gente entra con armas en sus instalaciones.

El instituto Skyline es una estructura monolítica de cemento revestida de estuco de color verde militar. Aparqué en la zona de acceso en la que estaba prohibido aparcar, porque sencillamente no me molesté en seguir la etiqueta de aparcamiento. Nos conjuré con un hechizo de camuflaje a Coyote y a mí, después bajé y abrí el maletero, para camuflar también nuestros arcos, el carcaj de las flechas y a Fragarach. El hechizo no nos hacía invisibles del todo, menos aún bajo la lluvia, pero no cabe duda de que ayudaba. Una vez dentro, nos mimetizamos con la anodina decoración institucional sin problemas. Coyote colaboró dándonos algo que llamó «acecho inteligente», con lo que quería decir que no hacíamos ruido al movernos. (No tengo muy claro por qué no lo llamaba «acecho silencioso»; supongo que a Coyote le parecía más importante resaltar que era muy inteligente hacer del acecho una actividad silenciosa.)

Nos deslizamos ante el mostrador del vestíbulo sin molestar a la mujer de mediana edad que estaba allí sentada. Por lo que parecía, tenía una relación muy intensa con el juego del solitario de su ordenador. En la ventanilla de asistencia había dos trabajadores a jornada completa (porque apuntar la asistencia y sacar dinero al Estado es el trabajo más importante en las escuelas públicas), pero estaban escuchando las mentiras de los padres al teléfono, explicando por qué ese día sus hijos no habían ido a clase; así que ni siquiera levantaron la mirada para ver qué era lo que estaba goteando a través de toda la moqueta industrial del vestíbulo. Las puertas que daban al patio emitieron un chirrido agudo al abrirlas y el sonido de la lluvia sí hizo que los encargados de la asistencia levantaran la vista, pero nos deslizamos fuera sin que nos descubrieran.

Era hora de clase y el patio estaba desierto. Estábamos debajo de una zona techada que recorría todo el perímetro, para que los alumnos se protegieran del agua en los escasos días lluviosos como aquél y, más habitualmente, para dar sombra el resto del año. Caían chorros de agua que se estrellaban ruidosamente contra el hormigón, antes de correr en rápidos riachuelos hacia los desagües.

Activé mi descodificador feérico y no tuve problemas en descubrir por dónde merodeaba Basasael. Estaba justo enfrente de nosotros, sentado en el tejado de acero, en una nube negativa de cambio Doppler. Las alas cubiertas de plumas que habían tenido eones atrás ahora parecían las de un murciélago, pues sólo mostraban su piel curtida. El resto de su figura conservaba algo humanoide, pero estaba ennegrecida, recubierta de pinchos y con el mal vibrando en ella, como cuando los altavoces de graves hacen temblar las ventanillas del coche y emborronan la visión.

En ese momento concreto, lo que le hacía más repulsivo era la boca abierta, de la que colgaba la pierna de otra víctima adolescente: algún pobre chaval que iría camino de la enfermería o al que, tal vez, le habían mandado que fuera a ver al orientador. Mientras lo mirábamos, los dientes del ángel caído trituraban la pierna y la mandíbula inferior se desplazaba hacia los lados en un movimiento grotesco que hacía al masticar.

Coyote lo descubrió al mismo tiempo que yo.

—Me parece que ya es muy tarde para ayudar a ése —susurró a mi derecha.

No podía verlo en el espectro normal, pero con mi descodificador feérico se le veía como un conjunto de haces de luz de colores, moviéndose de forma caótica dentro de su forma; no resultaba desagradable, sólo impredecible. Le pasé seis flechas del carcaj.

—Con la primera flecha yo le apunto a la cabeza, tú al corazón —le respondí también en susurros—. Después sigue disparando hasta que se muera de una vez.

—Guau, ¿aprendiste esa estrategia en el ejército de Estados Unidos?

Resoplé, divertido.

—No, la aprendí de Atila el Huno, que vivió y murió sin saber siquiera que existíais.

Los dos nos separamos de forma espontánea, pues éramos viejos cazadores. No necesitábamos discutir la estrategia. Cuando son dos contra uno, ambos tienen que separarse de forma que si la presa contraataca a uno, deja desprotegida la espalda en dirección al otro. Cuando habíamos formado un triángulo —Coyote y yo en la base y Basasael en la punta—, colocamos las flechas y nos hicimos un gesto de asentimiento. Me quité las sandalias con suavidad y di un paso hacia la lluvia, para poder absorber la fuerza de la tierra. Primero rellené el talismán del oso, por si necesitaba hacer algún conjuro en la acera, y después absorbí lo suficiente para tirar del arco, justo cuando Basasael terminaba los entremeses de adolescente. Levanté la mano abierta hacia Coyote, doblé el pulgar y después el índice para marcar la cuenta atrás y tensé la cuerda al máximo. Apunté rápidamente y dejé volar la flecha sincronizada con la cuenta atrás.

Ya estaba cogiendo otra flecha cuando nuestra primera descarga daba en el blanco. Mi flecha le atravesó el ojo izquierdo al ángel caído y la de Coyote acertó con un ruido sordo en el centro de su pecho. Chilló en varias longitudes de onda y me estremecí hasta los huesos cuando se derrumbó hacia atrás en el tejado, sorprendido y asiendo las flechas.

Lo normal es que si le disparas a alguien una flecha en la cabeza, no tenga la capacidad motora necesaria para levantar el brazo y arrancarse la flecha. Y disparar a un bicho en el corazón suele tener como consecuencia que le privas de la fuerza para levantarse y rugir desafiante a unos decibelios peligrosos. Pues Basasael no era normal, porque hizo esas dos cosas.

En ambos casos le quedó una herida blanca borboteante, pero el ángel caído lanzó las dos flechas al jardín, extendió las alas y se agazapó en posición para saltar sobre uno de nosotros. Nos veía a los dos nítidamente; mi hechizo del camuflaje nos ocultaba a los ojos humanos, pero no a los suyos.

—¿Cuántas flechas tendremos que utilizar para matar a esa cosa? —gritó Coyote.

—María sólo dijo que tendríamos que herirlo más de una vez.

—¿Sí? Podrías haberle preguntado cuántas exactamente antes de irnos, ¡tarado!

Estaba totalmente de acuerdo con Coyote y lanzamos otra descarga de flechas. Basasael desvió el misil de Coyote a un lado con un rudo golpe del brazo izquierdo, pero mi flecha se hundió directa en su panza hinchada. La fuerza del impacto volvió a tirarle hacia atrás, pero ya había aprendido que era mejor no quedarse quieto y dejarnos volver a cargar. Sin hacer caso de la flecha que transformaba su piel negra en una espuma blanca antes de desaparecer en pompas grisáceas, juntó las piernas y se lanzó al aire dándose impulso con un único aleteo poderoso de sus alas, y con otro aullido atronador de rabia que me hizo entrechocar los dientes. En lo más alto del vuelo, plegó las alas y se tiró en picado hacia la víctima que había elegido: yo.

Me pasó por la cabeza el lamento eterno de autocompasión —¿por qué yo?—, mientras con la última flecha apuntaba al ángel caído. Me llovieron las respuestas: yo tenía pinta de ser un alfeñique enclenque; yo le había disparado en la cabeza y el estómago; yo estaba al descubierto, donde podía atraparme fácilmente, mientras que Coyote disparaba desde debajo de la protección del tejadillo; y porque el amarre que Aenghus Óg le había hecho no le permitía marcharse hasta que no me hubiera matado a mí. Solté la flecha y le pasó por encima del hombro derecho, para mi disgusto. Tiré el arco, porque ya no tenía tiempo para otro disparo, pegué un salto hacia atrás para meterme debajo del tejado y saqué a Fragarach con la mano derecha y otra flecha bendita del carcaj con la izquierda.

Me coloqué detrás de unos de los postes de acero que sujetaban el tejado para obligar a Basasael a escoger un lado por el que atacarme y, por tanto, frenar su velocidad. Pero resultó que el poste no era algo que él considerara un obstáculo real. Lo quitó a un lado sin más, con un golpe fuerte, mientras extendía las alas para frenar su vuelo. El poste, solícito, se salió de sus remates y combó una parte del tejadillo, como si fuera una pieza de Nerf en vez de una estructura de acero.

—¿Ahora mismo no te sientes ni un poquito mal? —pregunté.

Podía ver el patio a través del enorme agujero blanco que tenía en la cabeza. Todavía burbujeaba y silbaba, y la espuma corroía la materia de alrededor; y lo mismo sucedía con las otras dos heridas. Sin embargo, a efectos prácticos no parecían suponerle más que una molestia.

Sus pies tocaron el hormigón en vez de la tierra, así que el fuego frío quedaba descartado. Me respondió arrojándome una intensa llamarada naranja a la cara. Era idéntica a la bola de fuego del infierno que Aenghus Óg me había lanzado.

—¡Oye! —grité cuando las llamas me pasaron por encima. Sentí un calor fugaz, pero aparte de eso no me hicieron nada, gracias a la protección de mi amuleto—. ¡Tú eres el cabrón que hizo el trato con Aenghus Óg! ¡Eres el que estaba detrás de todo!

Oí el chirrido de las puertas abriéndose a mi derecha: alguien salía a averiguar qué era todo aquel jaleo. No podrían vernos ni a mí ni al demonio, pero seguro que veían el poste destrozado tirado bajo la lluvia y el techo peligrosamente inclinado. Además, estarían en peligro mortal. Es el tipo de situación en que uno de los combatientes en duelo muere: una distracción de una décima de segundo, la mirada se desvía apenas un momento y de repente todo ha terminado. Basasael contaba con eso; quizá vio el movimiento de mis ojos, quizá no, pero de todos modos se sacudió de encima la sorpresa de que no me hubiera quemado y aprovechó la situación. Todavía estaba a más de un metro de distancia, pero lanzó el brazo derecho hacia mi pecho y los dedos se extendieron —sí, se extendieron— y después sus garras hicieron lo mismo, como si fueran un telescopio, directas hacia mi corazón. Quería hacer una de esas maniobras a lo Mola Ram: arrancarme el corazón palpitante del pecho y reírse de mí mientras yo observaba cómo se lo comía. Me eché hacia la derecha todo lo rápido que pude y levanté el brazo izquierdo para que sus garras pasaran por debajo, pero no fui lo bastante veloz. Sentí que en el costado se me clavaban cuatro pinchos negros putrefactos, me rozaban las costillas y me atravesaban hasta dejarme clavado en la pared.

Lancé un gruñido de dolor y contraataqué rápido, pues en parte él también se había quedado enganchado: le clavé la punta de la flecha bendecida en el dorso de la mano corrupta y le atravesó la palma. Aulló y tiró, de forma que también arrancó sus garras perniciosas de mi costado, y en ese pequeño respiro me arriesgué a echar una mirada rápida a mi derecha.

La directora del instituto, que llevaba un vestido de mojigata, hablaba por una radio portátil con los ojos como platos:

—Hay daños en el tejado del patio y se oyen unos sonidos extraños de animal, pero no sé qué los está produciendo.

—¡Vuelva dentro, señora! —chillé—. ¡Por su propia seguridad!

Eso era lo máximo que podía hacer por ella en ese momento. Parecía que Basasael estaba a punto de acercarse más y arrancarme la cabeza de cuajo, así que levanté Fragarach en un movimiento defensivo y me estremecí de dolor al sentir el ardor en el costado. Cuando el ángel caído dobló las piernas y me bufó, con los brazos abiertos como si fuera un luchador listo para saltar, se me ocurrió que a Coyote debería haberle dado tiempo a disparar un par de flechas durante toda aquella pelea.

¿Dónde estaba ese embaucador? ¿Se había ido y me había dejado solo con el ángel caído? Era famoso por hacer ese tipo de cosas en muchas historias que circulaban sobre él: consigue que el hombre blanco acepte tomar ciertas medidas, después lárgate en el momento crítico y hazle quedar como un idiota. No se me ocurría qué más podría hacer yo solo a aquella criatura. Era evidente que cuatro flechas sagradas le habían infligido cierto daño físico —había anunciado con alaridos que sentía el dolor que le causaban—, pero seguía avanzando. Se me pasó por la cabeza una idea morbosa: si Basasael devoraba mi pobre culo de druida, ¿Morrigan sería capaz de hacerme volver en perfecto estado, resucitado de…? ¿Qué? ¿Caquita de ángel? Eso me llevó a otra pregunta, metafísica y soez al mismo tiempo: ¿los ángeles, ya sean caídos o no, tienen agujero del culo?

Coyote me dio la respuesta de una forma muy original. Oí un sonido escalofriante, similar a un chapoteo, y Basasael se olvidó completamente de cargar contra mí. Se puso de puntillas sobre sus garras, los pies tan juntos como los de una muñeca cascanueces de madera, los ojos a punto de salírsele de las cuencas, y de la garganta le salió un aullido agónico propio de una
bean sidhe
que me obligó a taparme las orejas (o, mejor dicho, a taparme la oreja buena y la masa de tristes trocitos de cartílago).

—¡Ja! —gritó Coyote, antes de ponerse a corretear y chillar divertido por todo el patio en su forma animal, provocando al ángel caído.

Basasael se impulsó hacia el cielo para perseguirlo.

Como estaba distraído, aproveché para envainar a Fragarach y agarrar a la directora por el cuello del vestido y empujarla otra vez hacia las puertas. Lanzó un gritito de sorpresa y yo le grité, mientras la tiraba adentro:

—¡Cierre el colegio por emergencia ahora mismo! ¡Hágalo antes de que muera alguien más!

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