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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acorralado (6 page)

—Esta noche me han atacado y quería asegurarme de que estabas bien —dije, tratando de recordar quién tenía la mejor marca de segundas bases robadas.

—Ah, sí, estoy bien. ¿Quién te ha atacado?

—Todavía no lo he averiguado. Fue un ataque mágico, no físico. En realidad, también hubo uno físico, pero era un demonio y un elemental lo mató por mí, así que está todo bien, los necrófagos están de camino, pero dudo que mi vecino vuelva a ser el mismo, aunque por
Oberón
no tienes que preocuparte, él está bien.

Por la dulce miel de Dagda, ahora hablaba sin sentido.

—¿Qué? —preguntó Granuaile.

—Mira, no hay tiempo para charlas. Lo que tienes que hacer es encerrarte con llave y cerrar todas las ventanas. Voy a poner un conjuro en tu puerta para que esta noche estés a salvo, mientras yo me ocupo de esto.

—¿Crees que alguien va a atacarme a mí?

—No, no, es sólo por precaución. Ahora entra y cierra la puerta. ¡Venga! Pero mañana abre la tienda por mí, no llegaré hasta después de comer.

—De acuerdo —repuso, dubitativa. Se dio la vuelta y yo miré hacia el techo, para que mi visión periférica no arrastrara mi concentración más abajo—. Entonces, supongo que nos veremos mañana.

—Que duermas bien —añadí cuando se cerró la puerta, bloqueándome la visión de aquel cuerpo. Suspiré con alivio—. Hostia, después de esto necesito un cigarro. Y ni siquiera fumo.

Diario del druida, 1 de noviembre: comprarle a la aprendiza atractiva ropa fea e informe; tal vez convencerla también de que se afeite la cabeza. Decirle que los iniciados en el druidismo que más molan se rapan.

No necesitaba conjurar el hechizo en la puerta de Granuaile, porque ya había puesto uno sin decirle nada hacía una semana, justo cuando volvió de Carolina del Norte y me confirmó que seguía queriendo ser iniciada.

Después de tomar un par de profundas bocanadas de aire para recuperar la compostura y concentrarme en mi objetivo, subí a la planta de las brujas por la escalera. No me hacía ilusiones con que las pillaría desprevenidas. Lo más probable era que supieran en qué momento preciso había entrado en el edificio, así que con mucha más razón cuándo subía la escalera hacia su piso. Me detuve un momento para murmurar un amarre sobre todo mi pelo y mi piel, con el fin de asegurarme de que no se me escapara nada y fuera a caer a manos de las brujas. Debía tener cuidado con cómo utilizaba la magia allí. A nueve pisos de la tierra, contaba con una reserva limitada de energía que absorber, sólo la que almacenaba en el amuleto del oso. De todos modos, yo no puedo ir lanzando magia por ahí como hacen las brujas. En una situación de ese tipo, la espada me haría mejor servicio. Fragarach («la que responde», en irlandés) no era un trozo afilado de metal cualquiera: los Tuatha Dé Danann le habían dado un par de prestaciones extra al forjarla siglos atrás, y esa noche pensaba utilizar una de ellas.

La saqué de su funda, violando así una o dos leyes estatales sobre armas mortales, y abrí la puerta de la novena planta. El vestíbulo estaba desierto y reinaba un silencio desazonador; de alguna forma, las luces eran más tenues y el aire, estancado e inmóvil, recordaba el espacio oscuro y viciado que hay bajo una manta. En las otras plantas, donde vivían universitarios hijos de papá y jóvenes profesionales, se oía la música y las risas apagadas de la parodia de «The Daily Show» al otro lado de las puertas. Pero en la planta de las brujas no había nada de eso.

—Soy Atticus —dije, cuando llamé a la puerta de Malina con los nudillos.

El sonido repetido parecía atentar contra el aire grave del vestíbulo y el silencio me reprendió metiéndose en mis oídos como bolas de algodón. Esperé dejando el costado izquierdo hacia la mirilla de ojo de pez, para que el brazo con el que sostenía la espada quedara fuera de la vista.

Mientras aguardaba a que me abriera pensé en lo idiota que estaba siendo. Resonaron en mi cabeza las palabras de
Oberón
, junto con la voz aguda de mi paranoia. Reunirse con las brujas en su territorio, sin un tratado de no agresión ni ayuda de ningún tipo era buscarse problemas. Todavía no sabía del todo de qué eran capaces; si creía a Malina, llevaba protegiendo su dominio desde hacía casi treinta años. El umbral de la puerta podía tener una bomba o un hechizo. Podía ser una trampa y estar a punto de tenerme que enfrentar a un demonio. Mierda, Malina podía abrir la puerta empuñando una Glock 9 y meterme un tiro en la oreja, o lanzarme un gato, o llamarme hippy asqueroso.

No hizo nada de eso. Oí cómo se abrían los cerrojos —cerrojos normales y corrientes— y apareció delante de mí con los ojos hinchados y enrojecidos.

—Waclawa ha muerto —anunció.

Tardé un momento en darme cuenta de que acababa de decir el nombre de una persona. Sé cuarenta y dos idiomas —muchos de ellos ya desaparecidos—, pero el polaco no se cuenta entre ellos y, en general, no soy demasiado bueno con las lenguas eslavas. Recordé que Waclawa era uno de los nombres de la lista de miembros del aquelarre de Malina.

—Lo siento. ¿Cómo ha muerto?

—Seguramente la policía lo llamará muerte por combustión espontánea —dijo entre dientes, con amargura—, pero de espontáneo no tuvo nada.

Malina llevaba una camisola violeta transparente sobre una camiseta blanca y una falda negra que le llegaba hasta las rodillas, ceñida a las caderas; las piernas enfundadas en medias negras y los pies calzados con botines terminados en punta, de ante color azabache. Se había pintado los labios de un rosa suave y ahora los apretaba, afligida. Volví a quedarme maravillado ante su melena: suaves ondas de seda dorada como sólo se ven en el cine, que le enmarcaban el rostro y le caían más abajo de la clavícula. Normalmente tenía una piel blanca y lisa como el mármol que apetecía acariciar, pero aquel día el enfado la había enrojecido y salpicado de manchas. Abrió más la puerta e hizo un gesto.

—Pase.

No me moví.

—Perdone, pero antes necesito que me responda a dos preguntas. —Puse la espada a la vista, pero no la levanté ni la amenacé con ella—. ¿Lo hará?

Los ojos de Malina volaron hacia la espada.

—Si las respuestas son correctas, ¿me llevo la espada?

—No, es la espada la que hace que sus respuestas sean correctas. En ese sentido, es un poco especial.

Malina entrecerró los ojos.

—¿Qué tipo de preguntas?

—Nada sobre los secretos del aquelarre, nada personal. Sólo se refieren a mi seguridad inmediata.

—¿Consigo algo a cambio?

Suspiré. Con aquella bruja, todo era una negociación.

—Por voluntad propia le digo que no tengo ninguna intención de atacarla si no me ataca primero.

—Eso ya lo sabía. Quiero saber cosas sobre su magia.

—No, no hay trato. —Negué con la cabeza—. No tiene el mismo valor.

Malina enarcó las cejas.

—¿Está insinuando que unas preguntas inocentes sobre sus habilidades mágicas son más importantes que las preguntas sobre su seguridad inmediata?

—Por supuesto, pues la respuesta a estas últimas no me servirán más allá de esta noche, pero la respuesta a las primeras le daría información para siempre.

—Estoy demasiado enfadada para este tira y afloja. Hágame las preguntas sobre su seguridad personal.

Alcé Fragarach despacio, con un movimiento pausado, y apunté a la garganta de Malina.


Freagróidh tú
—dije en irlandés.

Fragarach se quedó fría en mi mano, la hoja brilló con un resplandor azul y envolvió la cabeza de Malina en un halo de luz color cian. La bruja parpadeó.

—¿La espada puede conjurar un hechizo? —preguntó—. Es muy poco común. ¿Por eso Aenghus Óg tenía tanto interés en conseguirla?

No me cabía duda de que ésa era una de las razones, pero la verdadera respuesta tenía más que ver con temas políticos de los Fae y una venganza personal contra mí. De todos modos, no había ido a discutir las capacidades mágicas de mi espada.

—Seré yo quien haga las preguntas —repuse—. ¿Tuvo algo que ver con el intento de acabar con mi vida de esta noche o sabe algo sobre quién podría estar implicado?

—Personalmente no tengo nada que ver, como tampoco ningún miembro de mi aquelarre, pero sí puedo saber quién está implicado.

Casi no pude resistir la tentación de preguntar «¿quién?», pero me contuve. Esa pregunta podía esperar y ya sólo me quedaba una. La estructuré con cuidado y después se la planteé:

—¿Tiene usted, o cualquier otra persona, criatura o espíritu de su casa, intención de conjurarme con algún hechizo mientras esté en el edificio, o existe algún conjuro que yo pueda activar sin saberlo durante mi visita?

—Ni yo ni ninguna otra persona, criatura o espíritu de mi casa tiene la intención de conjurarle con ningún hechizo. No es mi deseo hablarle sobre nuestros conjuros, pues entiendo que con eso se inmiscuiría de forma desagradable en los secretos de nuestro aquelarre, cosa que ha prometido no hacer… —Malina frunció el ceño un momento y después prosiguió, abriendo los ojos como platos al darse cuenta de que no podía detenerse—. Pero claro que activó un conjuro en el momento que entró en el edificio, como ocurre con todas las personas que no viven aquí. No es más que una alerta de nivel bajo. Y otro que lo identificó como portador de un instrumento mágico. Y después hay otro en el vestíbulo que…
Zorya Vechernyaya, zamknij mi usta!

Tendría que aprender algo de polaco si iba a seguir tratando con Malina, aunque entendí que invocaba a una de las Zorias, las diosas de las estrellas de las que provenía el poder de su aquelarre.

—Intente lo que intente, no va a funcionar —le dije—. Tiene que dar una respuesta completa antes de liberarse. Estaba diciendo algo sobre un conjuro en el vestíbulo.

Malina decidió darme una respuesta física: intentó cerrarme la puerta en las narices, o al menos hizo el amago. Fue entonces cuando descubrió que Fragarach no le permitía moverse más de un par de centímetros. Como, en su origen, el conjuro de la espada estaba ideado para interrogar a enemigos muy hostiles, se trataba de una medida defensiva más que otra cosa. Es bastante difícil sonsacar información a alguien mientras te apuñala. Sonreí con amabilidad y no dije nada. La única forma de la que podría liberarse era respondiendo a la pregunta, y el hechizo la obligaría a hablar pronto si se empeñaba en permanecer en silencio.

Se empeñó.

Quince segundos después —tenía un aguante notable—, estaba contándome todo lo que pasaba en el vestíbulo, mientras me lanzaba miradas furibundas y se volvía cada vez más charlatana.

—El vestíbulo tiene un conjuro que te quita unos cuantos pelos de la cabeza, si no vives en este edificio. Al cruzar la puerta de mi casa, ocurre lo mismo. En la cocina hay un cuchillo que te hace un corte en los dedos si lo intentas utilizar, y así conseguimos una sangre que puede sernos de utilidad. Y si vas al baño, tus excrementos se guardarán para utilizarlos más tarde.

—Buf, qué asco —dije. La típica reacción de una niñata, qué fuerte. Te lo juro.

—Eso es todo. Libéreme ahora mismo de este hechizo —exigió Malina.

—He prometido hacerle sólo dos preguntas sobre mi seguridad y así ha sido. El hecho de que no quisiera responder a la segunda demuestra que tenía buenas razones para preocuparme. Y, es evidente, no quería responderme porque sabe que la posesión de mi pelo, sangre o cualquier fragmento celular está explícitamente prohibido en el tratado de no agresión que todavía tenemos pendiente de firma.

Malina se revolvía, en silencio, y yo continué:

—Voy a soltarla pronto. Antes de hacerlo, quiero que sepa que considero que usted y su aquelarre no son culpables de la reciente agresión contra mi vida. Ahora ya no voy a hacerle más preguntas, porque supondría incumplir mi promesa, pero estaría muy agradecido si, una vez liberada, compartiera conmigo lo que sabe sobre quién intentó matarme. Si la parte responsable del ataque contra mí es la misma parte que acabó con Waclawa, ofrezco mi ayuda para vengarla.

La expresión de la bruja se suavizó de forma casi imperceptible y, al cabo de un breve momento de vacilación, asintió con un gesto brusco.

—Me parece razonable. Devolveré todo el cabello que se le ha quitado de inmediato y desharé el conjuro de la entrada, para que pueda pasar sin temor. Pero jamás volverá a utilizar el poder de la espada sobre mí, ni sobre ningún miembro de mi aquelarre.

No asentí ni hice nada que mostrara que convenía en eso, sino que la liberé y dije:

—Entonces, procedamos.

Sentía curiosidad por saber si el vestíbulo silencioso había logrado arrancarme algo de cabello, pues yo había hecho un amarre en mi pelo justo para evitar que pasara eso.

—¿Quién me atacó? —quise saber.

—Un momento —contestó Malina. Pronunció unas palabras en polaco y el marco de la puerta se iluminó con una luz blanca durante un segundo—. Ahora ya puede pasar sin problemas.

—Gracias —dije al entrar en su apartamento.

Estaba decorado en tonos morados, desde un violeta muy intenso hasta los lavandas más suaves, combinados con muebles negros en piel y aparatos eléctricos de acero. Sobre la obligatoria televisión de pantalla enorme, colgaba de la pared un gran cuadro con la figura de una diosa triple que era de suponer que serían las Zorias. Unas velas de cera de color claro repartidas por la habitación la salpicaban de puntos luminosos y desprendían aroma a naranja y cardamomo.

—Creo que la tradición exige que le ofrezca algo —dijo Malina, mientras iba hacia la cocina—, pero no tomará nada, ¿verdad?

—No, pero gracias por tenerlo en cuenta. El gesto en sí ya tiene un valor.

—¿Quiere sentarse? —señaló hacia el apetecible sofá de piel que estaba en el centro de la estancia.

Sobre la mesa de centro negro había varias revistas esparcidas: números de
Newsweek
,
Organic Living
y
Rolling Stones
, observé con cierta sorpresa. Después me pregunté a mí mismo: «¿Qué esperabas, ver la
Publicación trimestral sobre matanzas rituales de animales
?» Estuve a punto de aceptar su oferta, porque realmente el sofá parecía cómodo, pero mi sentido de la precaución me susurró con voz tensa que la bruja podía decir algo en polaco y hacer que el sofá me engullera.

—Estoy bien de pie, gracias. Y con la espada desenvainada, aunque la tendré apuntando hacia el suelo. No quiero robarle mucho tiempo, sólo el necesario para determinar quién me atacó y recuperar cualquier cosa que haya podido obtener de mí con sus encantamientos.

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