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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

616 Todo es infierno (8 page)

–¿De veras? Pues no sirve de mucho esa estatua, ¿eh?

–Bueno. Dicen que da suerte tocarle los pies. Leo… un amigo mío de la universidad lo hacía siempre que pasaba junto a ella.

–¿Y la estatua le daba suerte?

–No -dijo Audrey, que, en un susurro, añadió-: No nos la dio a ninguno aquella noche.

–¿Qué?

–Decía que no, que no le dio suerte. Mi amigo Leo murió de un infarto hace unos años.

–Oh, vaya, lo siento.

–Son cosas que pasan…

–Y suponiendo que Daniel se refiriera a esa estatua con lo de las tres mentiras, ¿a qué venía eso? Quiero decir, ¿por qué se le ocurrió hablar de ello?

–Probablemente quería llamar la atención. En estos casos, a veces, el paciente se hace… -Audrey buscó la palabra correcta- una especie de exhibicionista.

–¿Quiere decir que trataba de impresionarla?

–Algo así.

–Ya. Pero… ¿no le parece que es algo demasiado complicado para Daniel? Primero, él tendría que haberse enterado de que usted estudió en Harvard, además tendría que conocer la historia de esa «Estatua de las Tres Mentiras», y por último tendría que ser capaz de asociar una cosa y la otra para soltarle esa pregunta. No sé… A mí me parece que algo no encaja.

–Estos casos son más complejos de lo que parece. No es inaudito que un paciente con personalidad múltiple muestre aptitudes en algunas de sus personalidades que no están presentes en las otras. En ocasiones hasta se dan diferencias físicas entre ellas. Una vez tuve el caso de una mujer que tenía una visión normal en una de sus personalidades, y que, sin embargo, era miope en otra. La mente es un misterio, señor Nolan. Esto no es sólo una frase bonita. La mente es un misterio de verdad. Es posible que Daniel se enterara por alguna de las monjas de que yo había estudiado en Harvard, y no es tan improbable que él conociera la historia de la estatua. Al fin y al cabo, lleva viviendo en Boston toda la vida. Y de hacer la conexión entre una cosa y la otra, puede que se ocupara ese otro Daniel.

Esta última explicación convenció a Joseph. De hecho, estuvo a punto incluso de convencer a la propia Audrey. Hasta puede que lo hubiera hecho si no fuera por el otro comentario que hizo Daniel y que Joseph parecía no recordar. El comentario fue «Pero no son tres las mentiras, sino cuatro, ¿no es cierto, Audrey?». Y era cierto, sí, porque ella ocultaba una mentira. Un secreto sobre algo que ocurrió una noche en Harvard, hacía catorce años, precisamente junto a la Estatua de las Tres Mentiras…

Capítulo 7

Roma, Italia

La Compañía de Jesús, cuyos integrantes eran conocidos como jesuitas, había caminado siempre por una cuerda floja en sus relaciones políticas con los distintos estados y con la propia Santa Sede. A lo largo de la historia, la Orden sufrió la expulsión de muchos países, fue rechazada y combatida. El sentido progresista de sus miembros los había llevado incluso a ser tachados de izquierdistas en lugares como Suramérica, aunque, contrariamente, para muchos eran tradicionales siervos de Dios. Sus votos incluían la obediencia directa al Papa, y sin embargo muchos papas los habían despreciado. Seguían una estricta formación, que duraba diez años. Estudiaban filosofía y teología, pero también ciencias, y estaban siempre abiertos a conocimientos heterodoxos, como la parapsicología, la ufología o el ocultismo.

Por eso no era de extrañar que el grupo religioso más fronterizo del Vaticano, que se dedicaba a investigaciones que otros, en su ignorancia y su temor, consideraban absurdas o ridiculas, estuviera formado por jesuitas. Los Lobos de Dios habían nacido en 1970, al abrigo del papa Pablo VI. A su muerte, ya con Juan Pablo II en la silla de Pedro -y tras el breve pontificado de Juan Pablo I-, el papa polaco a punto estuvo de disolver el grupo. Los jesuítas no eran precisamente de su agrado, y por eso la cuestión se saldó con un cambio de cabeza. El primer prefecto de los Lobos de Dios fue un vascofrancés, monseñor Virgile Guethary, con quien la nueva cúpula de poder estaba enfrentada. Lo sustituyó en 1979 el polaco Ignatius Franzik, hombre vigoroso, inteligente y diplomático, capaz de moverse en unos tiempos difíciles para la Compañía de Jesús, más favorables a órdenes tradicionalistas como el Opus Dei, nombrada prelatura personal de Juan Pablo II. Su calidad de compatriota del Sumo Pontífice ayudó en gran medida a que los Lobos de Dios no fueran disueltos.

Desde sus comienzos, los Lobos tuvieron contacto con fenómenos paranormales. Los buscaban como sujeto de sus investigaciones. Incluso se dio el caso de uno de sus miembros que fue detenido por intentar colarse en la famosa base militar norteamericana conocida como Área 51. Se extralimitó en su cometido, se dejó llevar por la emoción, eso le ofuscó la mente, e hizo que lo detuvieran. Nadie pudo relacionarlo con la Santa Sede, pero las autoridades averiguaron que se trataba de un religioso jesuita. La orden tuvo que mediar en su liberación y sólo la buena voluntad de las más altas esferas políticas de Estados Unidos evitó el escándalo y la vorágine de la prensa, que lo relacionó con fanáticos de la conspiración OVNI. Aunque lo que él iba buscando nada tenía que ver con los «hombrecillos verdes».

En los años noventa, algunos antiguos miembros de los Lobos instruyeron a la productora que creó Expediente X, aunque a título estrictamente personal. Varios casos de la serie -con la debida adaptación televisiva- habían sido investigaciones reales de los Lobos, y no del FBI estadounidense. Sin embargo, muchos en Roma pensaban de este grupo que era una pérdida de tiempo y de recursos, a pesar de que todo lo extraño merece ser explorado. Lo que no conocemos encierra precisamente las mayores verdades. Descartar lo falso o lo imposible justifica una investigación, ya que sitúa en el camino de la verdad.

Así pensaba el cardenal Franzik, ya un anciano, mientras marcaba desde su despacho el número telefónico directo de Servidio Paesano, prefecto del Archivo Secreto Vaticano.

–¿Padre Paesano?

–Al habla -respondió una voz ronca al otro lado de la línea.

–Soy Franzik. ¿Ha hecho preparar ya el códice que le encargué?

–Sí.

–Gracias por este favor personal.

–No hay de qué. Espero que el códice le sea de ayuda. A mí, a decir verdad, nunca ha hecho otra cosa que sobrecogerme.

–Es comprensible… Pero todo tiene un sentido en el plan de Dios.

–Cierto, monseñor.

El cardenal Franzik colgó el teléfono aunque mantuvo la mano sobre el auricular unos segundos. Frente a sí tenía un hermoso fresco que representaba alegóricamente las Gracias. Pero él sólo lo veía con la luz que impresionaba las retinas de sus ojos. Más allá, el cerebro anulaba esa información, así como cualquier otra proveniente, en aquellos instantes, del mundo exterior.

Aunque todo volvió a la normalidad como la imagen congelada de una película que sigue su proyección. Monseñor Franzik descolgó de nuevo el teléfono y marcó un número que estaba escrito en su agenda, abierta a un lado, sobre el cartapacio de cuero de la mesa. Era el número de una abadía benedictina de Padua. El cardenal deseaba hablar con un antiguo amigo y mentor, retirado a la vida monacal desde hacía ya muchos años. De hecho, era tan viejo que parecía increíble. A sus más de cien años, fray Giulio Vasari conservaba la lucidez, aunque su cuerpo experimentaba ya un deterioro irreversible.

–¡Amigo mío! – exclamó el anciano, con su voz profunda pero infinitamente cansada, al reconocer a Ignatius Franzik al otro lado de la línea-. Estoy preso en mi propia celda. Si no fuera por estos buenos hermanos que me cuidan… Gracias, gracias por el teléfono -dijo al fraile que le había llevado el aparato inalámbrico.

–Perdona que te moleste otra vez -dijo Franzik-. El joven sacerdote del que te hablé está volando en estos momentos hacia Roma desde Brasil. Llegará muy pronto. El códice está preparado en el Archivo Secreto. Pero no sé si debemos seguir adelante. Mi confusión es tan grande como mi desasosiego.

En su oscura celda, fray Giulio tosió ásperamente. Luego dijo:

–Es necesario. Mi corazón está turbado desde hace muchos años. Quizá él obtenga la respuesta que yo nunca he tenido… y que no sé si he querido tener. Recuerda, amigo mío, lo que yo experimenté en Sicilia en mi juventud. Recuerda las visiones de la madre Teresa de Calcuta, justo antes de morir. Y recuerda también lo último que dijo el papa Wojtyla en su lecho de muerte, que tú mismo me contaste lleno de temor.

–¡Sí, sí recuerdo sus palabras, pero no las repitas, te lo ruego! Fue algo casi incomprensible. Un susurro. Le habían practicado una traqueotomía y carecía de voz. Ni siquiera estoy seguro de que…

–¡Ojalá eso fuera cierto, y no estuvieras seguro! Pero lo estás. Es algo que se ha grabado a fuego en todos los que lo conocemos. Además, el momento en que nos dejó, las 21.37, la misma hora exactamente en que también murió Pablo VI, es un signo del Demonio. No puede ser una mera casualidad. El 37 se asocia con Lucifer en algunos textos impíos. Y en la cabala hebrea puede interpretarse como «la caída», y también tiene el sentido de «quemarse» o «arder».

–Gracias a Dios, los que conocemos todo esto somos muy pocos, y dignos de absoluta confianza. Si las gentes piadosas supieran…

El cardenal cerró los ojos y apretó los párpados. Aquel recuerdo era como un gusano que roe la fruta madura.

–Cuando tu joven subordinado haya leído el códice, envíalo a verme a Padua -dijo el anciano, dulcemente.

–¿No podrías hablar tú con él antes? Si, después, sigues pensando que debe leerlo, yo no tendré inconveniente alguno.

–Bien. Envíalo aquí cuando llegue. Hablaré con él.

Entre los dos hombres, separados por la línea telefónica, se hizo un silencio denso que rompió el cardenal.

–Tengo miedo, Giulio.

–Ya sabes que yo también, querido Ignatius. Ya sabes que yo también.

La Santa Sede refulgía bajo un sol impropio del mes de noviembre. Los preparativos de la Navidad se dejaban ver ya por las calles de la Ciudad Eterna, algo más limpias de lo habitual. Un aroma Agradable e indefinible inundaba el ambiente y todo el mundo parecía un poco más alegre ante la perspectiva de las celebraciones que, por iniciativa de los grandes comercios, cada vez empezaban más pronto.

El elegante Lancia Thesis de color negro, con matrícula SCV del Stato della Cittá del Vaticano, dejó el Coliseo y el arco de Constatino a su derecha. Su ocupante había pedido expresamente al conductor que pasara por allí antes de dirigirse a su destino. Quería contemplar una vez más, aunque fuera de pasada, aquellas ruinas majestuosas que siempre le habían ayudado a elevar su espíritu. Desde el Coliseo, el coche continuó hacía el Circo Máximo, en dirección al Tíber. Lo cruzó y enfiló la vía de la Concilia-zione al fondo de la cual se levantaba la gran basílica de San Pedro. El vehículo rodeó la plaza y se detuvo ante la garita del guardia de la Inspección de Seguridad Pública. Tras acreditarse, pudo continuar hacia el interior hasta desaparecer por un lateral de la plaza. Monseñor Franzik había enviado a su chófer y su propio coche a buscar al padre Albert Cloister al aeropuerto Leonardo da Vinci.

El vuelo con escalas desde la selva amazónica había sido largo y agotador. Pero le permitió disponer de varias horas para reflexionar. Los pensamientos se agolpaban en su mente sin concierto. Sabía que eran -de eso estaba seguro- como las piezas de un puzzle o un rompecabezas. Aunque faltaba algo: la clave que pudiera obrar el prodigio de unir los distintos fragmentos. Quizá también necesitaba cierta perspectiva. La cercanía a los árboles impide ver el bosque.

El sacerdote se revolvió en el cómodo asiento trasero del coche. Desde que abandonó Suramérica, y ya en pleno vuelo, se había ido sintiendo cada vez peor. Empezó a tener sudores fríos y a tiritar. Su estómago estaba revuelto. Le parecía que su alma, duramente sometida a tensión, liberaba su mal hacia el organismo contagiándole la dolencia. Ahora, a punto de descender del automóvil de monseñor Franzik, sentía que las fuerzas lo habían abandonado. Las piernas experimentaban leves aunque espas-módicos temblores, y su rostro estaba demacrado, hundido, con ojeras y el brillo del sudor febril.

El conductor se bajó de su puesto para abrirle la puerta -cosa que Albert Cloister nunca hubiera esperado-, y entonces se dio cuenta de su estado. Una hora antes parecía encontrase bien, aunque debía de haber llegado al colmo de su aguante y ya no podía mantener por más tiempo un aparente estado de normalidad.

Asustado por su aspecto, el chófer llamó a un guardia suizo y le pidió que avisara a un médico. Después, avisó él mismo al cardenal Franzik y, siguiendo sus indicaciones, llevó casi en brazos al padre Cloister hasta el interior de uno de los edificios menores de la sede papal. La escalinata de mármol y las balaustradas del mismo material, daban acceso a una puerta cuadrada con dintel sobre la que se simulaba un arco circular en relieve. Un lugar hermoso que transmitía sensación de riqueza y poder.

Ya dentro, un religioso terminó de ayudar al conductor a llevar al padre Cloister hasta un saloncito lateral. Allí lo tendieron sobre un diván. La piel de su cara estaba verdusca, y sus manos temblaban. Sin necesidad de tomarle la temperatura, era evidente que había experimentado una fuerte subida de la fiebre.

El médico apareció enseguida, acompañado del cardenal Franzik. Éste mostraba una aguda expresión de preocupación. Con independencia del trabajo de Cloister bajo sus órdenes, lo consideraba el hijo que, por su condición de sacerdote, nunca tuvo. Desde que lo conoció, hacía ahora seis años, había sentido por él una inmediata simpatía. Su recia y franca manera de ser, su profundidad intelectual, el brillo del anhelo de saber en sus ojos… Todo ello le recordaba a sí mismo cuando era un joven postulante en Cracovia, en los tiempos en que la Iglesia polaca se veía obligada a actuar en la sombra, casi como una sociedad secreta.

–Monseñor… -dijo Albert Cloister en un hilo de voz.

–Tranquilo, muchacho. No hables ahora. No hagas esfuerzos.

El médico había empezado a reconocer al paciente. Mucho se temía que sufriera alguna clase de intoxicación alimentaria o, en el peor de los casos, una infección bacteriana o vírica; quizá un parásito. Se le había informado de que el paciente regresaba de la selva brasileña. Cualquiera de esas opciones era común allí, aunque el sacerdote tenía sus vacunas en regla. Por el momento, se limitó a ponerle el termómetro, tomarle la tensión sanguínea, auscultarle y sacarle una muestra de sangre para analizarla, y recomendó que lo metieran en una cama sin dejar de vigilar su evolución en las siguientes doce horas.

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