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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

616 Todo es infierno (11 page)

El cuarto de baño de Audrey apestaba a vómitos y a alcohol, aunque había tirado ya tres veces de la cadena e intentado limpiar con papel higiénico la porquería esparcida por el suelo. «¡Que se joda!», dijo con voz pastosa. El comentario no era más que un modo de demostrar su frustración, hasta que se dio cuenta de que su adorada asistenta tendría que limpiar al día siguiente aquel desastre.

–Sí, ¡que se joda!

El espejo del cuarto de baño reflejó una sonrisa desagradable.

–A tu salud, Aufdrey.

En ningún momento había soltado el vaso de whiskey, que se le derramó encima casi por completo cuando trató de beberlo.

Audrey suspiró de alivio al comprobar que el guardia te nía pulso. Estaba inconsciente, derrumbado en el suelo entre unas sillas. La luz de la linterna iluminó la parte metálica de una de ellas, en la que podía verse un mechón de cabello negro, adherido por una costra de sangre coagulada.

– Está vivo, pero quizá tenga una hemorragia cerebral, o puede que… ¡Dios, ¿yo qué sé?! ¿Cómo has podido, Zach?

– Cuando se despierte, sólo tendrá un buen dolor de cabeza- dijo Zach desde un rincón de la oscura sala-. No le he dado tan fuerte. No te preocupes por él.

El aire se llenó de pronto de un olor intenso, similar al de la gasolina, pero con alguna clase de perfume añadido.

– ¿Qué es eso?- preguntó Leo, alarmado.

Había estado sosteniendo la linterna mientras Audrey examinaba al guardia, y ahora la enfocó en dirección a Zach. Lo vieron moviéndose frenéticamente de un lado para otro, al tiempo que lanzaba por todas partes chorros de líquido inflamable para encender barbacoas. Zach no iba a desistir. Realmente pretendía pegarle fuego a Har vard Hall. Y era un plan premeditado. De eso ya no ca bían dudas.

-Lo cogiste de la habitación, ¿verdad?- preguntó Audrey, aunque sabía ya la respuesta-. Cuando dijiste que ibas al cuarto de baño.

Zach estaba de espaldas a ellos, echando el resto del lí quido inflamable sobre las bolsas con lo que quedaba de sus panfletos.

-Eres una chica lista, Audrey. Eso es lo que más me gusta de ti.

– Vamonos- le dijo Audrey a Leo-. Ayúdame a sa carlo de aquí.

No estaba segura de que ella y Leo fueran capaces de transportar al pesado guardia, pero iba a intentarlo.

– Esperaré a que estéis fuera- dijo Zach, que no se ofreció a ayudarles.

Tenía prisa por ver ardiendo el Harvard Hall. Habías acado un mechero Zippo del bolsillo, y jugueteaba peli grosamente con él por encima de los panfletos empapados de líquido inflamable.

Audrey se colocó en la parte de la cabeza del guardia y Leo en la de los pies. Luego, éste dijo:

– Lo levantamos a la de tres. Una, dos y…

–¡AAAH!

Los ojos que el guardia acababa de abrir miraron a Audrey. El grito de ella retumbó en la habitación, y el so bresalto hizo que a Zach se le escapara el Zippo de las ma nos. Se oyó un ruido como de succión, justo antes de que los papeles y todo a su alrededor comenzara a arder con una violencia súbita y brutal. Un chorro ardiente de calor les golpeó en la cara. El guardia se revolvió para levantarse y luego se alejó de Audrey entre bamboleos. La herida de su cabeza empezó a sangrar de nuevo. Estaba desorientado, con los ojos casi en blanco. Abrió la boca como para decir algo, pero de ella no salió más que una especie de lamento inarticulado. Ese lamento se convirtió en un grito desga rrador con el que Audrey aún se despertaba a menudo en mitad de la noche.

Las piernas del hombre estaban ardiendo. Se había de tenido sobre un pequeño charco de líquido inflamable que unas llamas habían alcanzado. El fuego le subió deprisa por el tronco, hasta su cara. Y el hombre no paraba de gri tar y gritar, cada vez más alto. Al olor del líquido le susti tuyó entonces un hedor funesto, dulzón, que hizo vomitar a Leo.

No hicieron nada para intentar salvar al guardia. Lo vieron arder y no hicieron nada. Ninguno de los tres era ca paz de moverse. Ni siquiera para huir. Aquella forma ho rrenda de morir los tenía hechizados. El rechoncho rostrod el guardia se transformó. La boca y las cuencas de sus ojos se convirtieron en huecos oscuros. «Una calabaza- -pensó Audrey, casi delirando-. Es como una calabaza de Hallo- ween.»

– ¡Fuera!

Ese grito de Zach los salvó. Fue lo único bueno que hizo en toda esa noche maldita.

Salieron del edificio acompañados por el ruido ensorde cedor de la alarma de incendios. No tardaron en encenderse varias luces a su alrededor. Los gestos somnolientos de las caras que asomaban por las puertas se convertían casi al instante en otros de alarma. «¡Fuego!», se oía gritar cada vez a más voces. El Harvard Hall ardía de un extremo a otro.

Ignoraban si alguien los había reconocido, porque ya no llevaban puestos los pasamontañas. Aunque en este mo mento no era ésa su mayor preocupación. Querían alejar se lo más rápido posible. No del fuego, sino de aquel pobre hombre ardiendo. Y de sus gritos, que ya debían de haber cesado para siempre.

Huyeron sin pensar adonde iban. Por eso, en vez de di rigirse de vuelta al coche, corrieron en sentido contrario. No se dieron cuenta hasta que apareció ante ellos la esta tua de John Harvard. Leo no se acercó esta vez para to carle el pie en busca de suerte. Nunca más volvió a hacer lo después de aquella noche.

El rostro de la estatua pareció observarlos con una se veridad que antes no mostraba. Había en él una recrimi nación muda por lo que habían hecho y por la mentira bajo la que tendrían que ocultarlo durante el resto de sus vidas. Una mentira más para la «Estatua de las Tres Men tiras», sobre cuya cabeza ondeaba la bandera con el escudo de Harvard y su lema:«VERITAS», la Verdad.

Capítulo 9

Padua, Italia

Nunca antes una sensación tan apabullante de soledad había inundado el pecho de Albert Cloister como la que sentía frente a los gruesos muros del monasterio de Santa Justina, construido hacía más de mil años. Un milenio disuelto en el torrente inexorable del tiempo. Una infinidad de cosas que se habían ido mientras aquellas piedras labradas permanecían, íntegras y en su sitio. El frío, el calor, la lluvia, la nieve, todo fue y se marchó. Una mano invisible oprimía el corazón del sacerdote, y un vértigo extraño de vaciedad se había instalado dentro de su ser. Estaba tranquilo, con la tranquilidad que precede a menudo a las convulsiones y a los más cruciales acontecimientos.

–Pase, por favor, padre -saludó la voz casi inaudible de un exiguo monje que había salido a recibir a Albert.

El día era espléndido, aunque hacía mucho frío. El aire del interior del monasterio era gélido y húmedo. Después de caminar por un corredor en penumbra, los dos hombres salieron al claustro de columnas góticas, reformado sobre el original románico. A Albert Cloister siempre le había seducido más el estilo románico que el gótico, al revés que a casi todo el mundo. La pesadez de la piedra en bloque compacto, la magnitud de las construcciones, la apariencia de solidez sobria y recta, pura, le hacían preferir los edificios románicos en contraposición con la elevación espigada y estudiadamente hermosa de los góticos. El románico era más noble, más auténtico.

–Fray Giulio lo recibirá en su celda. Hace meses que está postrado en cama. Espero que no le moleste la oscuridad. Sus ojos no toleran la luz. Su enfermedad… Hágase cargo, el mes pasado cumplió ciento diez años.

–¡Ciento diez! – exclamó Albert en un vehemente susurro que, aun así, retumbó entre los muros de la galería por la que ahora caminaban.

–El Señor ha querido que esté con nosotros todo ese tiempo para inspirarnos y aumentar nuestra fe. Para mí es un santo en vida. Los médicos han dicho que puede morir ya en cualquier momento. El pobre sufre tanto… Aquí es.

El pequeño monje golpeó con los nudillos la puerta de madera de la celda. No esperó respuesta, sino que abrió enseguida y elevó cuanto pudo su vocecilla para anunciar la llegada del jesuita.

–Le traigo al padre que viene de Roma y que es amigo del cardenal Ignatius Franzik.

–Lo estaba esperando. Siéntese por favor.

En la oscuridad sólo rota por la luz que entraba desde la puerta abierta, Albert pudo ver un rostro venerable, enjuto y alargado, lleno de arrugas. El pelo era vaporoso, como una seda de albura incomparable. El anciano monje alzó una mano temblorosa y la giró señalando hacia la única silla que había en la celda, junto a su lecho.

–Gracias, fray Giulio -dijo Cloister-. Espero no importunarle.

–No lo haces, hijo mío. Tu alma está afligida y deseas hacerme preguntas. Espero tener yo las respuestas. Y que esas respuestas sirvan para apaciguar tu espíritu.

Mientras Albert se acomodaba en la silla, el otro monje, el que lo había acompañado, se retiró cerrando la puerta tras de sí. La celda quedó en total oscuridad. Aunque, al poco tiempo, el jesuíta se dio cuenta de que un único rayo de luz penetraba el interior por una rendija en el óculo de la pared que daba afuera.

–El buen Ignatius me ha contado lo que aflige tu alma. La visión de un ser maligno en el fuego, y también las experiencias que has investigado de personas con visiones de un más allá diabólico. Y la frase que se te ha presentado ya en varias ocasiones: «Todo es Infierno». Estás preocupado. Tienes recelo y se despiertan tus dudas. Quieres saber qué significa todo esto, y qué tienes tú que ver en ello.

La voz del anciano sonaba profunda y dulce a la vez. No parecía haber en ella un ápice de miedo a la muerte que, tan próxima, aguardaba a su dueño.

–Confieso que estoy bastante confundido. Muy confundido.

–Es natural que lo estés. Ignatius me ha hablado muy bien de ti. Dice que eres un joven honesto, aplicado, trabajador. Tu fe es sólida aunque eres hombre de ciencia. Quizá el Maligno te haya elegido para crear confusión precisamente por eso. Él ataca a los más fieles a Dios Nuestro Señor. A los que mejor le sirven. A esos, el Demonio los odia con mayor intensidad. No los soporta. Es un misterio por qué el Todopoderoso permite a Satanás obrar en el mundo. Los teólogos no alcanzan a explicárselo. Debe de ser parte de un plan cuyos motivos y objeto no comprendemos. Son los renglones torcidos de una escritura siempre recta.

–Pero mi visión, la frase, los huesos rotos de…

–Todo ello es turbador, lo reconozco. Sin embargo, el bien es superior al mal. Este Valle de Lágrimas es como un infierno que todos hemos de superar antes de llegar a la Gloria. Yo creo que es como el colegio para los niños. Dios quiere que sepamos qué es el dolor para comprender el placer, la alegría y la felicidad. Al igual que un padre deja a su hijo equivocarse y tropezar, no porque no lo quiera, sino precisamente porque lo quiere. Lo deja libre y permite que aprenda por sí mismo.

Albert levantó la mirada sin ver en la negrura. Sus ojos estaban trémulos y humedecidos al recordar otros ojos que lo miraron hacía pocos días.

–Fray Giulio, el mal se encontró conmigo. Emergió del fuego. Me buscó. Yo me he inmiscuido en sus planes, investigando los casos de experiencias cercanas a la muerte, y ahora soy parte de… ¡Estoy dentro de mi propia investigación!

–Un rostro emergió del fuego, unos ojos, una mirada. Ha sucedido otras veces. – El anciano pronunció estas palabras como si salieran del fondo de su alma-. Conozco ese rostro y esos ojos. Yo también los vi hace mucho tiempo. Igual que a ti, esa entidad me buscó y me halló.

Un largo suspiro del anciano siguió al asentimiento casi ahogado de Albert. Luego continuó:

–La batalla es dura y difícil. Tú perteneces al ejército de Nuestro Señor. No flaquees. Sé valiente. En mi juventud, yo mismo fui tentado por un ser que sólo puedo imaginar como el Demonio. Por eso Ignatius te ha enviado a, mí. Él conoce la historia. Todo este tiempo he estado esperando a quien pudiera compartir mi aflicción. Ahora sé que esa persona eres tú… Ocurrió en 1922. Yo tenía entonces veintisiete años y acababa de ser destinado como párroco a un pueblecito de Sicilia llamado Canneto di Caronia.

–¿Canneto di Caronia? – exclamó Albert.

–Sí, sí. ¿Por qué te sorprende, muchacho? ¿Lo conoces?

–Ha sido un pueblo investigado hace un año por un caso paranormal de combustiones espontáneas. Casas que ardían solas, explosiones sin motivo, fuegos que surgían de la nada. Al parecer, algo relacionado con la práctica de la ouija.

–Hummm… Lo que yo presencié allí, al poco de llegar a la parroquia, también guarda relación con el fuego y las llamas, pero no espontáneas. Provocadas. Un crimen terrible de unas niñas. Ellas no fueron las víctimas, sino las asesinas. Algo casi imposible de creer en unas criaturas de seis años. Eran seis también, todas hijas de padres descreídos, que no frecuentaban la iglesia más que la taberna. Gentes de mal vivir, con bajos sentimientos, que habían dejado crecer a las niñas en la amoralidad, como bestias del campo. Ninguna de las seis niñas iba a la escuela. La pobreza, pero sobre todo la negligencia de ios progenitores, las había hecho desnutridas. Siempre estaban sucias y despeinadas. Pero nadie hubiera pensado jamás que pudieran cometer un acto tan atroz que incluso quedó borrado de la memoria con los años. Sólo unos pocos sabíamos la verdad, y todos los que pudimos, consentimos en no hablar del hecho jamás. Hasta hoy, en lo que a mí respecta. De los demás no puedo responder. Aunque algo me dice que todos se llevaron el secreto a la tumba, ya que los que lo sabían murieron en pocas semanas.

La expectación del padre Cloister iba en aumento. Aún no sabía el curso que tomaría la historia, ni qué tenía que ver con su caso. Pero estaba seguro de que tendría que ver mucho. Quizá demasiado. El vello de la nuca se le erizó mientras el anciano continuaba.

–Una de las niñas, la cabecilla, pertenecía a una familia a la que tachaban de maldita. Veinte años antes, en un pueblo cercano, llamado Torremuzza, las gentes mataron a un abuelo suyo, su esposa y varios de sus hijos. Cavaron una gran fosa común y enterraron en ella sus cuerpos, junto con los restos de varios animales que les pertenecían, y una gran cantidad de azufre. El niño más pequeño tenía sólo cuatro años… Pero esa familia atemorizaba a las gentes de la región. Después de que dos de los hijos violaran y asesinaran a una joven del pueblo, a la que descuartizaron tras ahorcarla en un árbol, los habitantes, entre los que se incluía el párroco, decidieron tomarse la justicia por su mano y mataron a los miembros de la familia. Acabaron con ellos como perros, sin juicio ni defensa. El mal había penetrado en los corazones de todos. El dolor se pagó con dolor. El mal se tapó con sangre, tierra y azufre. Esto último fue idea del sacerdote. En tiempos, el azufre fue usado por la Inquisición para espolvorear las ropas de los condenados por ella antes de quemarlos. Desde siempre se ha asociado el Infierno con este elemento químico y sus emanaciones desde las profundidades de la tierra. El odio alcanzó las más elevadas cotas imaginables. Cuando el mal es verdaderamente profundo y real, los seres humanos vuelven a sus orígenes primitivos. Aflora el cazador sediento de sangre, la criatura inmisericorde, el temible depredador. En aquella región de Sicilia, el mal había arraigado con raíces de roble y vigor de hiedra. Estaba entremetido por las rendijas más pequeñas. Llegaba a los sitios más recónditos.

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