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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

616 Todo es infierno (14 page)

–Y supongo -intervino Michael- que la tercera persona que sabe el secreto eres tú.

Llamar secreto a lo que Daniel le había dicho a Audrey era un simple modo de hablar para Michael, pero ella se sintió incómoda al escuchar esa palabra.

–Sí -admitió Audrey-. Yo soy la tercera persona que conoce el
secreto,
como tú lo llamas. ¿Qué opinas de lo que te he contado?

Un pájaro de plumas rojas se posó en la repisa exterior de la ventana. Sus ojillos negros se quedaron mirando a Michael con interés, como si estuviera planteándose si era o no comestible. Debió de llegar a la conclusión de que el físico no era el gusano más grande del mundo, porque volvió el pico hacia la calle y salió volando en dirección a un árbol próximo.

–Opino que podría hacerse un estudio sencillo con cartas Zener de ese paciente tuyo, para determinar si es cierto o no que tiene capacidades telepáticas. Pero si te refieres a si opino que la telepatía u otros poderes extrasensoriales no son un mito, sino realidades físicas, la respuesta es que estoy convencido de que así es. Y no soy el único… No puedes imaginarte la cantidad de proyectos que existen, y el dinero que se ha gastado, y se sigue gastando, en investigaciones sobre la telepatía, la clarividencia o la telequinesia. Nuestro querido gobierno es uno de los más fervorosos interesados en estas cuestiones.

–¿De veras?

Ella preguntó sólo por cortesía. Los detalles no le importaban demasiado. Quería respuestas directas y concisas. Pero Michael se tomó su reacción como una muestra de interés.

–Puedes estar segura de que el gobierno está detrás de muchos proyectos. A principios de los setenta, la CIA y el Departamento de Defensa crearon un programa secreto, cuyo último nombre en clave fue STAR GATE, que pretendía adiestrar y utilizar a psíquicos para labores de espionaje a distancia. El proyecto lo dirigió un físico de la Universidad de Stanford, el profesor Puthoff. Se supone que lo cancelaron por falta de resultados a mediados de los noventa, pero Puthoff ha afirmado públicamente que el programa funcionaba y que él fue testigo de cómo sus espías psíquicos eran capaces de husmear, desde Estados Unidos, bases ultrasecretas en el interior de Rusia. ¿Sabes una cosa, Audrey? Yo apostaría a que el proyecto continúa en un nivel todavía más secreto. Estoy convencido. Igual que los programas de los propios rusos, o de los chinos.

»Y el asunto no es exclusivo de los gobiernos. Hay también universidades, y hasta empresas privadas, que están investigando las capacidades paranormales. Sony Corporation, la misma empresa que fabrica tu televisor o este monitor, financió durante años un programa llamado ESPER. No fue cancelado hasta después de que el portavoz de Sony revelara a un periodista que habían conseguido demostrar la existencia de los poderes paranormales. Por cierto, una de sus conclusiones fue que los niños estaban más dotados que los adultos en lo que se refiere a poderes psíquicos. ¿Y no me has dicho que tu paciente es retrasado mental? Los deficientes son una especie de niños grandes. La Universidad de Princeton lleva más de un cuarto de siglo con su investigación PEAR, en la que se ha probado que la mente puede actuar a distancia sobre la materia. Y hay cosas todavía más sorprendentes, como un estudio en curso al que llaman proyecto Conciencia Global, en el que parece estar verificándose la existencia de una especie de mente colectiva en el mundo… Podría seguir toda la tarde contándote cosas parecidas.

Audrey no lo dudaba. Había querido hablar con Michael porque, para ella, los físicos eran la quintaesencia de los científicos. Ninguna mente estaba más abierta y era, al mismo tiempo, más rigurosa que la de un físico. Y, además, Michael era un experto en el tema de los poderes paranormales. Esto último, aunque conveniente, le hacía sentirse inquieta, porque la vida rara vez es conveniente y lineal. Sólo el Destino puede obligar a que las cosas sigan un camino sin desvíos, y ella no creía en el Destino. No quería creer en ninguna clase de Destino, porque éste parecía acabar casi siempre conduciendo a la infelicidad y la muerte.

–Me abruman tus conocimientos sobre el tema, Michael.

–Yo soy un creyente en lo que llaman capacidades psíquicas. ¿Y sabes por qué? No porque tenga fe, sino porque no la tengo. Esos temas me interesan desde hace mucho y, además, ahora estoy en un equipo de investigación, aquí, en Harvard, que se llama Grupo daVinci. Lo que pretendemos es explicar la esencia del ser humano, y de todo lo que tiene vida, desde un punto de vista puramente material. Quiero encontrar una ecuación física para la vida, porque la alternativa de que un Dios nos haya creado me parece imposible. ¿Sabes que el supremo genio científico, Albert Einstein, pensaba que la telepatía era más que probable? Cuentan que le dijo a un colega suyo investigador que cuando se demostrara su existencia y la de otras capacidades similares, el mundo se daría cuenta de que todas ellas tenían más que ver con la física que con el mundo sobrenatural. Somos meras partículas elementales unidas para formar este ser que vemos, Audrey. Y todo lo que hacemos y sentimos, todas nuestras capacidades, responden simplemente a leyes físicas que, en su esencia más íntima, son elementales. E inevitables, también.

–Nuestro destino está marcado, ¿no es eso?

–Desde el mismo instante en el que empezamos a existir. Sí.

–¿Y dónde entra el alma en esa teoría?

–El alma no existe.

Audrey miró a la calle, a través de la ventana. El sol estaba ya en mitad de su curva descendente. Las sombras alargadas de los árboles y los edificios se estiraban sobre la hierba, como si quisieran desperezarse.

Michael se equivocaba: el alma sí que existía. Y Audrey estaba segura de que la suya iría a parar al Infierno, porque ella odiaba a Dios. Lo odiaba con toda su rabia, con todas sus fuerzas. É1 la había castigado por la muerte de aquel pobre guardia. Dios esperó pacientemente ocho años. Le permitió a Audrey alcanzar la felicidad con el único fin de arrebatársela luego. Perder a su hijo fue el castigo. Audrey era un Job a quien Dios no pensaba darle ninguna recompensa al final de sus tormentos.

–El alma sí existe, Michael. Te lo aseguro.

La conversación entre ella y su amigo se prolongó durante un cuarto de hora más. Ése fue el tiempo que Michael tardó en describir un modo simple de verificar las supuestas capacidades telepáticas de Daniel. Se trataba de algo realmente sencillo, que hubiera podido explicarse en tan sólo un par de minutos, pero Michael no logró resistirse a contarle todo tipo de historias y anécdotas innecesarias sobre la prueba. El físico se ofreció a ayudar a Audrey a realizarla, pero ésta se negó amablemente. Lo que Daniel y ella sabían no podía saberlo nadie más. Cuando Audrey salió por fin del edificio, llevaba consigo en el bolso una baraja de cartas Zener. Entonces se encontró a alguien a quien no esperaba encontrar.

–¡Joseph! Pero ¿qué hace aquí?

Al bombero lo acompañaban dos crios pequeños, un niño y una niña, que observaban a Audrey con curiosidad.

–He llamado a su consulta y Susan me ha dicho que tenía una cita con un cerebrito de ahí dentro. Así es que he venido a verla.
Hemos
venido, ¿verdad, chicos?

En un susurro al oído de Audrey, Joseph dijo:

–Supuse que no se atrevería a darme largas delante de dos tiernos retoños.

Era una estratagema muy baja. Y, encima, debían de llevar esperándola un buen rato.

–Yo me llamo Audrey -se presentó a los hijos de Joseph-. ¿Y vosotros?

–Yo soy Tiffany -dijo la niña.

Era una pequeña señorita, rubia y de ojos claros, que sólo se parecía vagamente a Joseph. Quien sí era idéntico al padre era el niño: moreno y con los ojos castaños.

–¿Y tú cómo te llamas, hombrecito?

–Howard.

–Encantada, Howard. Encantada, Tiffany. Ha sido un placer conoceros, pero tengo que irme.

Esta vez fue Audrey la que susurró al oído de Joseph:

–Voy a darle largas de todos modos.

–¡Oh, vamos! No puede ser tan mala como parece… -Joseph se dio cuenta de que había dicho algo que no debía-. Quiero decir…

–No importa. Sé lo que quería decir.

–Es usted muy guapa -dijo la niña, de repente.

Audrey sonrió. Con tristeza al principio, hasta que descubrió al pequeño Howard mirándola, y vio cómo éste se sonrojaba. Joseph puso una mano sobre su corazón y dijo:

–Le juro que esto no lo hemos ensayado.

Ella tuvo que rendirse, aunque no estaba muy segura de que Joseph dijera la verdad.

–Supongo que puedo quedarme un poco y dar un paseo.

–¡Estupendo! – exclamó Joseph-. Dame la mano, Tiffany. ¿Howard?

La niña se apresuró a hacer lo que le había dicho su padre, pero Howard no. Lo que hizo fue ponerse junto a Audrey y agarrar una de sus manos. Ella tomó la de Howard con una extrema delicadeza. Era tan frágil…

–Parece que la tienes en el bote, ¿eh, amigo? – le dijo Joseph a su hijo-. Fíjate en cómo te está mirando y grábate esa mirada, campeón. No la verás muchas veces en tu vida. Yo diría que es amor.

El bombero se dijo que el pequeño Howard tenía mucha suerte. Había una mujer excepcional bajo esa dura corteza. Y Joseph se había propuesto sacarla a la luz.

El paseo que Audrey dio con Joseph y los hijos de éste acabó siendo muy agradable. A pesar de todas las preocupaciones de ella y de su constante tristeza, el bombero consiguió hacerle recuperar la sonrisa. Era un hombre divertido. Y parecía, además, un padre cariñoso y dedicado. A Audrey se le pasó muy deprisa el resto de aquella tarde. Para alargarla un poco, se ofreció a llevar a Joseph a casa, donde iban a pasar la noche sus hijos. Se despidieron en el portal, y en los rostros de todos se notó que la hora de separarse había llegado demasiado pronto. Audrey se olvidó esa tarde de contar las horas que le faltaban para irse a dormir. Solía hacerlo, porque cada noche esperaba soñar con el ser al que más había amado en este mundo.

En él estaba pensando también ahora, dos días después de su paseo por el campus de Harvard, mientras el padre Cannon daba su sermón dominical. Audrey asistía todos los domingos a misa en la misma iglesia, la de San Vicente de Paúl, un baluarte para descendientes de irlandeses como ella. Los padres de Audrey habían sido católicos ardorosos, casi fanáticos, que siempre se esforzaron por inculcarle el temor de Dios. E hicieron bien su trabajo. Sentía desde pequeña un enorme temor hacia él, en su acepción más negativa. Su miedo hacia Dios era casi tan grande como el odio que había llegado a tenerle.

La parroquia se enorgullecía de su «sangre irlandesa», y ese orgullo siempre fue correspondido. Originalmente, el templo estuvo emplazado en otro lugar, pero cuando la expansión de la ciudad de Boston en el siglo XIX amenazó con su derribo, los feligreses -en su mayoría inmigrantes de Irlanda- decidieron trasladarlo a su localización actual. La misma fe que es capaz de mover montañas, pudo también mover, una a una, las piedras de la iglesia de San Vicente de Paúl. La fe de Audrey no le bastó, sin embargo, para alcanzar ningún tipo de paz interior. Pero al menos la condujo hasta la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad y hasta la madre Victoria.

Incluso en un lugar sagrado como la iglesia de San Vicente de Paúl, luchaban sin tregua dentro de Audrey las convicciones religiosas y su despecho hacia Dios. En un momento en el que pareció tomar ventaja lo primero, trató de concentrarse en las palabras del sacerdote. Pero fue inútil. Empezó entonces a fijarse en los frescos de las paredes, que tantas veces había contemplado. Mostraban las etapas de la Pasión de Cristo, los catorce pasos que lo llevaron de su condena a muerte a yacer en un sepulcro, tras sufrir un indecible tormento. Tampoco en esos cuadros encontró ningún consuelo. Sintió deseos de marcharse, pero se quedó donde estaba. Si ese pequeño sacrificio suyo hacía sentirse culpable a Dios, valdría la pena, se dijo. Volvió otra vez su atención hacia el padre Cannon. Era el primer domingo tras el día de Todos los Santos, y su sermón hablaba de la vida después de la muerte.

Acabado el oficio, todos los feligreses se mostraban alegres y sonrientes, quizá felices por compartir unas creencias que les ofrecían la salvación a cambio de sus miserias. Audrey sintió envidia. Y la inquietud que la atosigaba desde su último encuentro con Daniel regresó con más fuerza que nunca. El día anterior no había querido ir a verlo. Algo iba a ocurrir si se encontraba de nuevo con Daniel. Nunca como entonces había estado tan segura de uno de sus presentimientos. Audrey temía que pudiera tratarse de algo horrible, aunque de todos modos estaba decidida a visitarlo aquella tarde. Se resistía a olvidar simplemente al anciano jardinero y abandonarlo sin más. Resultaba curioso que alguien que carecía de toda esperanza pudiera dar esperanza a otro. Pero eso era exactamente lo que había ocurrido entre ellos dos. Daniel confiaba en que Audrey poseyera la cura para su sufrimiento, y ése era un milagro que ella se sentía obligada a honrar.

Había otra razón, además, para que no quisiera desistir: su curiosidad demasiado humana le exigía saber qué era eso sobre lo que su intuición la precavía.

Tardó un cuarto de hora en recorrer la distancia que separaba la iglesia y la residencia de ancianos. No salió inmediatamente del coche después de aparcar, sino que permaneció sentada en el interior durante un par de minutos. Ahora se sentía un poco más tranquila. Ya no tenía la sensación de que algo sombrío la aguardaba en la residencia. Quizá, después de todo, su intuición no resultara infalible. Antes de salir comprobó que seguían en su bolso las cartas Zener que le había prestado su amigo Michael McGale, profesor de física de Harvard. Estaba más dispuesta que nunca a utilizarlas para dilucidar si Daniel era realmente telépata.

Conforme a lo que ya se había convertido en un hábito, Audrey trató de imaginarse dónde podría estar Daniel. El día era soleado, así es que su primera elección fue el jardín. Encontró allí a varios ancianos, pero no a Daniel. Decidió entonces probar suerte en su habitación, también sin éxito. De los lugares habituales, sólo le quedaba la sala de ocio, hacia la que Audrey se encaminó. No había ya en la psiquiatra ninguna inquietud. Hacer frente a los propios temores era lo que se necesitaba para ahuyentarlos. Eso les decía a menudo a sus pacientes de la consulta, y Audrey estaba siguiendo su propio consejo.

La sensación de que todo estaba en orden se mantuvo, a pesar de que tampoco había rastro de Daniel en la sala de ocio. En ella vio a media docena de ancianos, sentados en butacones de hule. Sus miradas anhelantes de visitas que nunca recibirían le hicieron sentir una punzada aguda de compasión.

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