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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

616 Todo es infierno (9 page)

Cuando el médico se fue, Cloister se quedó dormido enseguida. Deliró en varias ocasiones. La fiebre se mantuvo alta, aunque fluctuante, a lo largo de toda la noche. Sin embargo, al día siguiente su aspecto era mucho mejor. Los resultados de los análisis resultaron incomprensibles: no tenía nada. Estaba sano como una rosa. El motivo de la fiebre y los temblores debía de ser psicosomático. No había causa física alguna.

El cardenal Franzik fue a visitarlo a media mañana. Albert se sentía casi totalmente restablecido.

–¿Estás seguro de que tienes fuerzas para ponerte a trabajar?

–Fuerzas y ganas.

–Quizá haya sido simple estrés. La enfermedad del mundo moderno -dijo el cardenal sin demasiada convicción.

Los dos hombres abandonaron las habitaciones y se dirigieron al despacho del cardenal. Éste había indicado que le llevaran allí vanos documentos para que el padre Cloister pudiera consultarlos. En el Amazonas había presenciado un ritual en el que algunas personas de una tribu perdida, las más sensibles, eran capaces de tener visiones del futuro, o percibir conocimientos ocultos por medio del licor que las mujeres elaboraban según una receta ancestral, a base de las hojas de una planta de la selva. El jesuita realizó con los integrantes de ese grupo humano aislado varias experiencias rigurosas y científicas. Creó una batería de tests para comprobar la veracidad del proceso. Los resultados fueron, en algunas ocasiones, más que sorprendentes. Una anciana de ojos profundos llegó a describir cosas que nunca había visto. Y dio detalles de la vida de Albert Cloister que prácticamente nadie conocía y que ella, desde luego, ignoraba con toda seguridad.

Pero lo que más inquietó el ánimo del hombre de fe y de ciencia fue una frase, no por esperada menos perturbadora. Una frase pronunciada por aquella mujer en una antigua lengua india, ya extinta, que el intérprete brasileño de Cloister conocía por textos antiguos de los religiosos españoles que cristianizaron esas tierras. Antes incluso de que le fuera traducida, el sacerdote sintió un dardo atravesarle el corazón y al mismo tiempo una extraña sensación de triunfo. Las palabras abrasaban como el metal fundido cuando escuchó: «TODO ES INFIERNO».

La mirada de la anciana de piel cobriza y la expresión de su rostro, el modo en que le miró, el estremecimiento de sus carnes flaccidas, todo le indicaba a Cloister que había dicho lo que él esperaba escuchar de sus labios.

Por eso estaba él allí. En el Vaticano se habían recibido informes de un misionero que se relacionaban con su investigación. Los indígenas de aquella región remota de la selva describían con detalle horribles visiones de un supuesto más allá aterrador. Se drogaban para abrir una ventana al otro mundo. Eran criaturas sencillas pero valientes. Su teología no les prometía un paraíso al finalizar la vida, sino un final absoluto. Para ellos, ésta era la única vida. Jamás hubieran imaginado unirse al mundo desolado y maléfico de sus visiones. Eso era otro mundo diferente, en otra dimensión ajena y aislada.

Después de contemplar el efecto del brebaje en los miembros de la tribu, y tras escuchar las palabras de la vieja, que encarnaban su anhelo y su temor a un mismo tiempo, a Cloister ya sólo le quedaba una cosa por hacer allí. Tenía que probar él mismo el brebaje que inducía a los indios aquel estado en el cual sus mentes rompían en alguna medida la barrera del tiempo y el espacio. Y aunque ellos se mostraron reticentes en un principio, fue la misma anciana la que logró convencerles de que le dejaran probarlo. Con su sexto sentido notó que él necesitaba experimentar por sí mismo. Le dio una dosis del bebedizo en un vaso labrado en madera. Albert lo apuró como si le fuera la vida en ello. Enseguida notó los efectos de la fermentación. Un raro embotamiento le invadió. Su mirada se hizo borrosa. Un hormigueo en absoluto desagradable fue recorriendo su cuerpo, desde las extremidades hacia el interior. El sonido se hizo más intenso. Y también más claro, aunque, a la vez, extraño y diferente. Su nariz empezó a captar olores sutiles, a madera quemada, a verdor, a tierra, a sudor, a animales, a comida, al propio bebedizo. Su mente estaba iniciando el viaje. Estaba penetrando un nuevo mundo, el de la conciencia alterada. Él había leído mucho sobre ese estado. Lo conocía muy bien y, sin embargo, jamás lo había experimentado.

El primer golpe de conciencia fue como un flash de fotógrafo, seguido por un estallido sordo dentro de la mente. El fuego de la hoguera, en torno a la cual se habían dispuesto todos, le pareció casi congelarse. Se volvió lento. Podía ver cada lengua flamígera ascendiendo y apagándose. Un torrente de sentimientos le inundó el alma. Su corazón se llenó de anhelo mientras las lágrimas afloraban a sus ojos y se deslizaban por sus mejillas. Tuvo la sensación de que estaba despierto, consciente, vivo. Como un aparato de radio que recibiera muchas frecuencias simultáneamente, su cerebro se saturó de datos que, ahora, se instalaban por sí solos en sus lugares correspondientes. Comprendía. Percibía. Una lucidez tan clara como el brillo de un diamante se materializó dentro de su ser más íntimo.

–¡Lo veo…! – dijo en un grito ahogado.

Antes de desmayarse, Albert Cloister había comprendido algo que nunca sospechó; y no tanto por su significado en sí como por el modo de entenderlo. Un modo nuevo para él. Una luz iluminó el fondo de su espíritu. Abrió un hueco de visión. Aunque no siempre la visión aclara misterios u ofrece verdades. A veces se desvela lo que no quiere verse, lo que preferiría ignorarse. Como el dolor de los enfermos terminales o las mutilaciones de guerra. Estar ciego es a menudo mejor que ver.

Sólo quien pone el afán de conocer por encima de todo, puede arrojarse de veras en el crisol de la búsqueda de la verdad. La anciana indígena había notado ese anhelo en Albert Cloister. Conocer lo más doloroso es, para almas como la suya, menos doloroso que ignorar.

En la imaginación de Cloister, las llamas de la hoguera se hicieron brillantes como el haz de un foco antiaéreo. Ascendían hasta el cielo. De pronto, un ser emergió de su interior. Se giró con rapidez hacia el sacerdote, para mirarlo como una serpiente fija en su presa. Eran unos ojos serenos pero terribles, un rostro de gélida hermosura que se mantenía intacto entre las llamas abrasadoras. Aquella mirada hipnótica… Aquella presencia maligna.

Maligna.

El padre Cloister se quedó petrificado y notó cómo un escalofrío le recorría la espalda. No pudo evitar que su garganta emitiera un sonido de pánico. Sintió un mareo repentino y, a pesar de que estaba sentado, perdió el equilibrio y quedó tendido de espaldas en el suelo. Los sonidos de la selva se diluyeron en su mente como un oleaje lejano. Los gritos y los olores se borraron. Su unión con el mundo se paralizó.

Era ya de día cuando recobró el conocimiento. Se sentía débil y su alma seguía turbada con la visión que le asaltó al despertar desde su recuerdo como un perro rabioso.

Aquellos ojos perversos lo habían mirado a él. Precisamente a él.

Cuando despertó, su boca estaba seca y tenía un sabor acre. Forzó las glándulas salivares para humedecerse algo la lengua. Estaba desorientado. Tratando de pensar en lo ocurrido durante la noche, experimentó una cenestesia, una sensación de ruptura sensorial parecida en cierto modo al deja vu. Notaba su cuerpo con una abrumadora percepción de realidad. Sentía su propia existencia, su yo. Era él, y no otro. Se notaba a sí mismo con más certeza que nunca. Y la entidad del fuego había emergido para encontrarlo. Eso era lo que había ocurrido en la selva.

Cuando refirió su experiencia con la entidad del fuego al cardenal Franzik, éste le ordenó regresar a Roma a la mayor brevedad. Había algo que debía saber, y ya no era posible esperar más tiempo.

–El Maligno tienta al ser humano, querido Albert, y le acongoja con la desesperanza -dijo el prefecto de los Lobos de Dios, ya acomodado en el sillón de caoba y terciopelo rojo de su despacho.

–Estoy confuso. Pero, en cierto sentido…

–Te parece que las cosas concuerdan.

–Así es, monseñor. No sé cómo ni por qué.

–Los ataques del Maligno aumentan día a día. Este mundo es cada vez más un infierno.

–Sí, todo es Infierno, pero… aquella mirada…

–La salvación se fundamenta precisamente en vencer este infierno, superar las tentaciones. Esa frase responde a un plan del Maligno. Estoy seguro. Quiere guerra, y nosotros somos sus recios y duros oponentes. Tengo aquí un documento que debes leer. Lleva la firma del padre Gabriele Amorth.

–El exorcista de la diócesis de Roma.

–El mismo. Ten -dijo el cardenal, alargándole unas hojas grapadas a Albert-. Estoy seguro de que te interesará.

Eran las fotocopias de una entrevista al famoso exorcista y demonólogo, concedida al diario oficial de la Santa Sede, L'Osservatore Romano. En ella Amorth hablaba del incremento de prácticas satánicas en el mundo, de ocultismo, espiritismo, magia negra.

–Conozco la forma de pensar del padre Amorth, eminencia. Y como sabe, no estoy muy de acuerdo con él. Como científico no puedo aceptar que el Demonio campe a sus anchas en medio de jovenzuelos que juegan a lo que no comprenden.

–Como científico no puedes aceptar eso. ¿Y como sacerdote?

La pregunta de Ignatius Franzik fue como una losa de granito.

–No sé qué responder.

–Ya -dijo el anciano apretando los labios y agachando levemente la cabeza-. Tu fe no es pequeña, pero no te basta. Necesitas confrontarla con algo que la demuestre. Así es tu mente, que condiciona a tu espíritu. Yo era igual que tú, pero ahora… He visto demasiadas cosas que sólo la fe puede explicar, o justificar. Me gusta saber que todavía hay personas jóvenes en años y jóvenes de corazón. Investiga y hazlo con libertad. Arroja el prejuicio. Cristo quiso que nos hiciésemos como niños para poder acercarnos a él. Pero eso no significa que quisiera personas simples, sino abiertas, limpias, sinceras.

El viejo cardenal divagaba. La crispación de sus labios era bien conocida por el padre Cloister. Estaba preocupado y era incapaz de disimularlo.

–¿Cuál es la información que debo conocer y que es tan urgente? – dijo Cloister, reconduciendo la conversación.

–¿Cómo…?

–Por lo que era tan urgente mi regreso de Brasil…

–Ah, sí… -dijo Franzik-. Antes de eso quiero que visites a un gran amigo mío. Fue mi maestro en el modo de entender la teología y muchas otras cosas de la vida. Le he pedido que te reciba en su retiro, el monasterio benedictino de Padua. Cuando yo acababa de entrar en la edad adulta, él ya era viejo. Tiene más de cien años. Pero que eso no te condicione negativamente. Rige mejor que la mayoría, con independencia de su edad. Es el más sabio de los hombres que he conocido. Ve a verlo. Cuéntale lo que has descubierto y todo lo que te aflige. Por desgracia, no le queda mucho tiempo. Una extraña enfermedad del hígado lo corroe día a día.

–¿Qué relación tiene con mis investigaciones?

–Mucha. Más de la que imaginas.

–Entonces, ojalá él pueda iluminarme.

–Lo hará. No te quepa la menor duda, querido Albert.

Capítulo 8

Boston.

El pasado del parque público más antiguo de Estados Unidos, el Boston Common, no era muy ilustre. Sus terrenos sirvieron como lugar de campamento para ejércitos diversos, se linchó en sus árboles a más de un condenado a muerte, y la hierba que cubría el suelo dio de comer a muchas vacas hasta bien entrado el siglo XIX. En la actualidad, sin embargo, los barrios en torno al Boston Common están entre los más caros de la ciudad. Como Beacon Hill, situado al norte, donde se encontraba la casa de la doctora Audrey Barrett. En su calle, sosegada y a sólo dos manzanas del parque, se veían edificios de ladrillo oscuro, verjas de hierro forjado limitando las parcelas, faroles que parecían sacados de un libro de Sherlock Holmes y pequeñas escalinatas de piedra. Estando allí era fácil imaginarse en un típico barrio de Londres. Puede que Estados Unidos derrotara a los ejércitos de Su Majestad, pero Boston nunca dejaría de ser, en cierto modo, una ciudad inglesa.

La calle estaba en silencio. Pocos sonidos se atrevían a romperlo: el crepitar de las hojas secas al ser movidas por el viento, un zumbido casi imperceptible de la bombilla de un farol, el ruido de un gato revolviendo entre los cubos de basura. Al lado de uno de ellos, en el suelo, reposaba una calabaza del último Halloween que nadie se había molestado aún en recoger. Su rostro burdamente horadado no consiguió asustar a nadie en la Noche de las Brujas, pero ahora resultaba inquietante. Los ojos y la boca, que estuvieron iluminados por la luz de una vela, se habían convertido en pozos de sombras.

Audrey se apresuró a subir los escalones que conducían a la puerta de su casa. Al entrar, se topó con el correo esparcido por el suelo. Una ranura dorada convertía el vestíbulo en un gran buzón casi imposible de llenar, al que todos los días llegaba una infinidad de correspondencia. Disgustada, cogió el montón de correo con ambas manos y lo depositó sobre el aparador de la entrada. Un rápido vistazo le bastó para saber que no había nada demasiado urgente. «Gracias, Dios, por los pequeños favores», pensó. Y, en voz alta, dijo:

–Los grandes te los guardas para tu hijo, ¿eh?

Nadie contestó. Estaba sola. Completamente sola. No había dejado de estarlo ni un segundo en los últimos cinco años, desde que su hijo desapareciera.

Le dolían los pies, que notaba hinchados. Se quitó los zapatos y, así, descalza, se encaminó al salón. A oscuras, Audrey se desplomó en un gran sillón de cuero. Su asistenta había vuelto a marcharse sin encender la chimenea. Era de esperar, al ver que tampoco había recogido el correo del suelo. La mujer la odiaba por alguna razón y ésas eran sus pequeñas venganzas. Audrey estaba ya harta. De no sentirse tan cansada la llamaría ahora mismo para despedirla. Ya no quedaban personas decentes en el mundo. La única excepción era la madre superiora… y quizá ese bombero insensato, Joseph Nolan, lleno de buenas intenciones, como un ingenuo
boy scout.

Tuvo que levantarse del sillón y encender la chimenea ella misma. La leña empezó a crepitar poco después. No tenía hambre, así es que, en vez de cenar, decidió poner un poco de música. Todo valía a cambio de no darle más vueltas a lo ocurrido con el viejo jardinero, Daniel. Sus comentarios la habían cogido por sorpresa. En contra de lo que le dijo a Joseph, sí le parecía muy extraño que Daniel conociera la historia de la estatua de John Harvard y sus tres mentiras. Y que hablara de una cuarta mentira resultaba del todo inverosímil. Aterrador. Porque Audrey llevaba catorce años ocultando un secreto en el lugar más oscuro de su corazón. Daniel incluso le había guiñado un ojo en un gesto cómplice… La casualidad era difícil de admitir. Al día siguiente, sin falta, volvería a hablar con el anciano y, entonces, esperaba sacar algo en claro. Ahora trataría de dejar la mente en blanco limitándose a escuchar un poco de música. Rebuscó entre los CD que había en un estante por encima del equipo de alta fidelidad. Uno de ellos le hizo pensar «¿Por qué no?».

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