Read 616 Todo es infierno Online

Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

616 Todo es infierno (5 page)

–He leído que esto les ha pasado a otras personas. Que no siempre la luz blanca es la última visión de quienes están a punto de morir, pero regresan. Que hay personas con otras experiencias.

–Lo que nunca antes había, sucedido, que la Iglesia sepa -mintió piadosamente el padre Cloister, que extrajo de su portafolios unos documentos del hospital-, es lo que a usted le pasó mientras se hallaba en coma.

–Así es, padre. Así es. Ninguno de los médicos pudo comprender cómo, en la cama de la Unidad de Cuidados Intensivos, vigilada permanentemente por una enfermera, los huesos de mis piernas pudieron quebrarse. Solos, sin motivo, dejándome así, inválida… Tengo miedo, padre. ¿Qué puede significar todo esto?

Albert Cloister no tenía una respuesta para esa pregunta. Ojalá la hubiera tenido. Ojalá hubiera sabido qué responder. Pero, como en tantas otras ocasiones, frente al horizonte de lo desconocido, sólo podía echar mano de su fe.

–Rece a Dios y no tenga miedo. Él nos dará las respuestas cuando lo crea conveniente. No tenga miedo.

Tendió sus dos manos a la anciana, que lloraba ahora amargamente. Sus pupilas buscaron las del sacerdote, como queriendo atravesarlas y descubrir en ellas la sinceridad de su respuesta. El miedo la atenazaba cada noche y cada día, en todo momento. Él trató de tranquilizarla. Pero también empezaba a sentir miedo. Un miedo sin forma que aún no había encontrado su auténtico motivo.

Un taxi llevó a Albert Cloister ante la catedral de Nuestra Señora de París. Tenía la necesidad de orar en ese magnífico templo erigido cuando los hombres rendían auténtico tributo a Dios. Dicen que la fe mueve montañas, pero es capaz de mucho más que eso. Puede incluso levantar montañas nuevas: las catedrales, montañas de piedra labrada, erigidas por fe. Y las toneladas de piedra de la catedral de Notre Dame habrían de aliviar el peso que notaba, grávido y opresivo, sobre su alma.

«TODO ES INFIERNO», recordó. Ésa era la inscripción grabada en el interior del féretro de aquel cura español del que tuvo que suspenderse el proceso de canonización. Sus huesos estaban rotos. Algo se los destrozó aún en vida. El hombre debió de ser enterrado en estado cataléptico y se despertó dentro del ataúd. Pero no pudo provocarse a sí mismo esas lesiones. Eso era imposible. El padre Cloister recibió el encargo de investigar el hecho. A finales del año 2000, de la Congregación para las Causas de los Santos había pasado a formar parte de un grupo de sacerdotes sin nombre oficial -todos ellos jesuítas, como él, al servicio directo del Papa-, que indagaban en lo prohibido, en los misterios paranormales y todo cuanto escapa a la comprensión humana y de la ciencia. Unos religiosos que actuaban a veces de incógnito, bajo falsas identidades cuando era necesario; hombres de fe versados en ciencia, tecnología, historia, mitos, simbología, lenguas antiguas, psicología, técnicas de espionaje. Un grupo de investigadores de lo más extraño entre lo extraño, para rechazar los enigmas y misterios definitivamente o transformarlos en incontrovertibles, que se llamaban a sí mismos «los Lobos de Dios». Sí,
lobos
, pues a veces hacen falta lobos para defender a los
corderos
del Señor.

Desde niño, Cloister había demostrado una aguda inteligencia y una genuina curiosidad por el mundo que lo rodeaba. Le encantaba leer libros en el tiempo en que sus compañeros de colegio miraban cómics. Siempre se sintió distinto. Primero para mal, pero luego, cuando comprendió los motivos, ya sin ninguna clase de sentimiento de inferioridad. Su jovialidad lo llevó a limar sus rarezas para agradar a los demás. Era un muchacho extrovertido que, sin embargo, no se sentía del todo a gusto en este mundo. Algunos chicos tenían ciertos reparos hacia él, y las chicas no le hacían demasiado caso. Siendo aún muy joven, casi sólo un chiquillo, sintió la primera llamada de la vocación sacerdotal. Su familia era una buena familia católica, aunque no muy religiosa. Él, sin embargo, tenía un gran aprecio por todo lo sagrado.

Una única vez sintió la tentación de abandonar esa senda. Fue con diecisiete años, durante un verano en un campamento mixto al que le habían enviado sus padres. Allí conoció a Paula Loring, una jovencita de su misma edad, de pelo rubio y grandes ojos verdes, que aparentaba tres o cuatro años más que él, y de la que se enamoró rendidamente. Se pasó la mitad de las vacaciones tratando de buscar un modo de hablar con ella sin que se le notara el rubor y el azoramiento. Cuando la veía, una luz invisible la rodeaba. Él era tímido con las chicas y aquello le superaba. Pero fue ella la que dio el primer paso. Era el año 1989, y sonaba en la radio el disco postrero de Roy Orbison, con su acento sureño. Una canción -She's a Mystery To Me- y una noche constelada, en medio de una pradera con un gran lago, rodeado de montañas, junto al fuego de una hoguera… Aquella chica le hizo más feliz de lo que nunca había llegado a soñar.

Las siguientes semanas fueron tan embriagadoras como el vino, tan dulces como la miel, tan alegres como una bandada de pájaros bajo el sol de la mañana. Fueron jornadas carentes de preocupaciones, en las que se respiraba la libertad que sólo la juventud puede dar a un espíritu. Albert sentía el amor como un dardo placentero que se hubiera hundido en su corazón hasta tocar el centro. Descubrió la sensualidad y el sexo. Pero el verano acabó, él volvió a Chicago, Paula a Filadelfia, y las hojas de los árboles cayeron. Ambos se prometieron escribirse, volver a verse, seguir amándose, continuar su relación tan perfecta.

Sin embargo, unos meses bastaron para que Albert se desengañara. Paula le escribía y le llamaba por teléfono al principio. Luego dejó de hacerlo poco a poco. El frío sustituyó al calor, y ese fin tan triste coincidió con el peor momento de la vida de Albert, la muerte de su hermano John.

John era su único hermano, cuatro años mayor que él. De niño, lo había idolatrado. En él veía un modelo que seguir. Era popular, siempre vencía en los deportes, las chicas lo adoraban, sacaba buenas notas. Hasta que, unos pocos años atrás, empezó a comportarse de un modo diferente. Abandonó a sus amigos y se encerró en sí mismo. Apenas salía, salvo cuando tenía que hacerlo para ir al instituto. Ya nunca se reía ni disfrutaba de nada. Un día reveló a sus padres la causa de su aflicción: se había dado cuenta de que era homosexual. Albert sufrió en silencio la destrucción en mil pedazos de su modelo. Cuando él lo supo, tenía sólo quince años, y su personalidad aún no estaba formada. Su padre habló con él y le dijo que no debía jamás burlarse de su hermano, ni pensar de él que hubiera hecho algo malo por su orientación sexual. Albert cumplió esa promesa. Por fortuna para John, sus padres eran comprensivos. Trataron por todos los medios de evitar sufrimientos a su hijo, pero no lo lograron. En la Navidad de 1989, John se suicidó arrojándose a las gélidas aguas del río Chicago desde el puente de la calle Monroe.

Dejó una nota con una sola palabra., dirigida a su familia, en la que había escrito una petición que reflejaba lo que él nunca se había dado a sí mismo: «Perdonadme».

Al año siguiente, Albert ingresó en el seminario de los jesuítas de Chicago. El golpe de la muerte de su hermano había sido fuerte y terrible. Y el amor no era lo que él esperaba. La vida es efímera. Hay muchas injusticias en el mundo y el mal acecha. Sólo la búsqueda del bien y de la verdad en Dios podía dar auténtico sentido a la existencia y anular la futilidad del tiempo que a cada ser humano le ha sido concedido.

Albert empezó a destacar en ciencias, por lo que, tras obtener el doctorado en teología, fue matriculado por su orden en la Universidad de Chicago, aquel lugar mítico donde Enrico Fermi puso en marcha el primer reactor nuclear de la historia. Sus calificaciones eran muy altas y su actitud satisfactoria. Enseguida, los superiores de la Compañía de Jesús se dieron cuenta de que el joven valía y tenía talento. Completada su formación, lo enviaron a Roma para servir en la Congregación para las Causas de los Santos. Pero luego le dieron un cometido más relevante, al que sólo accedían los más preparados, capaces y leales: los Lobos de Dios.

Albert sabía ahora cosas que antes ni siquiera sospechó. Procesos desconocidos de la mente humana, sucesos inexplicables, fuerzas más allá de lo explorado. Todo ello estimulante a la par que sobrecogedor. Pero siempre con la mirada puesta en el Altísimo, como muestras de su infinito poder y de su escritura recta en renglones torcidos. Todo lleva hacia Dios y todo participa de su Gloria, era lo que Albert Cloister pensaba. En aquella ocasión, sin embargo, un desasosiego profundo le impedía lograr la paz de espíritu en este mundo de guerra permanente; algo que siempre había logrado por encima de todo el dolor y los percances, de las dificultades o el peligro.

Ahora, y por primera vez, tenía auténtico miedo. Había visto el horror, pero siempre había podido encontrar una explicación. Ahora estaba desconcertado. La falta de razón de lo que veía le producía desasosiego y, sobre todo, miedo.

Tras unos minutos de oración en la nave central de Notre Dame, salió afuera y paseó largamente a orillas del Sena. Sumido en sus reflexiones, atravesó el Pont-au-Change y siguió caminando más allá de la lie de la Cité y de la lie Saint-Louis, en dirección sureste hacia la estación de Austerlitz. Necesitaba aclarar sus ideas. Aquellos huesos rotos del cura español, aquellos huesos rotos de la anciana que acababa de entrevistar… El dolor, las visiones terribles y ese hecho tan especial tenían que estar de algún modo conectados. «TODO ES INFIERNO.» ¿Qué significaba realmente esta frase? ¿Es el mundo un infierno y, tras la muerte, nos espera otra condenación, otro infierno? ¿Acaso Dios había renegado de sus criaturas por sus pecados y, cansado de perdonar, las condenaba sin misericordia? Pero… ¿y los justos? ¿Y los buenos?

En su portafolios de piel llevaba tres informes indirectamente relacionados con el caso que acababa de investigar. Todos ellos correspondían a personas con experiencias próximas a la muerte que habían visto, como la anciana dama francesa, algo más que la luz blanca que atrae pacíficamente a las almas. Algo maligno. Esta clase de experiencias correspondía aproximadamente a una de cada veinte, es decir, un cinco por ciento del total. En los reportajes de televisión sobre las experiencias cercanas a la muerte, o ECM, no solían incluirlas. A la gente no le gusta pasar miedo con cosas reales. Y a todos nos espera la muerte, tarde o temprano, quizá a la vuelta de la esquina. Es algo que la mayoría prefiere no pensar siquiera, aunque sea inevitable. O precisamente por eso.

Pero, en los casos que Cloister llevaba en su portafolios, ninguno de los entrevistados había despertado con los huesos rotos, ni había vuelto a la vida con lesiones inexplicables. Habían sido elegidos porque mostraban una presencia del mal muy acusada, incluso más de lo habitual en las experiencias negativas que componían ese cinco por ciento inquietante. Se trataba de personas normales. No había aparente explicación a sus visiones, como no hubo profanación en el caso del cura español ni la anciana sufrió en el hospital el ataque de ningún demente. Ambas cosas eran imposibles. Cloister se lo había repetido mil veces. Sólo se le ocurría que estas personas hubieran llegado más lejos en su viaje al otro lado. Tan lejos que incluso habían traído un daño físico al regresar… Pero eso era sólo una conjetura.

El padre Cloister se sentó en un banco junto al río. Estaba dejando de fumar, lo que no le resultaba nada fácil en ese momento. Se puso en la boca un chicle de nicotina y empezó a mascarlo mientras sacaba los informes de la cartera. Los colocó en orden de antigüedad: Marcial Bernárdez, jardinero peruano, año 1993; Edith Sommerfeld, ama de casa austríaca, año 1998; y Evelyn Taylor, directora de una agencia de modelos neoyorquina, año 2001.

MARCIAL BERNÁRDEZ MENA

Ciudad de Lima, Perú.

Jardinero al servicio del Estado.

Suceso acontecido el día 5 de febrero de 1993.

Entrevistado el día 28 de agosto de 1993.

Edad en el momento del suceso: 39 años.

Causa de su experiencia próxima a la muerte: Tras el accidente provocado por un corrimiento de tierras, por cuya causa el automóvil en que viajaba una cuadrilla de jardineros se despeñó, Marcial Bernárdez, que se encontraba entre ellos, se seccionó la columna vertebral. Inmovilizado por sus compañeros, la unidad de rescate tardó varias horas en llegar. Marcial Bernárdez sufrió un infarto durante el traslado al hospital y estuvo media hora sin pulso, bajo maniobras de resucitación llevadas a cabo por el equipo médico. Se le dio por muerto, pero aproximadamente una hora después, su corazón respondió de un modo espontáneo.

Extracto de su declaración: Después de la pérdida total de conciencia, la negrura absoluta invadió sus sentidos.

El entrevistado describió esa situación como un «pozo profundo». Sin percepción temporal, transcurrido un tiempo indeterminado, comienza a regresar, o eso es lo que él siente. Le parece escuchar sonidos y captar imágenes. Ve ante sí un túnel de paredes oscuras con una luz blanca al fondo, hacia arriba, con destellos. Un susurro, que lo inunda todo, lo llama y le pide que se acerque a la luz. Él lo hace, confiado. La aflicción de su espíritu ha desaparecido. Camina sin caminar, de un modo sutil, irreal. Alcanza una especie de disco blanco y lo atraviesa. El susurro amigable se convierte en un grito desgarrado. La luz disminuye y se torna roja. Ya no lo ciega, sino que puede ver desde una especie de atalaya… Lo que contempla le llena de pavor y lo estremece. Es algo que no se puede describir por comparación con lo conocido: sufrimiento sin forma, destellos que parecen convertirse en bocas anhelando la salvación. Y una sombra oculta entre las sombras. Ahí termina su experiencia. Al regresar sólo recuerda ese final, pero, sin saber por qué, está seguro de que hubo algo más.

EDITH FOERSTER-SOMMERFELD

Ciudad de Linz, Austria.

Ama de casa, antigua dependienta de una floristería.

Suceso acontecido el día 31 de enero de 1998.

Entrevistada el día 15 de marzo de 1998.

Edad en el momento del suceso: 60 años.

Causa de su experiencia próxima a la muerte: Paro cardíaco producido por una descarga eléctrica en la cocina de su casa, estando sola hasta que fue hallada por uno de sus hijos a la hora de comer. Tiempo sin pulso, indeterminado. Seguramente estuvo así varias horas, pero se dio una circunstancia inusual. Al caer en la cocina, golpeó la puerta que daba al patio trasero de la casa y ésta se abrió. Cuando la encontraron, la temperatura de la estancia era próxima a los cero grados. La posible influencia de este hecho no ha sido aclarada satisfactoriamente por los facultativos.

Extracto de su declaración: Queda sumida en la oscuridad total de un modo repentino, seguido de una especie de destello, seguramente propiciado por el shock eléctrico. Después, de un modo que podría definirse como «a cámara lenta», se va haciendo una tenue y nebulosa luz, y van desfilando familiares y amigos de la accidentada, ya fallecidos. La sensación no es de miedo, ni de euforia. Antes bien, el espíritu de la señora Sommerfeld se halla en un estado de ausencia de emociones. Esto varía cuando, de pronto, la luz aumenta y se focaliza en un punto. Se forma un túnel hacia él. Ahora la emotividad aflora, el deseo de ir hacia la luz y abandonar el mundo de la vida terrenal, física. Pero una nueva fuerza pugna por evitar ese viaje final: los hijos de la señora, cuya presencia inmaterial hace que el traslado hacia la luz no sea placentero. Sin embargo, ella continúa hasta que un terrible desasosiego se apodera de su espíritu. Ve cuerpos mutilados, deformes. Una presencia maligna concurre a la escena, como un ser de fuego, aunque con forma poco definida, salvo sus ojos. Son ojos inexpresivos, calmos, pero terroríficos. En el último momento, la señora Sommerfeld se vuelve y recibe un renovado impulso hacia sus hijos, que lloran su muerte. Así vuelve a la vida, con la terrible sensación de que los ojos rodeados de fuego esconden un secreto que ella no llegó a conocer, pero que estaba allí y que supera con creces cualquier horror imaginable.

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