Read 616 Todo es infierno Online
Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez
Tags: #Religion, Terror, Exorcismo
–¡Daniel!
Nada.
Un crujido hizo que su corazón se detuviera. Se lanzó al suelo. Notó un fuerte impacto en el costado cuando un trozo de viga ardiente lo golpeó. Su chaqueta se había rasgado y las llamas consumían el forro. No encontraba el extintor. Estaba quemándose. Sentía cómo el fuego trataba de alcanzarle la piel y abrasarla. Se retorció para librarse de la viga y apagar las llamas. Gemía como un niño mientras se quitaba la chaqueta y la bombona de oxígeno.
Le faltaba el aire. Aún seguía con la máscara puesta, pero ya no estaba conectada a la bombona. La arrancó de su cara, inspirando al mismo tiempo con todas sus fuerzas. El humo le llegó al fondo de los pulmones, haciéndole doblarse y toser con violencia. Pudo contener las náuseas por muy poco. De no ser por la bombona, la viga le habría partido la espalda, pero el impacto rompió la válvula dejándola inservible.
–¡Daniel!
El humo era más denso que nunca. Los ojos le ardían y era incapaz de dejar de toser. El piso inferior estaba ahora en llamas. Se sentía acorralado. Hasta la más pequeña fibra de su ser le exigía que huyera. Daniel se había marchado, o ya estaba muerto. Eso argumentaba su cerebro.
–¿Dónde… -tosió- diablos está?
Algo se movió en la cama. Fue una leve sacudida de las sábanas. El bombero se dirigió hacia ella sorteando unos muebles en llamas y lanzando miradas temerosas hacia el techo, que no tardaría en derrumbarse por completo.
Los niños se esconden debajo de la cama cuando tienen miedo… Se agachó y levantó las sábanas. Unos ojos muy grandes, muy asustados, le devolvieron la mirada.
–¡Tenemos que salir de aquí! – gritó el bombero, sorprendido al ver que Daniel era un anciano.
Daniel lo miró como si no le entendiera. Su respiración era entrecortada, angustiosa.
–No… encuentro… mi… rosa.
A la mente del bombero acudieron las palabras de la novicia: «No ha querido salir. No encuentra su rosa». Era increíble la estupidez que estaba oyendo. Sintió deseos de romperle la cara a aquel imbécil. Él estaba jugándose la vida para rescatarlo, el fuego los rodeaba, y a ese hijo de mala madre sólo le preocupaba una maldita rosa.
–Si no sale de ahí, le juro por Dios que yo haré que salga.
Un nuevo crujido engulló la amenaza y el ataque de tos que le siguió. El bombero se encogió contra la cama cuando medio techo se vino abajo entre un mar de llamas y brasas. Daniel lanzó un alarido tenible y se escurrió de debajo de la cama con violencia, derribando al bombero. Era increíble que aún tuviera fuerzas para eso.
–¡Vuelva aquí!
Lo vio dirigirse escaleras arriba. Fue tras él, maldiciéndolo. El tejado estaba ardiendo; también lo que quedaba del suelo. Y en medio de las llamas se encontraba Daniel, rebuscando desesperadamente entre los muebles que ardían. Respiraba con estertores y estaba quemándose las manos, pero no desistía. Se le oyó balbucear algo ininteligible: «No encuentro mi rosa». Al bombero se le encogió el corazón. Estaba contemplando la locura. Las maderas del suelo vacilaron bajo su peso. Pero tenía que rescatar a Daniel. Este no le prestó atención cuando el bombero llegó a su lado. Segundos después, el mundo se sumió para Daniel en la oscuridad. El bombero evitó que cayera y se lo echó sobre el hombro. Pesaba tan poco…
Era de día. Hasta la noche más larga acaba siempre por terminar. Y la noche anterior había sido muy larga. De las más largas que el bombero Joseph Nolan recordaba. Llegaron a juntarse diez camiones cisterna, pero por fin contuvieron el incendio. Todo estaba arrasado, sin embargo. De lo que fue un hermoso lugar de oración sólo restaba una pila ennegrecida de escombros todavía humeantes. Se repitió que jamás había visto al fuego ensañarse de ese modo con ningún edificio. Algo así debió de ocurrir en 1972, cuando nueve camaradas cayeron en el incendio del edificio Vendange, incluido el padre de Joseph. Fue la mayor tragedia del departamento de bomberos de Boston.
Hacía calor, pero él sintió un escalofrío. Le dolía la espalda, y de vez en cuando le sobrevenía un ataque de tos. Nada grave, en el fondo. El médico le dijo que había tenido suerte: si hubiera tragado un poco más de humo, ahora estaría como Daniel… Pobre hombre. Después de que la ambulancia se lo llevara, se enteró de que era retrasado mental y de que no había nada en este mundo a lo que tuviera más aprecio que a una planta que poseía: su rosa. La maldita rosa que por poco les cuesta la vida a ambos, que quizá iba a costarle la vida a Daniel.
El bombero no estaba seguro de qué hacía allí. El no era de los que vuelven al «lugar del crimen». Después de salir vivo de un incendio lo único que deseaba era olvidarlo todo, abrazar a sus hijos y regresar a casa. Nada más. Pero hoy no había podido resistir el impulso.
Rodeó el edificio por el lado izquierdo, como hizo esa noche, y llegó hasta los restos calcinados de lo que fuera el hogar de Daniel, un antiguo establo que compartía con sacos de tierra y abono, y con las herramientas propias de su trabajo de jardinero del convento. Se subió al montículo de escombros. De él sobresalían maderas ennegrecidas, como una hilera de dientes putrefactos. Un pájaro se posó sobre una de ellas. La vida siempre continúa. El bombero lo asustó al moverse y el pequeño animal voló hasta un resto de la antigua pared. Fue entonces cuando la vio.
Era una maceta. Joseph se aproximó hasta ella, espantando de nuevo al pájaro, que pareció dirigirle esta segunda vez una mirada de reproche. Por alguna milagrosa razón, la maceta y su planta se hallaban intactas. Pero la rosa de Daniel no era más que un palo seco y muerto. Ya lo era antes del incendio.
España, cinco años atrás
Los mares de cereal desplegaban su áureo manto sobre las tierras monótonas y pobres de la provincia de Ávila. El Seat Toledo de color negro aminoró la marcha al pasar frente al cementerio de un pueblecito castellano, Horcajo de las Torres. Estaba en un terreno algo apartado del pueblo propiamente dicho. Lo circundaba una tapia blanqueada con cal, sólo abierta en una amplia puerta protegida por una verja de hierro.
El automóvil siguió avanzando hasta el pueblo y se detuvo en la plaza de la iglesia. Una vez allí, el conductor, elegantemente ataviado de uniforme, descendió del vehículo y abrió la puerta trasera a sus ocupantes, un grueso obispo y un sacerdote joven. Ambos bajaron del coche con paso quedo. El viaje desde Madrid no superaba la hora y media, pero la salud del obispo estaba muy deteriorada por la edad y la acumulación de grasa. Algo mareado, dio un mal paso al salir del coche, y el chófer tuvo que tenderle la mano para evitar que cayera sobre el empedrado de la plaza.
–Antonio, por favor -dijo el obispo-, ve a un bar y compra unos refrescos. Este calor es insoportable…
El obispo sudaba copiosamente. Se descubrió y se frotó la brillante calva con la palma de la mano. El otro sacerdote, de piel clara y ojos azules, le miró con gesto de leal condescendencia.
Enseguida volvió el conductor trayendo consigo unos botellines fríos. La chica del bar salió a ver qué personaje importante había llegado al pueblo. También se asomaron para curiosear los vejetes que a esa hora de la tarde echaban su partida de dominó. Vieron cómo el obispo y el sacerdote se encaminaban a la iglesia. Ahora comprendieron, pues lo habían oído en la última misa: eran los enviados de la Santa Sede para el proceso de canonización de don Higinio, quien fuera párroco de Horcajo de las Torres hasta su muerte, en los comienzos de la Guerra Civil española. El obispo era, sin duda, el clérigo encargado de hacer las últimas investigaciones para demostrar si la santidad de un hombre o una mujer era merecida.
Las gentes del pueblo se confundían en parte: el obispo era un acompañante impuesto por la Iglesia española. El enviado de la Congregación para las Causas de los Santos era el cura más joven, un jesuíta norteamericano que servía en Roma, llamado Albert Cloister. Su misión era exhumar los restos de don Higinio, beato desde hacía ya algunos años y con fama de santidad en toda la región. Su bondad, su alma pura, le hizo precisamente más proclive a los ataques del Maligno. Una intensa lucha interior lo llevó a la victoria con la ayuda de Dios, pero no pudo librarse de padecer estigmas en las palmas de sus manos.
La Iglesia considera a los estigmatizados como receptores de un don divino. Poco después de su fallecimiento, una anciana se encomendó a él para que salvara a su nieta, una niña de ocho años víctima de una enfermedad ósea, entonces incurable, que amenazaba con condenarla a una decrepitud prematura y a la muerte. La niña sanó sin que los médicos que la trataban pudieran dar una explicación científica satisfactoria. Cinco años después, el caso se había repetido en la persona de un hombre fervoroso que, siendo un muchacho, quedó paralítico al caer por un barranco. Desde que le ocurrió, rogaba cada día a don Higinio, sin excepción, que intercediera por él ante el Señor para que le librara de sus lesiones. El milagro tardó en producirse diez años, diez años exactamente. En el décimo aniversario de su caída, el hombre recuperó la capacidad de caminar cuando los doctores habían asegurado que tenía seccionada la médula ósea y ya nunca volvería a levantarse de su postración.
La parroquia de Horcajo, consagrada a san Julián y a santa Basilisa, estaba ahora regida por un severo y reaccionario sacerdote castellano, tan viejo como los muros de la iglesia. Hasta hacía unos meses tuvo como coadjutor a un jovenzuelo de Madrid que murió de una leucemia, y aún no había recibido un sustituto. Y quizá no lo recibiese, por lo pequeño del pueblo y la escasez de vocaciones en esos años de libertinaje y de internet. La Red Global era uno de los blancos favoritos de sus iras. «Ahí está el mal -decía-, la perversión que inunda el mundo.» También el curón pensaba a menudo en los cantantes modernos, e imaginaba a la «juventud» de las ciudades como manadas de pichones alocados y con el pelo largo, borrachos y drogadictos, seguidos por chiquillas vestidas con ropas provocativas y aire alelado. Se lamentaba de que ya no hubiera autoridad para frenar aquel despropósito…
–Cuánto me alegro de verle, monseñor -saludó el párroco al obispo-. Y también a usted, padre Cloistre. ¿Han tenido buen viaje?
–Un poco pesado y caluroso -contestó el obispo tendiendo su anillo al sacerdote, que flexionó su pierna derecha y lo besó mientras hacía la reverencia preceptiva.
Al padre Cloister, el cura le dio la mano con cierto recelo, el que sentía por todo lo foráneo. Además, le parecía demasiado joven para una tarea de tanta responsabilidad.
–Pongámonos manos a la obra cuanto antes, se lo ruego -dijo el jesuíta-. Debo estar de regreso en Roma para asistir mañana temprano a una recepción del Santo Padre.
La mención al Papa hizo abrir la boca al viejo párroco, que pronunció un leve «¡Oh!», al tiempo que echaba su cuerpo hacia atrás. Recobrado de su candida expresión de admiración, asintió y dijo:
–Por supuesto. Si son tan amables de acompañarme, los guiaré hasta el cementerio. He avisado a los sepultureros que estuvieran dispuestos para la exhumación.
Desde la reforma del reglamento de canonización en 1917 no era preceptivo exhumar los cuerpos para comprobar si estaban incorruptos o había arañazos en el interior de los ataúdes que los albergaban. Lo primero era signo inequívoco de santidad, mientras que lo segundo significaba que la persona enterrada no estaba realmente fallecida en el momento de ocupar su fosa, de modo que se habría despertado en el interior, de repente, y por desesperación habría tratado de escapar golpeando y arañando la madera. Vano intento que, por añadidura, al considerarse propio de la desesperación, hacía incompatible esa circunstancia con la santidad. Sin embargo, a pesar de la no obligación de hacerlo, la exhumación a menudo se seguía practicando cuando se podía acceder con facilidad a los restos.
Los tres sacerdotes salieron de la iglesia y ocuparon el Seat Toledo. Una nube de vecinos, avisados por la joven del bar y sus parroquianos, salió a paso ligero detrás del coche. Todos querían ver lo que hacían aquellos enviados de la Santa Sede con el cuerpo de su buen don Higinio.
En el interior del camposanto había un cierto olor a descomposición, potenciado por el calor. El sol caía como una losa sobre las cabezas de los cinco hombres que se reunieron en torno a la tumba de don Higinio. El obispo, a pesar de su sombrero, notaba cómo el sudor le iba bajando desde lo alto de la cabeza por la frente y todo su rostro. Los enterradores, que habían tenido que excavar la tierra, descansaban a la sombra y tenían las camisas completamente empapadas. Se quitaron las gorras y se acercaron a una llamada del párroco. Bajo la atenta mirada del padre Cloister, desclavaron con unas palancas la tapa de madera del ataúd de don Higinio, que, podrida, se quebró en varios pedazos a pesar del cuidado que los hombres pusieron en la tarea.
Los habitantes de Horcajo observaban la escena desde fuera, agolpados unos contra otros y pegados a la verja que daba acceso al cementerio, tratando de ver algo. Sólo podían atisbar desde allí a los sepultureros de cintura para arriba, metidos en la fosa y sacando trozos de madera, que iban dejando a un lado. Para los sacerdotes, el cuerpo del exhumado sí quedó a la vista, envuelto en un sudario raído. Mientras el padre Cloister se inclinaba para ver mejor, uno de los sepultureros, que estaba retirando la tela, lanzó un grito ahogado y salió corriendo hacia atrás, agarrándose a la tierra con las manos pero sin apartar la mirada del interior del ataúd. El otro hombre puso cara de extrañeza y severa censura, hasta que se apercibió de lo que había visto su compañero.
–¡Jesús! – exclamó el obispo, mientras el párroco daba un paso atrás.
El único que se mantenía aparentemente impasible era el jesuíta, que se arrodilló junto a la fosa y miró adentro.
–¡Tiene todos los huesos machacados! – exclamó el obispo, con los ojos encendidos de rabia-. Esto ha tenido que ser obra de algún desalmado. ¡Nos hallamos ante una profanación!
–Eso no puede ser, eminencia -terció el párroco.
La caja de pino era la original y la tierra no había sido removida. Una profanación era imposible.
Las gentes congregadas murmuraban en voz baja. Algunos hombres y mujeres se persignaban y empezaban a rezar. Ignoraban lo que sucedía, pero la reacción de los sepultureros y de los clérigos no hacía presagiar nada bueno. Don Higinio debía de haber sufrido desesperación y ya no sería santo.