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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

616 Todo es infierno (3 page)

En aquel aciago día, mejor hubiera sido no haber exhumado los restos de aquel hombre bueno. Haberlo olvidado para siempre, o haberlo santificado sin más investigaciones. Ante los ojos del obispo, del párroco y del padre Cloister, los huesos de don Higinio habían aparecido quebrados por cien lugares, reducidos a pedazos. ¿Una profanación? No. El padre Cloister sabía que esa no podía ser la causa de las fracturas, aunque nunca hubiera visto nada similar. Era imposible que el hombre se hubiera producido él mismo tales lesiones. Pero, entonces, ¿cómo…?

Algo destacó bajo el sol apabullante que lo inundaba todo. Sus pensamientos se interrumpieron con brusquedad. Vio una inscripción en uno de los fragmentos a los que había quedado reducida la tapa del ataúd. Estaba grabada en el interior, en la madera podrida por el paso del tiempo. Era una frase breve y concisa, escrita con una firmeza que no se correspondía con la posible acusación de desesperanza de don Higinio. Y, sin embargo, aquella frase transmitía la más aguda y terrible desesperación que un ser humano puede experimentar. La más aguda y terrible desesperación imaginable: «TODO ES INFIERNO».

Capítulo 3

Boston.

El Centro Médico de St. Elizabeth, al que todos conocían afectuosamente por St. E's, tenía casi ciento cincuenta años de historia, pero su esencia continuaba siendo la misma: servir a los más pobres y necesitados. Era allí donde ingresaron a Daniel, el anciano jardinero del convento donde había ocurrido un incendio terrible y devastador dos semanas antes. Pasado ese tiempo, nadie parecía aún saber si Daniel iba a salvarse o no. Había sufrido quemaduras en los brazos y las manos, aunque sus pulmones se llevaron la peor parte. Consiguiera o no sobrevivir, los médicos afirmaban que nunca se recobraría del todo y que tendría problemas para respirar en adelante.

Joseph, el bombero que le salvó la vida no se había decidido a ir a verlo hasta entonces, aunque se sentía obligado a hacerlo. Arrancar a alguien de las llamas de un incendio y devolverle al mundo de los vivos es un acto generoso, pero supone también una carga pesada. Al final, el salvador acaba siempre con la sensación de que le debe algo al salvado, quizá por haberlo forzado a seguir viviendo una vida que no siempre es fácil.

Después de preguntar en la recepción por la zona de cuidados intensivos, se dirigió hacia ella. Aquel lugar le provocaba escalofríos. Había una calma absoluta, que, sm embargo, no inspiraba el menor sosiego. Era la falta de vida, el hecho de estar entre ella y la muerte, la razón de aquel pesado silencio. Sólo lo interrumpían sonidos inquietantes: el murmullo de los respiradores artificiales, el lejano ping de una máquina que marcaba un ritmo cardíaco mortecino, los pasos acelerados de una enfermera, el sonido metálico de un teléfono…

El bombero se asomó a una de las habitaciones. No era la de Daniel. Se le aceleró el pulso al ver el estado de quien se encontraba en ella. «Mierda», dijo para sus adentros. La impresión le hizo volverse bruscamente, y no pudo evitar estrellarse contra una enfermera.

–Lo siento, perdóneme -se disculpó.

–¿Se encuentra usted bien?

Eso lo preguntó la enfermera, que ni siquiera se quejó por el encontronazo, al ver el rostro intensamente pálido del bombero.

–Sí, gracias. Es sólo que… Bueno… -El bombero señaló con el pulgar hacia atrás.

–Los quemados son los peores…

Por supuesto que sí. ¿Qué le iba a contar a él? Pero una cosa era encontrárselos en el fragor del incendio, con la adrenalina amortiguando las emociones, y otra muy distinta era verlos así, con el ánimo frío.

–Yo venía a visitar al señor… eh… Me temo que no sé su apellido. Pero sí que se llama Daniel.

La expresión preocupada de la enfermera dio paso a otra severa y llena de desconfianza.

–No será usted uno de esos abogados, ¿verdad?

En su boca, la palabra abogado sonó como la más infecta y contagiosa de las enfermedades. El bombero imaginaba qué abogados eran esos a los que ella se refería: los que rondan como alimañas los hospitales, y hasta las agencias funerarias, buscando algún cliente y alguien a quien demandar en su nombre o en el de sus familiares.

–Oh, no, no. Yo soy bombero. Saqué a Daniel de allí, ¿sabe? De aquel incendio.

–Ya. ¿Y tiene usted alguna clase de identificación?

El bombero revolvió torpemente uno de sus bolsillos. Por fin encontró su cartera., de la que extrajo un carné.

–Aquí está.

–Joseph Nolan, departamento de bomberos de Boston -leyó la mujer-. Muy bien, señor Nolan, puede usted ver a Daniel. Está en la habitación número dos. Le digo lo mismo que le dije a la visita que está ahora con él: no se entretenga mucho. Aquí, todos necesitan descanso.

–Claro, no se preocupe.

Así es que Daniel tenía una visita… Una de las monjas, seguramente. Por lo que el bombero sabía, ellas eran la única familia -por así decirlo- que le quedaba en el mundo. La madre del jardinero lo abandonó cuando contaba sólo unos pocos meses de vida. Lo dejó a las puertas del convento de las Hijas de la Caridad que acababa de ser devorado por el fuego. Nunca se llegó a descubrir la identidad de esa mujer, o la razón por la que abandonó a su hijo. La única pista era una pequeña nota manuscrita en la que la madre decía: «Por favor, tengan piedad y cuiden de mi hijo. Él no tiene la culpa de mis pecados. Es muy bueno. Casi no llora. Se llama Daniel». Las monjas lo acogieron, como les pidió la madre. Lo hicieron sin formular preguntas, y no sólo porque no tuvieran a quién hacérselas: ellas no juzgaban a nadie; se limitaban a servir a Dios y a sus más desfavorecidas criaturas.

Pronto quedó claro que el niño no era del todo normal. Un médico que lo examinó llegó a la conclusión de que sufría un retraso mental considerable. En esas condiciones, la adopción de Daniel por parte de una familia convencional, que habría sido lo mejor, resultó imposible. Y entonces las propias monjas decidieron que se quedara con ellas. Le dieron un hogar y también su comprensión y su amor. E incluso, cuando tuvo edad para ello, un trabajo de jardinero en el convento. Eran los ángeles guardianes que velaban por Daniel. Esto es lo que percibió nítidamente el bombero al ver a una monja anciana junto a su cama, que le agarraba con cariño la mano. Parado en el umbral de la puerta, no queriendo molestar, oyó rezar a la monja:

Corazón compasivo,

fuente de vida…

Concede a los que son frágiles la seguridad de tu fortaleza,

y a los que están enfermos, un bálsamo curativo,

y a quienes están desesperados, la paz,

que aquellos cuyas mentes les traicionan tengan sólo cariño,

que los cuerpos malheridos se recobren sin dolor,

que los afligidos encuentren tu consuelo,

que los que están sufriendo sean aliviados,

y que todos los que se hallen a las puertas de la eternidad

alcancen la grandeza de tu luz.

Tú, que eres la calma en la tormenta,

la aurora en la oscuridad,

acúdenos.

El bombero sentía ahora una opresión en el pecho aún mayor de la que lo acompañaba desde que llegó al hospital. Dudó un momento, dio la vuelta sin haber entrado en la habitación y se marchó volviendo sobre sus pasos. Su padre, un bombero al igual que Joseph, murió en una unidad de quemados no muy distinta de aquella. Era un hombre fuerte, lleno de energía, pero el último aliento no le bastó para conseguir pronunciar una sola palabra. Este sitio le traía demasiados recuerdos dolorosos, que un hombre hecho y derecho como él no era siempre capaz de soportar. Quizá al día siguiente pudiera. Eso esperaba, porque le debía a Daniel una visita. Y aún tenía en casa la pequeña maceta y el palo seco que el viejo había denominado «su rosa».

Esa noche, una enfermera de guardia en Cuidados Intensivos estaba haciendo su primera ronda nocturna. Hasta el momento todo se encontraba en orden. También Daniel, que dormía profundamente. Siguiendo la rutina habitual, ella comprobó que el respirador funcionaba bien, y verificó también la tensión, la velocidad del goteo y la saturación del oxígeno en sangre, entre otras constantes vitales. Sin problemas. Eran correctas dentro de lo que cabía esperar. El pulso de Daniel mostraba una cadencia algo irregular, pero eso no era preocupante, dadas las circunstancias.

La enfermera se quedó mirando durante unos segundos el arrugado rostro del anciano y, en un gesto maternal, lo arropó con las sábanas. No es que temiera que el paciente se enfriara -los Cuidados Intensivos eran un auténtico invernadero-, pero más valía prevenir. Abandonó la sala tras un último vistazo y, satisfecha, prosiguió con su ronda. Por eso no vio que el ritmo del corazón de Daniel empezaba a aumentar de repente. Los picos verdes del monitor se hicieron más rápidos. Sólo un poco más rápidos. Todavía.

El aire era diáfano. La brisa traía consigo un aroma imposible de describir, una mezcla entre el olor a hierba recién cortada y el de las pastas que sor Theresa preparaba en el día de Acción de Gracias. Así olía la felicidad para Daniel. Cerró los ojos y llenó el pecho de aquel aroma estupendo. Entonces le pareció oír una música tan hermosa que casi le hizo llorar. Abrió los ojos de nuevo y la música se hizo todavía más bella. Por todos lados se extendía un manto verde sin fin. Mullido. Brillante. Acogedor. Aquí y allá formaba pequeñas lomas en las que se mecían árboles y flores de unos colores vivos como él nunca viera antes. Riachuelos de un agua cristalina corrían entre ellos, y a su alrededor se congregaban toda clase de animales; incluso animales salvajes. Estaban sueltos, pero Daniel no sentía ningún miedo, como tampoco lo sentían los animales más débiles de sus depredadores naturales. Todo le saludaba y le ofrecía una cariñosa bienvenida. No lograba explicar la inmensa alegría que lo embargaba. Su mente era demasiado torpe y lenta para eso. Aunque se dijo que esto debía de ser el Paraíso del que le habían hablado siempre las monjas. No podía ser otra cosa.

Daniel se adentró en aquel vasto prado verde, acunado por el rumor suave del viento y por la bella música. La hierba acomodaba su pie conforme avanzaba. Una docena de chacales se apartaron gentilmente para dejarle seguir el curso del riachuelo. Caminaba sin el menor esfuerzo, como si fuera transportado por el aire. Así, acabó llegando al origen del riachuelo. Era un lago del que partían tres riachuelos más. En su centro se encontraba una isla. Y en el centro de la isla, había una sola flor.

–Mi rosa -murmuró Daniel en sueños.

La enfermera continuaba con su ronda, ajena a las palabras de Daniel y su sueño, así como al aumento progresivo del batir de su corazón.

Era una esplendorosa rosa roja. Daniel se metió en el agua para intentar llegar hasta ella. El lago no era profundo. Podía verse el fondo a medio metro escaso de distancia, bajo el agua transparente.

Estaba ya muy cerca de la isla. Pronto sería capaz de tener de nuevo su rosa entre las manos. Pero entonces hubo un cambio.

El cielo fue atravesado por una sombra que cubrió el sol durante un segundo. Todo pareció seguir como antes, después de que la sombra pasara. Pero no era así. Daniel notó que el agua se tornaba fría repentinamente, que el espejo traslúcido de la superficie comenzaba a volverse opaco, de un azul sombrío y amenazador. Se apresuró para llegar cuanto antes hasta la isla y su rosa, pero el agua se hacía cada vez más gélida. Los calambres en las piernas no tardaron en aparecer, convirtiendo en un tormento cada uno de sus nuevos pasos. Mientras, las horribles transformaciones proseguían a su alrededor. Las hojas de los árboles se volvieron primero amarillas y luego castañas, en un proceso vertiginoso y siniestro. Cayeron al suelo finalmente muertas, sobre una hierba que hasta hacía un momento era intensamente verde y repleta de vida, y que ahora estaba descolorida y moribunda. El mismo mal se había apoderado de las otras plantas, cuyos tallos se doblaban en agonía, perdiendo los pétalos ya muertos de sus flores.

La música que antes iluminaba el espíritu de Daniel dio paso a unos gruñidos y, después, a unos terribles aullidos de dolor y sufrimiento. El aire se llenó de un hedor pútrido, y cuando llegó hasta los animales… Daniel los vio volverse locos. Empezaron a devorarse. No sólo los depredadores a sus presas, sino también unos y otros entre sí. Las aguas cristalinas se llenaron de visceras y miembros arrancados. Millares de peces muertos flotaban ahora en el líquido teñido de rojo por la mezcla de mil sangres.

Daniel gimió, aterrado… Su rosa. Debía llegar hasta ella. Pero no le quedaban fuerzas para seguir avanzando. El agua estaba más helada que nunca. Algo le pasó entre las piernas, un ser escurridizo con un tacto repulsivo que le erizó todo el vello del cuerpo.

A lo lejos, otro cambio se inició en el horizonte. El azul luminoso del cielo se llenó de tonos rojizos y amarillentos, como de fuego. Le llegaron sonidos extraños, una especie de fragor salvaje que no era capaz de identificar. Daniel estaba en medio del lago, petrificado. Desvió la mirada del horizonte por un segundo, y sintió que las lágrimas empezaban a brotarle desconsoladamente de los ojos. A su alrededor, nada seguía con vida.

–No, no… -gimió Daniel aún en sueños.

Del horizonte llegó un grito maléfico, y el cielo se tiñó de rojo por completo. Lo último en morir fue su rosa.

–¡NOOOOO!

El alarido retumbó en toda la planta del hospital, y la alarma del monitor se disparó en la central remota de control. Menos de diez segundos después entraron atropelladamente en la sala un médico y dos enfermeras. El monitor cardíaco marcaba ahora trescientas quince pulsaciones por minuto.

–¡Va a reventarle el corazón! – gritó el médico- ¡0,5 miligramos de Esmolol por kilo! ¡A chorro! ¡Y que alguien apague esa alarma!

Capítulo 4

Boston.

–Buenos días, Daniel.

El viejo jardinero no hizo caso del saludo de la madre superiora. No se volvió hacia la puerta cuando ella entró en la habitación, ni tampoco pestañeó siquiera cuando la religiosa abrió las cortinas para que entrara un poco de luz. Continuó sentado en el borde de la cama, con la vista perdida en el suelo. Así se pasaba todo el día desde que salió del hospital. Fuera ya de peligro, aunque con importantes secuelas, los médicos le habían dado el alta, y las Hijas de la Caridad pudieron ir a buscarlo. Instalaron a Daniel lo mejor posible en una modesta residencia para ancianos indigentes que administraban en la misma ciudad de Boston. No les quedaba alternativa, pues el antiguo hogar del jardinero había quedado destruido hasta los cimientos.

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