—Pero... ¿y si es la misma persona quien hace ambas cosas?
—No es probable —dije—. Como tipo que tiene que asistir a muchas fiestas de órgano, y que me cuelguen si no me parece vivir en un paraíso de mentiras de vez en cuando, puedo decir que esos pequeños quehaceres se encuentran generalmente repartidos. Pero si no fuera éste el caso, George, entonces hemos establecido otro campo de obligaciones y responsabilidades. Porque el tipo tiene que comer para forzar la cerradura, ¿no? ¿Y de donde sale la comida?
Seguimos hablando y bebiendo hasta que llegó Myra.
Ella y Lennie habían cenado con Rose, así que nos preparó la cena para George y para mí. George fue muy galante con Myra. Que me condene si no parecía casi guapa del lustre que le daba el tipo, y que me condene si este no parecía casi guapo por hacerlo.
Terminamos de cenar por fin y paseé con George camino de la estación. Las cosas dejaron de salir bien. Éramos cordiales, pero se trataba de una de esas cosas que hay que hacer. No había calor auténtico, ni tampoco ganas.
Creo que es la parte mala del whisky, ¿sabéis? La parte mala de muchas cosas buenas. No el permitírselas, sino el no ser capaz de permitírselas. El después, cuando te queda en el paladar el conocido sabor a orina y quieres escupir al que sea. Y piensas: «Joder, ¿por qué quise ser simpático con aquel tipo?» Y apuesto a que el otro pensaba que yo era un idiota rematado.
George parecía cabizbajo y melancólico; un poco preocupado y pensativo. Entonces cruzó a nuestra acera Amy Mason, se la presenté y George se recompuso.
—Tienen aquí un comisario estupendo —dijo, palmeándome la espalda—. Un funcionario magnífico, señorita Mason. Me ha ayudado a resolver un caso importante.
—¿De veras? —dijo Amy—. ¿Qué caso, señor Barnes?
Y George se lo contó, añadiendo que no habría proceso contra Ken de no ser por mí.
—Estoy seguro de que tampoco fue cosa fácil para él —dijo—. Para un funcionario nunca es fácil inculpar a otro, aunque no eran amigos.
—¡Verdaderamente! —dijo Amy—. Y yo estoy segura de que se hará mas difícil a medida que pase el tiempo. Por cierto, comisario, ¿podría pasar por mi casa esta misma noche? Me parece que he visto a un merodeador.
Le dije que con mucho, muchísimo gusto, y que no se preocupara de regalarme con café, pasteles ni nada, porque no quería molestarla.
Ella dijo que no sería ninguna molestia, y movió la cabeza en dirección a mí. Entonces se fue y George Barnes y yo seguimos andando hacia la estación.
En la parte alta del río silbaba el tren, al pasar por el cruce. George me dio la mano y me dedicó una sonrisa de su culo de abeja, agradeciéndome de nuevo la ayuda prestada.
—Por cierto, Nick. Es solo cuestión de forma, claro, pero mañana tal vez reciba una citación.
—¿Una citación? —dije—. ¿Y para qué me han enviado una cosa de esas?
—¡Porque es usted un testigo de la causa contra Ken Lacey, naturalmente! El principal testigo del fiscal, diría yo. Realmente no tendríamos ninguna prueba segura sin usted.
—Pero, ¿qué voy a decir yo contra el? —dije—, ¿Qué es lo que se piensa que ha hecho el viejo Ken?
—¿Que qué es lo que se piensa que ha hecho? —George se me quedó mirando. Pero... pero intenta usted cobrar comisión? ¡Sabe muy bien lo que ha hecho!
—Bueno, pues creo que lo he olvidado —dije—. ¿Le importaría decírmelo otra vez?
—¡Escúcheme, Corey! —me cogió por el hombro y le rechinaron los dientes—. No se haga el tonto conmigo, Corey. Si lo que quiere es dinero, de acuerdo, pero...
—Estoy realmente desconcertado, George —me desasí de su apretón—. ¿Por qué iba a querer dinero yo?
—Por declarar bajo juramento lo que ya me ha dicho en privado. Que Ken Lacey mató a Cameron Tramell, alias Curly.
—¿Eh? —dije—. Un momento, George. Yo no he dicho nada parecido.
—¡Oh, sí, sí que lo ha dicho! Y tanto que me lo ha dicho, y con las mismas palabras. Usted me dijo...
—Bueno, quizá le dio esa impresión —dije—. Pero no se preocupe más por eso, hombre, lo que yo le dijera no tiene importancia. Lo importante, presume, es lo que no le he dicho.
—¿Y de qué se trata?
—De lo siguiente —dije—. Al día siguiente de que se fuera Ken Lacey, vi a Moose y a Curley vivos.
Era domingo por la mañana. Domingo muy, muy por la mañana. Procedente de los campos alcancé a oír el canto de un gallo, aunque me figuré que era un gallo tonto o que estaba camino de serlo, porque faltaba por lo menos una hora para que amaneciese.
Sí señor, estaba todo mortalmente silencioso, hasta podía decirse que ninguna criatura viva se removía. Excepción hecha de mí, que ladeaba de vez en cuando el culo para estar cómodo. Y excepción hecha de Rose.
Al parecer estaba en la cocina, preparándose una taza de café. Se oyó entonces un estropicio de platos e imaginé que había arrojado la taza a la pared; acto seguido oí una sarta de palabras murmuradas que tenían que ser maldiciones.
Bostecé y me desperecé. Creo que necesitaba dormir un poco, pero creo que yo siempre necesito el sueño al igual que necesito estar comiendo siempre. Porque mis trabajos eran supremos —ni el viejo Hércules sabía lo duros que eran— y, ¿qué otra cosa se podía hacer más que comer y dormir? Porque cuando comes y duermes no tienes que preocuparte de las cosas por las que no puedes hacer nada. ¿Y qué otra cosa se puede hacer salvo reír y tomárselo a cachondeo? ¿Qué otra cosa puede soportarse bajo lo insoportable?
Está superclaro que llorar no soluciona nada. Yo ya lo había intentado en algunos momentos de angustia —había llorado y gritado tan fuerte como un tipo puede hacerlo— y no me había servido de nada.
Volví a bostezar y a estirarme.
Domingo en Pottsville, pensé. Domingo en Pottsville, mi amada va a abandonarme y espero que no me afecte. Mis ojos me traicionan y nadie me creerá.
Y pienso: hostia, Nick, si no tuvieras ya un empleo fijo, serias poeta. El poeta laureado de los juegos florales de Potts County, toma ya, y apañarías poesías que hablasen de la orina que tamborilea con múltiples ecos en los orinales, de los guripas con diarrea y los ojetes que descuelgan el mondongo y...
Entró Rose y se puso junto a mi cama.
Me miró mordiéndose el labio, el rostro contraído como un puñado de barro con el que hubiera jugado un niño.
—Voy a decirte algo, Nick Corey —dijo—. Y no creas que no te sonríe la suerte, porque si pudiera haría algo más que hablarte. Voy a verte colgando del cuello, puerco bastardo. Voy a contar que mataste a Tom, maldito seas, y me moriré de risa cuando tiren de la cuerda, y... y...
—Creí que ibas a decirme una cosa —dije—. Pero me parece que va ya una docena.
—¡Maricón! No voy a decirte lo que pensaba decir porque soy una mujer decente. Porque si no lo fuera, ¿sabes lo que diría? ¿Sabes lo que te haría, cabrón hijoputa? Me alzaría una pata y me mearía en tu boca hasta que se te limpiase esa mierda que tienes por cerebro.
—Eh, un momento, Rose —dije—. Creo que será mejor que te domines, porque si no acabarás por decir algo feo.
Se puso a gritar y salió dando tumbos de la habitación.
Oí cómo se sentaba en el salón, gritando y sollozando. Y al cabo de un rato se puso a murmurar. A preguntarse en voz alta cómo un individuo —yo, me parece— podía hacer algo tan terrible.
¿Y qué podía decir salvo que no era fácil? Porque no lo era. ¿Y cómo podía explicarle lo que ni siquiera comprendía yo del todo?
¿Y?
Ahora contaré lo que había ocurrido.
Después de dejar a George Barnes en la estación el domingo anterior, me dejé caer por la casa de Amy Mason. Sabía que lo mejor sería explicar que sólo había estado bromeando ante Barnes: que no tenía intención de dejar que acusaran a Ken Lacey de la muerte de los dos chulos. Pero por la forma en que saltó sobre mí en el instante mismo de aparecer, apenas si tuve oportunidad de decir nada.
—¡Te lo advertí, Nick! —me soltó—. ¡Te advertí que no lo hicieras! ¡Ahora tendrás que pagar las consecuencias!
—Un momento, cariño —dije—. ¿Qué..?
—Voy a enviar un telegrama al gobernador, esa es lo que voy a hacer. ¡Esta misma noche! ¡Y voy a decirle quién mató realmente a aquellos dos... hombres!
—Pero, Amy, yo no...
—Lo siento, Nick. Nunca comprenderás mi tristeza. Pero voy a hacerlo. No puedo consentir que cometas un asesinato que conozco de antemano, y acusar al comisario Lacey lo sería.
Me las ingenié por fin para que me escuchase, y pude decirle que ni se me había ocurrido incriminar a Ken.
—No ha sido más que una broma. ¿Entiendes? Me camelé a Barnes y se llevó un buen chasco.
—¿Eh? —me miró severamente—. ¿Me lo dices en serio?
—Pues claro que sí. Tendrías que haberle visto la cara cuando le dije que había visto con vida a los chulos al día siguiente de estar Ken en aquel sitio.
—Bueno...
Aún sospechaba un poco, no del todo convencida de que no tuviera ningún plan para incriminar a Ken sin meterme en líos. Hasta que acabé por perder un poco la paciencia y le dije que no era muy halagüeño que dudase de mi palabra cuando no tenía ningún motivo para ello.
—Lo siento —me sonrió y me dio un beso rápido en la mejilla—. Te creo, querido, y voy a decirte otra cosa. Si yo detestara al comisario Lacey como tu, probablemente también querría matarle.
—¿Detestarle? —dije—. ¿Qué te hace pensar que le detesto?
—Vamos, cariño, pero si se te ve a la legua. ¿Qué te ha hecho para que le guardes ese rencor?
—Pero si no le guardo ninguno —dije—. O sea, no le tengo ningún odio. Es decir, no importa lo que yo sienta por él. Él es como es, ya sabes; son las cosas que hace a los demás. Yo... bueno, es difícil de explicar, pero... pero...
—No tiene importancia querido —dijo riéndose y besándome otra vez—. No vas a hacerle nada y eso es lo que importa.
Pero aquello no terminó allí, ¿os enteráis? Ni por pienso. Yo habría jurado que jamás había tenido inquina a nadie, ni la sombra más remota de rencor. Y de haber sentido alguna vez el leve escrúpulo de un pequeño disgusto, no habría sido éste el factor motivador de mis actos.
Esto era lo que yo creía, por supuesto, hasta que Amy fue a decir lo que había dicho. Y a la sazón estaba un poco como preocupado. Podía olvidarse de Ken Lacey porque no iba a emprender nada contra él. Pero los demás, bueno, todos formaban parte del mismo tinglado, ¿no? Y si se me había visto soltar sapos y culebras contra Ken, era posible que hubiera hecho lo mismo respecto de los otros.
Y quizá, teniendo en cuenta lo que iba a hacer, las personas de quienes me iba a ocupar...
Pero consideré que había que hacerlo. Había que hacerlo y no tenía otra alternativa.
Deseaba que las cosas terminaran; yo soy un tipo sufrido, si se me permite decirlo. Pero ellos no pensaban igual.
Rose llamaba a Myra todos los días e insinuaba que necesitaba que le hiciera esto o aquello. Y Myra no hacía mas que azuzarme para que fuera e hiciera lo que Rose quería (que no era lo que creía Myra). Y Amy insistía en que no podía ver a Rose mas que una sola vez: una sola y se acabó. Y a Lennie le había dado por seguirme y espiarme. Y...
Y por fin fue sábado por la noche, la noche pasada, y ya no podía más. ¡Todos se lo estaban buscando! Y como dice ese Santo Libro, busca y encontrarás.
Serían las ocho de la noche, aproximadamente una hora después del crepúsculo.
Yo corría por los algodonales, medio agachado, cosa que no me ocultaba demasiado porque las plantas eran de escasa altura. Cualquiera podía verme a la luz del anochecer sin que hiciera falta que estuviese cerca. Y eso era lo que quería.
A Lennie no le gustaba andar. Por lo general no salía de los límites del pueblo. Había sido todo un trabajo de astucia el conducirlo hasta la casa de Rose.
Salí del algodonal y corrí hacia el edificio. Por el rabillo del ojo pude ver que Lennie se incorporaba en el plantío. Y que me miraba boquiabierto mientras llegaba a la casa y llamaba a la puerta. Pensaba realmente que me tenía atrapado, Lennie digo; que nos tenía atrapados a Rose y a mí. Como me había visto acercarme subrepticiamente a la casa de noche, no tardaría en acercarse a espiar un poco. Y luego volvería al pueblo con un buen cuento que contar a Myra. Una historieta realmente sabrosa acerca de su marido y su mejor amiga.
Que era precisamente lo que yo quería.
Que era precisamente lo que yo había planeado.
Lennie iba en busca de algo que contar a Myra, cojonudo, pero iba a ser mucho peor de lo que se imaginaba.
—Nick... —Rose abrió la puerta—. ¿Qué...? ¿Dónde has estado? ¿Por qué no has venido estos días?
—Luego. —Me colé en la casa y cerré la puerta. La besé, manteniéndole la boca cerrada hasta que supe que estaba dispuesta a escuchar—. No he podido venir antes, querida, porque he estado elaborando un plan. Es para desembarazarse de Myra y de Lennie, ya he dado el primer paso y ahora necesito de tu ayuda. Así que aquí me tienes pidiéndotela. Si no quieres prestármela, dilo, nos olvidaremos de que podemos librarnos de ellos y seguiremos como hasta ahora.
—Pero... bueno, ¿qué...? —Deseaba colaborar, pero estaba confusa y aturdida. Yo había hablado muy aprisa, haciendo como que estaba excitado y atropellándome al decirlo, de manera que obtuve su consentimiento aunque mantenía el ceño fruncido y se preguntaba qué coño sería todo aquello.
—Bueno, olvídalo —dije dirigiéndome a la puerta—. Olvida lo que te he pedido, Rose; siento haberte molestado.
—¡Eh, espera! ¡Espera, querido! —me sujetó—. Solo me preguntaba qué... por qué... pero lo haré, cariño. ¡Dime de qué se trata!
—Quiero que esperes un par de minutos —dije—. Luego quiero que saltes y cojas a Lennie y...
—¡Lennie! —dio un boqueo asustado—. ¿Está...?
—Me ha seguido hasta aquí. Le incité a que lo hiciera porque es parte del plan. Le cogerás, le meterás dentro y entonces le dirás lo que voy a decirte.
Le dije lo que tenía que decir, la esencia, vamos. Se puso pálida y se me quedó mirando como si me hubiera vuelto loco.
—¡Ni... Nick! ¡Eso... eso es absurdo! ¡No podría...!
—Claro que es absurdo —dije—. Tiene que ser absurdo, ¿no te das cuenta?
—Pero... bueno... —dijo, entornando los ojos un tanto—. Si, ya entiendo como... pero, Nick, cariño, ¿y lo demás? ¿Cómo va...?