Se alejó arrastrando los pies y con cara de avergonzado. Seguí calle abajo, camino del río.
A otro tío le dije que no, que no iba de pesca, que iba a cogerme de un gancho del cielo y me iba a columpiar hasta cruzar el río. Y a otro tío le dije que no, que no iba de pesca, que el municipio daba una prima por lanzar mierda al aire y que iba a ver si pescaba una poca en caso de que se limpiasen los retretes cuando el tren pasara. Y a otro tío le dije...
Bueno, no importa. No había más diferencia que sensatez.
Llegué al río. Esperé un rato y entonces empecé a caminar orilla arriba hasta que llegué mas o menos a la altura de la casa de Amy Mason. Retrocedí hacia el pueblo otra vez, evitando las casas iluminadas y ocultándome siempre que podía. Hasta que llegue al lugar a que me dirigía.
Amy me hizo pasar por la puerta trasera. Estaba oscuro, me cogió de la mano y me condujo al dormitorio. Allí se quitó el camisón, me abrazó y me tuvo bien sujeto durante un minuto, pasándome la boca por la cara. Empezó a murmurarme porquerías, porquerías maravillosas. Y se puso a tirar de mi ropa, y yo me dije: «Hostia, no hay ninguna como Amy. ¡Ninguna como ella! Y...»
Y estaba en lo cierto.
Me lo confirmó bien confirmado.
Luego nos quedamos el uno junto al otro, cogidos de la mano. Respirando al unísono, ambos corazones latiendo acompasadamente. Sin saber cómo notaba cierto perfume en el aire, aunque sabía que Amy no se ponía ninguno; y sin saber cómo oía que tocaban violines que, suave y dulcemente, ejecutaban una melodía que no existía. No había sido como el día anterior, como en ninguna otra ocasión, y me pregunté por qué tenía que ser de otra forma.
—Amy —dije, y ladeó la cabeza para mirarme—. Vayámonos de este pueblo, cariño, vayámonos juntos.
Guardó silencio durante unos instantes, como si se lo pensara. Entonces dijo que yo no pensaba mucho en ella, porque de lo contrario no le habría hecho aquella sugerencia.
—Estas casado. Y me temo que el divorciarte puede causar infinidad de problemas. ¿Qué tengo yo para que haya de ser la mujer que se fugue contigo?
—Bueno, mira, querida —dije—. Tal como estamos no es muy satisfactorio. Y lo más seguro es que no podamos seguir así, ¿no?
—¿Tenemos otra alternativa? —sus hombros se alzaron—. Claro que si tuvieras dinero... pero no lo tienes, ¿verdad, querido? No, creo que no. Si lo tuvieras podrías llegar a un acuerdo con tu mujer y entonces nos iríamos del pueblo. Pero a falta de dinero...
—Bueno, jem, sobre eso... —me aclaré la garganta—. Sé que hay muchos tíos demasiado orgullosos para aceptar dinero de una mujer. Pero tal como yo lo enfoco...
—Yo no tengo nada, Nick, a pesar de que la opinión pública diga lo contrario. Tengo ciertas propiedades que me proporcionan una renta y ésta me permite vivir bastante bien, según las normas generales de Pottsville. Pero proporcionarían muy poco si se vendieran. No, ciertamente, para mantener a dos personas durante el resto de su vida, sin mencionar la satisfacción que requerirían los sentimientos heridos de una esposa como la tuya.
Yo apenas sabía qué responder. Quizá, bueno, quizás estuviese un poco ofendido. Porque sabía mas bien bastante acerca de las posesiones que tenía, y estaba al tanto que era mas de lo que ella pretendía.
Lo que pasa es que no quería arreglar las cosas y fugarse conmigo. O fugarse tan sólo, como cualquier mujer haría de estar enamorada de veras. Pero era su dinero, así que, ;qué hostias podía hacer yo?
Amy me tomó una mano y se la puso en un pecho. La apretó, intentando hundirla en él, pero yo no contribuí ni un chavo y acabó por apartaría.
—Está bien, Nick —dijo. Te diré el verdadero motivo por el que no quiero irme contigo.
Le dije que no importaba, que no quería molestarla y ella me espetó que ni me atreviera a ser grosero con ella.
—¡Ni lo intentes, Nicholas Corey! Estoy enamorada de ti, me parece que es amor, por lo menos, y como lo estoy voy a aceptar algo que en la vida se me había ocurrido que pudiera aceptar. Pero no seas violento conmigo porque pueden cambiar las cosas. ¡Y puedo dejar de amar a un hombre que sé que es un asesino!
Estuve un rato sin decir nada; me limité a quedarme como estaba, preguntándome a dónde se habría ido la música de los violines y por que había dejado de oler el perfume.
AI final dije:
—¿De qué estás hablando exactamente, Amy?
Y cuando me lo dijo me quedé un poco tranquilo, pero sólo un poco porque no podía haber nada peor.
—Hablo de los dos hombres que mataste. Aquellos, bueno, creo que se les llama macarras.
—¿Macarras? —dije— ¿Qué macarras?
—Ya basta, Nick. Me refiero a cierta noche en que tú y yo volvimos a Pottsville en el mismo tren. Si, ya sé que no me viste, pero yo iba en él. Sentí curiosidad por saber qué ibas a hacer en el río a las tantas de la noche y con tus mejores ropas, así que te seguí...
—Escucha —dije—. No pudiste seguirme a ninguna parte que fuera. Estaba tan terriblemente oscuro aquella noche que...
—Estaba muy oscuro para ti, Nick. Para un hombre que nunca ha visto bien de noche. Pero yo no tengo ese impedimento. Te seguí con bastante facilidad y vi con claridad meridiana cuando mataste a aquellos dos hombres.
Bueno...
Por lo menos era mejor que si supiera que también había matado a los otros dos. Esto no me ligaba a Rose de una manera tal que no pudiera salir del apuro con facilidad.
Durante un par de minutos casi deseé fugarme con Rose y treinta mil dólares llovidos del cielo, y que le dieran por el saco a Amy. Pero mi pensamiento estaba estancado en el casi, y ni siquiera el casi duró mucho. Rose, por naturaleza, tomaba demasiado de uno, era demasiado exigente y posesiva y tenía poco que dar a cambio. Era una tía de cojones, pero una vez dicho esto se había dicho todo. Una tía de cojones, pero también desastrosamente inconsciente. Una mujer proclive a perder la cabeza cuando más la necesitaba, como había ocurrido en el caso de tío John.
Me di la vuelta y abracé a Amy. Se pegó a mi durante unos instantes, apretándoseme con cada centímetro de carne cálida y suave; luego emitió un quejido y se apartó.
—¿Por qué lo hiciste, Nick? Te dije que lo había aceptado y lo he hecho, pero... ¿Por qué, querido? ¡Haz que lo entienda! Nunca se me ocurrió que pudieras matar a nadie.
—Tampoco lo pensaba yo —dije—. Y no puedo decir con exactitud por qué lo hice. Hicieron algo que no me gustó, algo que no me gusto nada en absoluto. Yo les dejaba hacer, como tantas otras cosas que uno deja que corran, hasta que pensé : «Bueno, no tengo por qué permitirlo.» Hubo muchas cosas, cantidad de ellas, respecto de las cuales no podía hacer nada. Pero si podía hacer algo a propósito de ellos, hasta que por fin... por fin lo hice.
Amy se me quedó mirando, un leve ceño en su rostro, Le di una palmadita en el culo y volví a besarla.
—Si te digo la verdad, cariño —proseguí—, me dio la sensación de que era lo mejor para aquellos tipos. No se beneficiaban ellos ni beneficiaban a ningún otro, y debían saberlo, igual que cualquiera sabría una cosa así. Así que fue bondad absoluta de mi parte él prepararles las cosas para no tener que seguir viviendo.
—Entiendo —dijo Amy—. Entiendo. ¿También creerías obrar con bondad absoluta si impidieras que Ken Lacey siguiera viviendo?
—Con él especialmente —dije—. Un fulano que se burla de sus amigos, que hace daño a la gente solo porque puede hacerlo... ¡Ken Lacey! ;Qué sabes tú de él?
—Solo una cosa, Nick. Lo único que sé es que sin saber cómo parece que arreglaste las cosas de modo que el comisario Lacey sea acusado de los dos asesinatos que cometiste tú.
Tragué saliva, y dije que no sabía cómo podía pensar aquello.
—No es culpa mía, tenlo por seguro, que Ken viniese, se emborrachase y fuese por todo el pueblo fanfarroneando acerca de lo duro que es. Supongo que si un fulano quiere obtener toda la gloria de que se jacta, no tiene mas remedio que arrostrar las consecuencias.
—Yo no pienso igual, Nick. No voy a permitir que lo hagas.
—Pero, escucha —dije—. ¿Por qué no, Amy? ¿Qué es Ken para ti, vamos a ver?
—Un hombre que puede ser condenado injustamente por asesinato.
—Pero... pero no lo comprendo —dije—. Si no te importa que yo haya matado a los macarras, ¿por que..?
—No me has escuchado, Nick. Lo de esos dos hombres me importa mucho. Pero yo no tenía ninguna forma de saber que fueras a matarlos. En el caso del comisario Lacey conozco tus planes, y si dejo que los lleves a cabo seré tan culpable como tú.
—Pero... —vaciló—, ¿y si no tengo más remedio, Amy? ¿Si se trata de elegir entre él y yo?
—Entonces lo lamentaría mucho, Nick. Pero tendrías que ser tú. Sin embargo, no es probable que se dé tamaña circunstancia, ¿no crees? ¿Verdad que no hay forma de que puedas resultar inculpado?
—Bueno, no —dije—. No se me ocurre ninguna, así de improviso, Además, hay muchas probabilidades de que los cadáveres no se encuentren nunca.
—¡Entonces?
—Entonces, entonces... a la mierda, Amy, es mucho mejor que las cosas salgan como las he planeado —dije—. Pero que muchísimo mejor. ¡Bueno! Si conocieras a ese jodido de Ken Lacey como yo, si supieras algunas de las cabronadas que ha hecho...
—Que no, Nick. Te digo que no.
—¡Me cago en la hostia!
—Que no.
—Escucha, Amy, escucha —dije—. A mí no me parece que estés en situación de dar órdenes. Eres culpable de encubrimiento, como se dice en los juicios. Sabías que había matado a los dos tipos y no dijiste nada, así que si pruebas hacerlo después resultas también acusada.
—Ya lo sé —Amy asintió con firmeza—. Pero lo haría igual, Nick. Y estoy segura de que sabes que lo haría.
—Pero...
Pero sabía que lo haría aunque la colgaran. Así que no había más que decir al respecto. Me la quedé mirando, su cabello desparramado por la almohada y la calidez de su cuerpo calentando el mío. Y pensé, joder, vaya forma de estar en la cama con una mujer guapa. Allí los dos discutiendo de asesinatos y amenazándose el uno al otro cuando se suponía que uno estaba enamorado y con posibilidad de hacer maravillas. Y entonces pensé: bueno, quizá no sea tan raro. Quizá le ocurra igual a la mayoría de la gente, todos repitiéndose mas o menos lo mismo, solo que de otra manera. Y en todo momento con el paraíso al alcance de la mano.
—Lo siento, cariño —dije—. Por supuesto, haré lo que quieras. Nunca querré hacer otra cosa.
—Yo también lo siento, querido —me selló la boca con un beso—. Y haré lo que tu digas. En cuanto las cosas se arreglen un poco, me iré contigo.
—Magnífico. Pero magnífico, querida —dije.
—Te quiero mucho y lo haré. En cuanto nos aseguremos de que no quedan cabos sueltos.
Volví a decirle que magnífico mientras pensaba en lo que iba a hacer con un inmenso cabo suelto como Rose Hauck. Entonces pensé: bueno, ya afrontaré el problema cuando salga a flote. Y aparté de mi cabeza todo lo que tenía en ella, salvo a Amy, y me di cuenta de que ella apartaba de su cabeza todo lo que tenía en ella, salvo a mi. Y fue como al principio, solo que un poco mas.
Fue como ninguna otra cosa. Pero un poco más.
Luego volvimos a quedar el uno al lado del otro. Respirando al unísono, latiéndonos el corazón acompasadamente. Y, de pronto, Amy apartó su mano de la mía y se incorporo.
—¡Nick! ¿Qué es eso?
—¡Qué? ¿Qué es qué?
Miré a la ventana que me señalaba Amy, a la persiana echada con el borde levemente iluminado.
Entonces me puse en pie de un salto, corrí a la ventana y aparté la persiana. Creo que gruñí en voz alta.
—¡Maldita sea! —dije—. ¡Maldito sea todo!
—Nick, ¿qué pasa?
—El barrio de los negros. Está ardiendo.
Creo que debiera haberme dado cuenta de la posibilidad de aquello. Porque Tom Hauck era un blanco, se añadiera de él lo que se añadiese, y la opinión dominante decía que lo había matado un tipo de color. De modo que a algún idiota se le había ocurrido pensar que «hay que dar una lección a los negros», y habría hecho correr la voz entre otros idiotas. Y pronto habría líos.
Me vestí delante de una Amy que me miraba con preocupación. Me preguntó que qué iba a hacer y le dije que no lo sabía, pero que estaba seguro de que iba a hacer algo. Porque una cosa así, el jefe de policía pescando mientras estallan los conflictos, es lo que suele echar a perder una campaña electoral.
—Pero, Nick... ¿qué importa eso ahora? ¿No vamos a irnos juntos?
—¿Cuándo? —me calcé las botas—. No me has dado una fecha concreta, ¿recuerdas?
—Bueno... —se mordió el labio—. Ya sé lo que quieres decir, querido.
—Puede que pase un año o dos —dije—. Pero aunque pasaran seis meses, sería mejor que continuase con mi trabajo. Ayudará a atar esos cabos sueltos que has mencionado mucho más que si soy un ciudadano corriente.
Acabé de vestirme y me abrió la puerta trasera. Regresé por el camino de ida, hasta el río, luego por la orilla del río. Por supuesto, no llevaba conmigo la caña de pescar.
Fui a la parte extrema del barrio negro y me tizné con un poco del carbón que dejaban las llamas. Luego me mezclé con la multitud y me puse a golpear el fuego con un trozo de saco que uno había tirado.
En realidad no había tanto peligro; en total acaso fueran seis o siete las chabolas quemadas. Con la reciente lluvia y la ausencia de viento, al fuego le costaba agarrar y no había peligro de que se propagase mucho.
Me puse a bregar con unos cuantos tipos de color y a decirles lo que tenían que hacer. Luego me quedé atrás durante un minuto para quitarme el sudor de los ojos y alguien me palmeó en el hombro.
Era Robert Lee Jefferson, y tenía la expresión más adusta que había visto nunca.
—¡Maldita sea! ¡Qué te parece, Robert Lee? —dije—. No quiero ni decirte lo que podía haber ocurrido de no haber estado yo aquí como un ciudadano ejemplar en el momento de declararse el incendio.
—Ven conmigo —dijo.
—Vaya, gracias, Robert Lee —dije—, pero creo que no puedo. El incendio...
—El incendio está totalmente dominado. Estaba dominado mucho antes de que llegaras. Ahora, ven conmigo.
Subí en su coche, a su lado. Fuimos a su tienda, donde había carruajes, calesas y caballos atados en el exterior, y acaso media docena de hombres esperando en la acera. Ciudadanos importantes, como el señor Dinwiddie, presidente del banco, y Zeke Carlton, propietario de la desmotadora de algodón, y Stonewall Jackson Smith, director de la escuela, y Samuel Houston Taylor, propietario del bazar Taylor, Muebles y Ataúdes.