Entramos todos. Nos sentamos en el despacho de Robert Lee, aunque debería decir que se sentaron todos menos yo. Porque allí no había sitio para que yo me sentara.
Zeke Carlton comenzó la asamblea dando un puñetazo en la mesa y preguntando qué hostias de condado dirigíamos.
—¿Sabe lo que puede acarrear una cosa como la de esta noche, Nick? ¿Sabe usted lo que ocurre cuando se achicharra un montón de negros pobres y desvalidos?
—Tengo una ligera idea —dije—. Que todos los tipos de color se asustan, y que quizá no estén ya por aquí cuando llegue la temporada de la cosecha del algodón.
—¡Ha dado en el clavo, sí señor! Asustar a los pobres negros podría costarnos una animalada de dinero.
—Tu mujer dijo que habías ido a pescar esta noche —dijo Robert Lee Jefferson—. ¿En qué punto del río estabas cuando se declaró el incendio?
—No fui a pescar —dije.
—Vamos, Corey —dijo con firmeza Stonewall Jackson Smith—. Le vi con mis propios ojos camino del río y con aparejos de pesca. Me atrevería a decir que es una prueba concluyente de que fue usted a pescar.
—Bueno, miren, no creo que pueda estar de acuerdo con ustedes —dije—. No me atrevería a decir que están equivocados, pero tengan la seguridad de que tampoco voy a afirmar que estén en lo cierto.
—¡Oh, ya está bien, Nick! —espetó Samuel Houston Taylor—. Nosotros...
—Pongamos un ejemplo de otra noche —proseguí—. Vi que un tipo subía a un vagón de mercancías con cierto profesor del instituto. Pero no pensé que fuera prueba concluyente de que se los fuera a transportar a ninguna parte.
Stonewall Jackson se puso rojo como la grana. Los demás lo miraron con los ojos entornados, como si lo estuvieran valorando por vez primera, y el señor Dinwiddie, presidente del banco, se volvió hacia mi. Era más amable que los demás tipos. Desde que lo sacara del pozo ciego de la letrina pública, se había venido comportando conmigo de una manera muy cordial.
—¿Dónde estaba usted realmente y que es lo que estaba haciendo, comisario? —dijo—. Le aseguro que nos sentiremos muy complacidos de oír sus explicaciones.
—¡Yo no, válgame Dios! —dijo Zeke Carlton—. Yo...
—Silencio, Zeke —el señor Dinwiddie le hizo un gesto—. Adelante, comisario.
—Bien, nos remontaremos al comienzo de la noche —dije—. Yo ya imaginaba que alguien podía intentar algo contra la población de color, así que saqué mi caña y mi sedal e hice como que iba de pesca. El río pasa justamente detrás del barrio de color, ya lo saben ustedes, y...
—Sí, maldita sea, sabemos muy bien por donde pasa —dijo Samuel Houston Taylor con el ceño fruncido—. Lo que queremos saber es por qué no estuvo usted allí para evitar el incendio.
—Pues porque tuve que dar un pequeño rodeo —dije—. Vi a un tipo que salía a hurtadillas de la casa de uno y pensé que quizá no fuera a hacer nada honrado. Me pareció que debía investigar para salir de dudas. Así que fui a la casa de marras y estaba ya a punto de llamar cuando consideré que no era necesario y que incluso podía ser embarazoso. Porque pude ver en el interior al ama de casa, que tan contenta parecía que no daba la sensación de que hubiera habido ningún problema. Además, la mujer no estaba del todo vestida.
Fue ni más ni menos que un golpe en la oscuridad, por supuesto. Un golpe doble. Supuse que con tantos ciudadanos como había en Pottsville alguno habría que pusiese los cuernos a la mujer o cuya mujer le estuviese engañando. Por lo demás, el marido del relato era mucho más sospechoso que la esposa.
Como fuera, el golpe dio en el blanco, porque os hubierais muerto de risa si hubierais visto cómo se comportaron aquellos individuos. Todos —casi todos, debería decir— se miraron entre sí procurando al mismo tiempo mantener la cabeza gacha. Todos ellos acusados y acusadores.
El señor Dinwiddie empezó a preguntar a qué casa específica me refería. Pero los demás le lanzaron tal mirada que el tipo cerró la boca al instante.
Robert Lee carraspeo y dijo que continuara mi relato.
—Entendemos que al final llegaste al río y que estabas allí cuando se declaró el incendio. ¿Qué ocurrió entonces? ¡Qué estuviste haciendo mientras los demás luchábamos con las llamas?
—Hacia lo posible por atrapar a los tipos que lo habían provocado —dije—. Bajaban corriendo por la maleza, pretendiendo escapar, y les grité que se detuviesen, que estaban detenidos, pero no resultó. Siguieron corriendo y yo fui tras ellos, advirtiéndoles que se parasen o que dispararía. Pero me di cuenta de que sabían que no iba a hacerlo, que no me atrevería a disparar, porque se me escaparon.
Robert Lee se humedeció los labios y dudó.
—¿Viste quiénes eran, Nick?
—Bueno, digámoslo claramente —dije—. No creo que importe mucho el que sepa quiénes eran o no. Puesto que no los atrapé, sus nombres carecen de interés y, la verdad, decirlos sólo originaría hostilidades.
—Pero, comisario —dijo el señor Dinwiddie—, no comprendo... este... —se interrumpió al ver la mirada que le dirigía Zeke Carlton. Al ver la mirada de los demás, que eran sus cuentacorrentistas más importantes.
Porque yo había dado otro golpe a ciegas, y éste había dado más en el blanco que el primero.
Salvo un par de excepciones, no había hombre allí que no tuviera un hijo adulto o casi adulto. Y no había ni uno entre aquellos jovenzuelos que valiese la mierda que cagaban. Haraganeaban por el pueblo, medio pretendiendo que trabajaban para sus padres. Iban de putas, se emborrachaban y tramaban cabronadas. Dondequiera que hubiera un conflicto, podía apostarse a que alguno de ellos estaba implicado en él.
Se levantó la sesión y, cuando se marcharon, apenas hubo uno que se despidiese de mí.
Fui tras Robert Lee hasta la acera y estuvimos hablando durante un minuto.
—Me temo que no has hecho ninguna amistad esta noche, Nick —dijo—. Tendrás que espabilarte de veras y trabajar de ahora en adelante, si es que quieres conservar el empleo.
—¿Trabajar? —me rasqué la cabeza—. ¿En qué?
—¡En lo tuyo, naturalmente! ¿En qué, si no? —dijo, apartando los ojos cuando le miré—. De acuerdo, es posible que hayas tenido que transigir esta noche. Y puede que tengas que hacerlo otra vez. Pero una o dos excepciones no justifican que no hagas absolutamente nada para aplicar la ley.
—Bueno, te diré algo al respecto, Robert Lee —dije—. Prácticamente todos los individuos que infringen la ley tienen una buena razón para hacerlo, según su forma particular de pensar, y esto convierte en excepcionales todos los casos, no uno ni dos. Ponte tú mismo como ejemplo. Un montón de tipos pueden considerar que fuiste culpable de agresión cuando golpeaste a Henry Clay Finning en...
—Voy a hacerte solo una pregunta —me interrumpió Robert Lee—. ¿Vas a aplicar la ley o no?
—Claro que sí —dije—. No pienso hacer otra cosa.
—Estupendo, me tranquiliza oírtelo decir.
—Sí señor —dije—. De veras que voy a ponerme a castigar sin contemplaciones. Todo el que a partir de ahora infrinja la ley se las tendrá que ver conmigo. Siempre, claro está, que sea un negro o un blanco desgraciado que no pueda pagar sus impuestos.
—¡Nick, esa es una afirmación un tanto cínica!
—¿Cínica? —dije—. Vamos, vamos, Robert Lee. ¿Porqué tendría yo que ser un cínico?
El incendio se había declarado el viernes por la noche, y era casi el alba del sábado cuando llegué a casa. Me lavé a conciencia y me cambié de ropa. Luego fui a la cocina y empecé a prepararme el desayuno.
Myra apareció furiosa y echando pestes, preguntándome por qué mierda estaba levantado. Le conté lo del incendio, como se me estaba censurando, y cerró la boca enseguida. Porque no quería ser la mujer de un ex comisario más de lo que yo quería ser ex comisario, y sabía que yo iba a tener que hacer algo sonado si no queríamos llegar a tal extremo.
Terminó de hacerme el desayuno, lo devoré y fui a pasear por el pueblo.
Como era sábado, todas las tiendas estaban abiertas excepcionalmente temprano, y los granjeros que no estaban ya en el pueblo se encontraban en camino. Paseaban por las aceras, cepillados y aseados sus sombreros de fieltro negro, muy limpia la camisa de los domingos; el mono que llevaban, de medianamente sucio, había cambiado a manifiestamente mugriento.
Sus mujeres llevaban papalinas almidonadas y batas de calicó o de guinga. Las ropas de los críos —excepción hecha de los que eran suficientemente crecidos para heredar prendas de los mayores— estaban hechas de tela de saco y en alguno que otro aún podía verse la etiqueta medio borrada. Hombres y mujeres, y prácticamente todos los muchachos y chicas mayores de doce años, mascaban y escupían tabaco. Los hombres y los muchachos se ponían el tabaco en la parte interior del labio de abajo. Las mujeres y las chicas se servían de palillos, varillas gastadas que hundían en las latas de tabaco y luego se introducían por la comisura de la boca.
Deambulé entre los hombres, estrechando manos, palmeando espaldas y diciéndoles que fueran a verme al menor problema que tuvieran. Dije a todas las mujeres que Myra había preguntado por ellas y que fueran a verla de vez en cuando. Y acaricié la cabeza de los niños, si no se alzaban a altura excesiva, y repartí entre ellos monedas de uno y cinco centavos, según la estatura.
Por supuesto, anduve también con los del pueblo, buscando amistades como un loco o recuperando lo que hubiera perdido. Pero no podía estar seguro de que fuera a resultar mejor con ellos que con los granjeros y, por lo que tocaba a estos, tampoco había seguridad ninguna.
Oh, por supuesto que todos eran la mar de agradables, ninguno se mostraba abiertamente hostil. Pero había demasiados que se comportaban con cautela y nerviosismo cuando les insinuaba algo relativo a los votos. Y si yo sabía algo era lo siguiente: que un tipo que va a votarte no pierde mucho tiempo en darte su opinión.
Procuraba hacer un balance y me daba la sensación de que lo mejor que podía esperar era un empate aproximado con Sam Gaddis. Esto como mucho, a pesar de todos los infundios que corrían acerca de él. Y si era tan fuerte, a pesar de los rumores, ¿cómo iba a estar seguro de que no resultaría más fuerte en la carrera de desempate?
Tomé un almuerzo de galletas y queso, y lo hice pasar entre los tipos con quienes estaba hablando.
A eso de las dos tuve que ir al cementerio para el entierro de Tom Hauck, pero como hubo también un chorro de gente para distraerse, no se podía decir rotundamente que fuera una pérdida de tiempo.
Me arreglé con galletas y sardinas a la hora de cenar, y las hice correr entre los tipos con quienes estaba hablando.
Hasta que se hizo demasiado tarde para seguir trabajando. Y a esa hora estaba tan hasta las tetas de hablar, tan cansado y deshecho, que me parecía que iba a reventar. Así que en vez de irme a casa me dirigí furtivamente a la de Amy Mason.
Entramos en el dormitorio. Me abrazó durante un minuto, un tanto fría e irritada, aunque de pronto pareció cambiar de humor. Y fuimos a la cama.
Todo fue más bien rápido, teniendo en cuenta lo cansado que estaba. Pero después se me cerraron los ojos y me pareció que me hundía en un pozo negro y profundo y...
—¡Despierta! —Amy me estaba zarandeando—. ¡Despierta digo!
—¿Qué pasa, querida? —dije, y Amy dijo otra vez que tenía que despertarme.
—¿No te parece un poco descortés que te quedes dormido como un cerdo en el estercolero mientras te tengo abrazado? ¿O es que quieres reservarte para tu preciosa Rose Hauck?
—¿Eh? ¿Qué? —dije—. Por amor de Dios, Amy...
—Rose ha ido a verte, ¿no es cierto?
—Bueno, sí —dije—. Pero sólo por lo de la muerte y entierro de su marido. Ella...
—¿Y por qué no me dijiste que había ido allí? ¿Por qué he tenido que descubrirlo por mi cuenta?
—¡Pero, tú! —dije—. ¿Por qué hostias tendría que habértelo dicho? ¿Qué tiene que ver con nosotros? Además, ya te conté lo que había entre Rose y yo y no parecía que te molestara.
Se me quedó mirando con los ojos chispeando de rabia, y me dio la espalda de pronto. Entonces, en el momento mismo en que iba a rodearla con el brazo, se volvió para darme la cara otra vez.
—¿Qué es eso que yo sé ya acerca de ti y Rose? ¡Cuéntamelo!
—Oye, cariño —dije—, yo...
—¡Responde! ¿Qué es lo que yo sé de ti? ¡Quiero saberlo!
Dije que había sido equivocación involuntaria al hablar, y que no había nada que contar acerca de Rose y yo. Porque, por supuesto, ella no quería saber lo que había entre nosotros. Ninguna mujer que se acuesta con un hombre quiere saber que otra mujer lo hace también.
—Me refería a la otra noche —dije—. Ya sabes, cuando estuviste soltándome pullas acerca de Rose y te dije que no había nada entre nosotros. Eso es lo que he querido decir cuando he dicho que ya sabías todo lo que había entre nosotros.
—Bueno... —estaba ávida de creerme—. ¿No me mientes?
—Toma, claro que no miento —dije—. Hostia, joder, ¿no estamos igual que cuando estábamos comprometidos? ¿No íbamos a irnos juntos en cuánto supiéramos que hacer con mi mujer y estuviéramos seguros de que no quedaban secuelas de los dos macarras que liquidé? Digo la verdad, ¿no? Entonces ¿para qué iba a liarme con otra mujer?
Sonrió con labios un tanto temblorosos. Me besó y se acurrucó entre mis brazos. —Nick... no la veas nunca más. Quiero decir, después que vuelva a su casa.
—Bueno, te aseguro que así será —dije—. Te aseguro que no voy a intentarlo siquiera. Te aseguro que no la veré, Amy, a menos que no tenga más remedio.
—¿De veras? ¿Y qué significa eso?
—Pues que es amiga de Myra —dije—. Antes incluso de que mataran a Tom, Myra estaba siempre diciéndome que ayudara a Rose, y como a mí me daba pena, pues lo hacía. Así que será la mar de divertido cuando deje de hacerlo de repente, sin esperar siquiera a que contrate a un bracero.
Amy guardó silencio durante un momento, pensando en aquellas cosas. Luego hizo una leve afirmación con la cabeza.
—Muy bien, Nick. Creo que tendrás que verla... sólo una vez más.
—Bueno, no sé si será suficiente —dije—. O sea, probablemente lo será, pero...
—Una sola vez, Nick. Lo preciso para decirle que le conviene buscarse ayuda porque tú no vas a verla más. No —y me puso una mano en la boca cuando quise hablar—, ya esta decidido, Nick. Una sola vez y nunca más. Si me quieres, será como digo. Y si no quieres que me enfade mucho, pero que mucho contigo.