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Authors: Jim Thompson

Tags: #Intriga

1280 almas (11 page)

—Bueno... —se retorció, se sacudió, se puso nerviosa—. ¿No creerá que soy demasiado atrevida si acepto?

—Vaya, no diga eso, señora —dije, llevándola hacia el tenderete de refrescos—. Usted dice que sí y ya está, no tengo por qué pensar como usted dice.

Y tanto que no.

Porque lo que yo pensaba era que tenía un culazo tremendo y que había que hacerle un favor y pronto; porque si no, se le reventarían las bragas y era posible que se incendiase la feria y que estallase el pánico entre los miles de personas que allí había, que hasta podrían sufrir un colapso, por no decir nada de los daños a la propiedad privada. Y yo solo pensaba en una forma de evitarlo.

Bueno, el caso es que no quería precipitar las cosas tampoco. Ni había necesidad de correr, por lo que a mí tocaba, porque iba a casarme con Amy a la semana siguiente, y ella se había encargado de darme biberón hasta entonces. Así que le daba vueltas y más vueltas al asunto, haciendo por decidir si realmente debía hacer lo único en que podía pensar. Es posible que se piense que no era problema mío si Myra incendiaba toda la feria y morían miles de mujeres y niños inocentes. Porque yo no era de aquel pueblo y creo mucho en los fueros locales —ya me entendéis, los fueros regionales y todo eso— y Myra vivía en la capital. Y pudiera darse el caso de que se organizara un buen estropicio por meterme en problemas locales, aunque éstos los conociera el más tonto del mundo; y la cosa era que la gente de allí no hacía nada al respecto.

La llevé a ver algunas atracciones, procurando no despegarme de ella mientras organizaba mi cabeza. La llevé al tiovivo y otros sitios parecidos, ayudándola a subir y a bajar, echándole miraditas cuando se le subía el vestido y tal. Y que me ahorquen si tardé en decidirme.

Myra pareció aturdida cuando le murmuró unas palabras: mas o menos tan aturdida como si le hubiera comprado una bolsa de palomitas de maíz.

—Oiga, qué cosas se le ocurren —dijo mientras se retorcía y agitaba—. Vaya idea, ir a un hotel con un extraño.

—Pero si no soy un extraño —dije dándole un pellizco—. Por dentro soy como los demás.

—¡Bicho, bicho maligno! —dijo riendo como una tonta—. ¡Es usted terríble!

—Venga, qué voy a serlo —dije—. Pero no estaría bien decir que no sé de qué va la cosa.

Se rió, se sonrojó y dijo que no podía ir a un hotel.

—¡Es que no puedo! ¡De veras que no!

—Bueno, si usted no puede es que no puede —dije, quitándole importancia al asunto—. Lejos de mí el apurarla.

—Claro que... podríamos ir a mi pensión. Nadie pensaría mal si usted subiera un rato a hacerme una visita.

Subimos a un tranvía y fuimos al sitio donde vivía ella, una gran casa blanca a unas cuantas manzanas del río. Era un lugar muy respetable, a juzgar por las apariencias, y la gente también lo era. Y nadie alzó una ceja siquiera cuando Myra dijo que íbamos a subir a asearnos antes de salir a cenar.

Pues señor, el caso es que apenas toqué a aquella mujer. Y si la toqué, no fue más de lo que se tarda en decirlo. Yo estaba preparadísimo y, bueno, puede que en realidad la tocara un poquito. Pero tal y como estaba, toda vestida, fue cabreantemente poco.

Y de pronto, mira por dónde, me da un empujón, caigo al suelo y ella se pone a berrear y a llorar tan alto que se la habría oído en la manzana de al lado. Me puse en pie y procuré acallarla. Le pregunté que qué coño pasaba y quise acariciarla y tranquilizarla. Volvió a empujarme y reanudó el alboroto con mayor fuerza si cabe.

Yo no sabía qué hostias hacer. El caso es que no tuve tiempo de hacer nada, porque en el acto entró a saco un montón de pensionistas.

Las mujeres rodearon a Myra para calmarla y decirle alguna cosa. Myra seguía chillando y sacudiendo la cabeza, y no respondía cuando le preguntaban que había ocurrido. Los hombres me miraban y preguntaban qué le había hecho a Myra. Precisamente una de esas situaciones en que la verdad no la cree nadie y las mentiras no sirven. De las que afortunadamente no hay muchas en este valle de lágrimas.

Los hombres me sujetaron y empezaron a sacudirme. Una de las mujeres dijo que iba a llamar a la policía, pero los hombres dijeron que no, que ellos se encargarían de todo. Me iban a dar mi merecido, dijeron, y había muchos hombres en el vecindario para echarles una mano.

Bueno, realmente no podía acusarles de pensar como lo habían hecho. Probablemente yo habría pensado lo mismo en su lugar, y viendo a Myra hecha un mar de lágrimas, con las ropas revueltas, y a mi en bastante mal estado también. Creyeron que la había violado, y cuando un tío viola a una tía en esta parte del país, apenas pasa por la cárcel. Y, si lo hace, no está en ella mucho tiempo.

A veces creo que quizá se debe a ello el que no progresemos tanto como en otras partes de la nación. La gente pierde tantas horas de trabajo linchando a los demás y gasta tanto dinero en sogas, gasolina, emborracharse por anticipado y otros menesteres necesarios, que queda muy poco para fines prácticos.

De todos modos, parecía que iba a ser el invitado de honor de un grupo de linchadores cuando Myra se decidió a hablar.

—Creo... creo que él señor Corey no quería hacer nada —lo dijo mirando a su alrededor con los ojos anegrados en lágrimas—. Es un hombre muy educado, lo sé, y no quería hacer nada malo, ¿verdad, señor Corey?

—No, señora, de verdad se lo digo —dije pasándome un dedo por el cuello de la camisa—. De verdad que no quería hacer nada parecido, y no estoy mintiendo.

—Entonces, ¿por qué lo hizo? —dijo un hombre mirándome con mala cara—. Se trata de algo que una persona difícilmente puede hacer por casualidad.

—Bueno, yo no sé —dije—. No me atrevería a decir que se equivoca, pero tampoco estoy seguro de que diga usted la verdad.

Fue a darme un empujón. Hice una finta, pero otro tipo me cogió por el hombro y me empujó hacia la puerta. Caí de rodillas y uno me pateó mientras otros tiraban de mi para que me levantase sin demasiada amabilidad; de pronto, todas quisieron sacarme a empujones de la habitación al tiempo que procuraban darme de puñetazos.

—¡Esperen! ¡Por favor, esperen! —dijo Myra—. ¡Es un error!

Aflojaron un poco y uno dijo:

—Mire, señorita Myra, no tiene por qué preocuparse. Este puerco no lo vale.

—¡Pero es que quiere casarse conmigo! ¡Íbamos a casarnos esta noche!

Todos se quedaron sorprendidos, y yo también; además, se quedaron desconcertados, pero yo no. Porque parecía que salía del fuego para caer en el infierno, según se dice. Había perseguido tías toda mi vida sin prestar atención el hecho de que donde las dan las toman, y ahora iba a pagarlo caro.

—Es verdad eso, ¿Corey? —dijo uno, dándome un codazo—. ¿Van a casarse usted y la señorita Myra?

—Bueno —dije—, las cosas son como son, por lo menos así lo entiendo yo. O sea que... bueno...

—¡Ay, mira, le da vergüenza! —dijo Myra, echándose a reír—. ¡Se excita con tanta facilidad! Eso es lo que pasó cuando... —se miro, sonrojándose y arreglándose el vestido revuelto—. Se excitó tanto cuando le dije que sí, que me casaría con él, que... que...

Las mujeres la abrazaron y la besaron.

Los hombres me palmearon la espalda y empezaron a darme la mano. Dijeron que lamentaban haber malinterpretado la situación; y que, carajo, ¿no podía una mujer poner a un hombre en mil apuros sin siquiera proponérselo?

—Vaya, Corey, de no haber aclarado las cosas la señorita Myra puede que lo tuviéramos ya colgando de una cuerda. Y no habría sido un final muy feliz, ¿eh?

—No —dije—. Habría sido una broma de cuidado. Pero oigan un momento, compañeros. Acerca de ese asunto del matrimonio...

—Una institución maravillosa, Corey. Y se lleva usted una mujer encantadora.

—Y yo un hombre encantador —Myra se puso en pie de un salto y me abrazó—. Vamos a casarnos esta misma noche, porque el señor Corey no puede esperar. ¡Están todos invitados a la boda!

Daba la casualidad de que había un cura en la manzana de al lado, y allí fue donde fuimos, es decir, donde fue todo el mundo y me llevaron a mí. Myra no hacía más que tirar de mí, con el brazo enganchado del mío; y los demás ocupaban la retaguardia, riendo, haciendo chistes, palmeándome la espalda y espoleándome los talones para que no me rezagara.

Procuraba quedarme un poco atrás, y todos pensaban que aquello tenía mucha gracia. Pensaban que la expresión de mi cara era graciosa, y se pusieron prácticamente histéricos cuando dije algo parecido a que nos estábamos precipitando y que quizá debiéramos pensárnoslo un poco.

Me recordó una de esas ceremonias que se leen en las historias antiguas. Ya sabéis. Una procesión de miedo, todos riendo, pasándoselo en grande y animando al tipo que van a sacrificar a los dioses. El tipo sabe que le darán un hachazo en la cabezota en cuanto dejen de echarle rosas, así que no tiene ninguna prisa por llegar al altar. No puede salir del embrollo, pero tampoco puede participar en la fiesta. Y cuando más protesta, más gente se ríe de él.

Así que... Así que me acordé de aquello. De un tipo que se sacrifica por algo que no vale la pena.

Pero supongo que hay la tira de matrimonios igual. Todo espectáculo y nada de verdad. Todo de cara al público y ni una viruta en privado.

Aquella noche, una vez Myra y yo estuvimos en la cama... bueno, creo que en esto también nos comportamos como muchos matrimonios. Gritos, acusaciones e insultos de lo más bajo: la mujer que se ensaña con el hombre porque el hombre es demasiado estúpido para abandonarla.

Aunque quizá esté yo un poco picado...

XIII

Saqué caballo y carricoche del establo de alquiler y fui al palacio de justicia. Myra se me echó encima nada más llegar, con ganas de saber por qué había tardado tanto. Le dije que me había costado arreglar las cosas con Amy.

—Pues no lo entiendo —dijo Myra—. Parecía muy tranquila cuando se fue.

—Bueno, hay unas cuantas cosas que no comprendes —dije—. Por ejemplo que debieras encerrar a Lennie por la noche para no meternos en líos como el de hace un rato.

—¡No empieces con Lennie!

—Te diré con qué me gustaría empezar —dije—. Me gustaría empezar por llevar a Rose a su casa para que todos podamos dormir un poco esta noche.

Rose dijo que sí, que realmente debería haberse ido ya, y le dio las gracias a Myra por la cena, le dio un codazo de campechanía y un beso de despedida. Bajé las escaleras delante de ella para no entrar en más disputas, Rose llegó corriendo al cabo de un par de minutos y subió a la calesa.

—¡Uf! —dijo, limpiándose la boca—. Cada vez que doy un beso a esa pelandusca me entran ganas de lavarme la boca.

—Deberías vigilar tu lengua, Rose —dije—. Puede que se te escapen cosas sin darte cuenta.

—Si, debería hacerlo, me cago en la leche —dijo—. La culpa la tiene Tom, el podrido hijoputa, pero ten por seguro que haré lo posible por dejar de hacerlo.

—Así se habla —dije—. Ya verás como no pasa nada.

Habíamos salido ya del pueblo y Rose se desplazó en el asiento para apretarse contra mí. Me besó en la nuca, metió una mano en uno de mis bolsillos y empezó a meneármela; al momento se apartó y me dirigió una mirada de curiosidad.

—¿Qué te pasa, Nick?

—¿Qué? —dije—. ¿De qué hablas, Rose?

—Digo que qué te pasa.

—Bueno, nada —dije—. Que estoy cansado y hasta los huevos por el jaleo de esta noche, pero realmente no pasa nada.

Se me quedó mirando sin decir nada. Se volvió, miró al frente y estuvimos un rato sin hablarnos. Por fin habló ella, en voz tan baja que apenas si la oía, para hacerme una pregunta. Me puse muy serio y entonces dije:

—Virgen Santa, qué cosas dices. Sabes que Amy Mason no es de esa clase de mujeres, Rose. Todo el mundo lo sabe.

—¿Qué hostias quieres decir con que no es de esa clase? —espetó Rose—. ¿Quieres decir que, al contrario que yo, está tan buena que no puedes acostarte con ella?

—Quiero decir que apenas si conozco a esa mujer —dije—. Lo suficiente para saludarla por la calle y basta.

—Pues esta noche has estado fuera lo suficiente para aumentar ese conocimiento.

—Cariño, ¿qué dices? —dije—. A ti te pareció un buen rato, lo mismo que a mí. Ya sabes lo que son estas cosas. Como estábamos deseando estar juntos esta noche nos pareció que pasaba la hostia de tiempo. Como que no he hecho más que salibar de ganas de estar contigo desde el instante en que apareciste por casa.

—Bueno... —se desplazó un poco en el asiento.

—Pero por el amor de Dios —dije—. ¿Para qué querría yo a Amy Mason si te tengo a ti? Es ridículo, ¿no te parece? ¡No hay ni punto de comparación entre las dos!

Rose acabó por recorrer la distancia que nos separaba en el asiento. Apoyó la cabeza en mi hombro y dijo que lo sentía, pero que yo me había comportado de manera un poco extraña y que la ponía enferma la conducta de algunos hombres.

—¡El cabrón de Tom, por ejemplo! El muy hijoputa no paraba hasta que le ponía caliente, y entonces iba y se ponía a joder con toda la que tenía al alcance.

—Ay, ay —dije—. No puedo comprender a los tipos así.

Rose se me apretujó y me besó en la oreja. Me dio un mordisquito en el lóbulo y me susurró todo lo que iba a hacerme cuando llegáramos a su casa.

—Myra quiere que te quedes un rato, y ten la seguridad de que estoy de acuerdo. ¿No es encantador? Podemos tardar el tiempo que queramos, estar juntos durante horas y horas. ¡Querido, no voy a desperdiciar ni un minuto!

—Ay, muchacha —dije.

—Lo pasaremos como nunca, cariño —se restregó contra mi—. Querido, esta noche voy a hacerte algo especial.

Siguió murmurándome cosas y restregándoseme, alegando que iba a ser una noche que yo no olvidaría jamás. Dije que apostaba a que ella tampoco y lo dije de veras. Porque tal como me sentía, vacío como una flauta y con los riñones hechos polvo, me temía que no hubiera fiesta cuando llegáramos a casa de Rose. Lo que significaba que ella sabría que yo había estado con Amy. Lo que también significaba que podía coger la pistola que había comprado aquel mismo día y dispararme en la zona culpable. Y con un recuerdo así, seguro que no me olvidaba jamás de aquella noche.

Me esforcé por buscar alguna evasiva. Observé el cielo, que volvía a cubrirse como si fuera a llover, y vi un par de relámpagos; y pensé, bueno, que ojalá me alcanzase un rayo y me dejase frito por aquella noche para que Rose me relevase de mis obligaciones. Luego pensé, bueno, que ojalá el caballo se desbocase y me tirase sobre una cerca de alambre espinoso para que Rose me dejase en paz. Que ojalá se colase en el carricoche un mocasín de agua y me picase. Que ojalá...

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